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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula (4 page)

—¡Tú tienes fiebre! ¡O la resaca! ¡O te has pinchado la morfina de una de las recetas! Anda, anda, vete, que tengo que cuadrar esto —señala las columnas de números y vuelve a coger el lápiz mordisqueado.

—Sabes que no te lo pido para hacerte la competencia.

—Claro que sé que no es para hacerme la competencia. Tú no sirves para esto. No durarías media hora —lo mira a los ojos para medir su nivel de decisión—. Mira, si fuera contando por ahí quién me pasa el material, el que no duraría media hora iba a ser yo. Tú lo sabes. No me explico ni cómo me lo pides siquiera.

—Te lo pido porque lo necesito y porque doy por hecho que sabes que te puedes fiar de mí.

—Ni hablar.

—… —Se queda callado mientras cristaliza una mirada distinta.

—¿Te has creído que sigo siendo tu machaca? —dejando otra vez los números.

—Tú siempre serás mi machaca.

Se miran.

Éctor, de pie.

Los esportilleros, alerta.

Separa la silla, da la vuelta y comienza a irse.

—¡Eres un cabrón! —Vidal, que está pasando rápidamente de la furia a la admiración por el tipo que es capaz de sacrificar con aquella tranquilidad su único medio de vida—. ¿Te quieres sentar un momento, so cabrón?

Para, Éctor.

—¡Siéntate, hombre!

Vuelve.

—¡Y seguro que no hubieras vuelto! ¡Eres la hostia! ¡Ese orgullo tuyo te va a costar un día el pescuezo!

—… —No responde, pero piensa que no lo ha hecho por orgullo. Ya no tiene de eso. Se hubiera marchado, pero alguna noche en alguna esquina, habría esperado a su amigo para sacarle la información por el medio que hiciera falta.

—¿Para qué quieres saberlo?

—¡Joder! ¡Me cago en tu puta madre!

La última pausa antes de hablar.

—Esa película me la dio para que la vendiera un tío que me presentaron hace poco; no parece dedicarse a esto. Lucio se llama. Un niñato muy rarito, con una pinta de maricón que tira de espaldas —escribe y le entrega un trozo de papel—. Me dijo que, si necesitaba algo, lo podía encontrar en este piso de la calle Lanza.

Éctor llega a la calle Lanza desde Imperial.

La callejuela se va estrechando hasta ensancharse inesperadamente al desembocar en la zona que antes ocupaba el cementerio de la trasera de la iglesia de Santiago.

Son las seis; la niebla amarilla está saliendo del lugar donde se oculta durante el día.

Ni un alma.

Entra en el portal que busca y el zaguán se prolonga en un corredor y una escalera tan lóbregos como la mayoría de los que suele encontrarse en los últimos tiempos. En el primer piso golpea la puerta descascarillada.

Tarda en abrir un hombre de unos setenta años con los ojos pintados que no parece llevar nada debajo de su bata a rayas brillantes.

La puerta es más sólida de lo que parece desde el exterior y permanece trabada por una doble cadena.

—Buenas tardes. ¿Lucio?

—¿Quién lo busca?

—Vengo de parte de Vidal García.

—Pase usted.

Éctor siempre ha parecido más alto de lo que es, más fuerte de lo que es, más guapo de lo que es. En el viejo también causa ese efecto y lo demuestra entornando los ojos y ofreciéndole su sonrisa más coqueta.

El recibidor da paso a un salón mucho más grande y lujoso de lo que cabría imaginar.

—Está usted en su casa. Lucio está trabajando en el estudio. Voy a buscarlo —da unos pasos de espaldas permitiendo que se le abra la bata sobre el fláccido y canoso canalillo antes de desaparecer por el corredor.

Los ventanales del balcón dividen la sala en dos partes: la derecha es un comedor abarrotado de muebles antiguos protegidos con pañitos de croché y fotos enmarcadas en dorado de una anciana adusta y solemne, la izquierda es el museo más extraño que haya visto en toda su vida.

Hace calor allí.

Se trata de una sucesión de urnas con lo que parece ser una formidable colección de reliquias sacras, acompañadas del rótulo correspondiente y un pequeño pergamino describiendo su origen y propiedades.

Un dedo incorrupto del pie de santa Lucía, una pluma de un ala de san Gabriel, unos hilos de la túnica de san Mateo, la cabeza del fémur de santa Rosalía de Palermo, sangre de la circuncisión de Cristo, tierra de Getsemaní impregnada con Su sangre, un trozo de la Santa Cruz, dos de los clavos, cuatro espinas de la corona, una brizna de la esponja con la que se le dio a beber hiel y vinagre, un fragmento de mármol de la columna donde fue flagelado, cuarenta y dos dientes de leche y cincuenta y tres Divinos Prepucios del Señor.

Éctor se quita el gabán y se afloja el nudo de la corbata: el ambiente sofocante de la vivienda es, seguramente, la otra razón por la que el viejo va sin ropa debajo de la bata.

Lo ve regresar por el pasillo, con la misma sonrisa que se llevó.

—Hay personas que han invertido todo su patrimonio, e incluso han robado o asesinado, por conseguir algunos de estos Santos Vestigios —acariciando las aristas de las vitrinas—. Yo, en mi modestia, he tenido más suerte; suerte, y toda una vida dedicada a recopilarlos por todo el mundo.

—Yo tenía una colección exactamente igual, pero la confundí con el cubo de la basura y me quedé sin ella.

—Es usted un bromista —le haría gracia cualquier cosa que dijera—. Acompáñeme, haga el favor. No hay quien traiga a Lucio hasta aquí.

El corredor termina en una puerta en la que comienza otro pasillo más largo aún. Por fin llegan a otra en cuyo postigo han clavado un retrato a pluma de Oscar Wilde.

Dentro, una otomana baja de piel, y, recostado en ella, leyendo una carta, un tipo de unos veintitantos con el pelo hasta los hombros, vestido con un pijama negro de raso y un bastón.

—Escucha esto —le dice a Éctor en cuanto lo ve entrar—, está describiendo un club nocturno,
sesenta lámparas se distribuían de esta manera: una en el techo y cincuenta y nueve en el delantal del encargado del mostrador
. Enrique es un genio. Es un apunte para una novela. Enrique Jardiel Poncela.

—No lo conozco.

—Yo tampoco. Sólo a través de la correspondencia que mantenemos. Parece que por fin va a estrenar su primera obra, en el teatro Lara de Madrid. No hay autor de nuestra generación que le llegue a los talones. Tengo por ahí una novela corta suya que publicó en la revista
Buen Humor
que…

—Soy amigo de Vidal García —lo interrumpe Éctor—. Me gustaría hacerte unas preguntas.

Lucio se queda en silencio y frunce los ojos para enfocar su mirada de borracho.

La habitación está cubierta de estanterías llenas de libros, manuscritos cosidos a mano y papeles desordenados. En un rincón hay una maqueta de un teatro en la que han reproducido hasta los menores detalles del escenario, y en el suelo, a su alcance, una botella de licor verde, otra de agua, un vaso y un azucarero.

—Sebas, ¿te importa salir un momento mientras hablo de cinematografía con este amigo mío?

El anciano lo mira enfadado, murmura muy bajo algo que termina en «… que para eso es mi casa». Pero sale cerrando suavemente la puerta.

—Sebas es muy bueno, pero un poco alcahuete —señala la botella—. ¿Pernod?

—No.

—Yo no bebo otra cosa. Me aficioné en Montmartre. Aquí es difícil de conseguir.

El joven coloca un terrón de azúcar sobre una cucharilla dispuesta horizontalmente entre los bordes del vaso, y vierte sobre el terrón una medida del licor verde y cuatro de agua.

El visitante coloca el gabán en uno de los brazos de la otomana y se sienta en un taburete mientras se completa el rito.

—El
hada verde
. Rimbaud, Baudelaire… Yo prefiero llamarlo el
demonio verde
. Me encanta —pero la mueca de asco que sigue al sorbo contradice sus palabras—. Imagino que te envía ese gordo mercader a por más películas. Pues lo siento, no tengo más.

—No vengo a eso. Me gustaría hablar de la que le diste para que la vendiera.

—Pero ¿a que no te trae sólo el interés artístico?

—Necesito saber todo lo que puedas contarme sobre ella: dónde la conseguiste, quién la rodó, dónde puedo conseguir otras similares…

—No creo que seas policía. Pero hoy ya no puedo pensar con mucha claridad… —levanta el vaso.

—Y eso que he venido a las seis de la tarde; no quiero ni pensar cómo estarás a las seis de la mañana. Claro que no soy policía.

—Ya —otro trago—. La robé para venderla pero me costó mucho deshacerme de ella. Era importante para mí.
Donatien
. Un símbolo del malditismo. Casi un manifiesto libertario. No te engañes, es mucho más que una cinta con imágenes sexuales para excitar a los reprimidos.

—Tengo entendido que forma parte de una trilogía.

—El
Sagrado Tríptico
. Era lo único que me quedaba para vender de lo que me traje de casa de mi tío —bebe—. Estoy harto de pedirle dinero a Sebas para mis gastos. El papel de joven querida ha dejado de divertirme.

—Hay quien tiene interés por conseguir las otras dos películas. Si me ayudas, puedes conseguir algún beneficio de todo esto.

—¿Quiénes?

—Ni siquiera yo lo sé, ni me importa. Mira, me has dicho que era de tu tío, a lo mejor bastaría con que me pusieras en contacto con él.

—Mi tío murió. Y del resto del grupo no sé nada. Quizás Séptima…

—¿Séptima?

—No creo que seas policía. No creo que a la policía le siga interesando el crimen después de tantos años. No sé —bebe, con aún más desagrado—. Me has cogido en mal momento. Déjame pensarlo cuando esté más despejado. Ven mañana.

Presionarlo no serviría de nada…

—¿Por la mañana te viene bien?

—Tengo que escribir. Mejor por la tarde, a eso de las ocho ya estaré sobrio.

—¿Siempre escribes con eso? —señala el Pernod.

Una explosión en el salón, vidrios rotos, gritos de un niño desesperado. Los dos se ponen de pie y Lucio llega antes a la puerta. Corren por el pasillo.

Sebas aterrado en el suelo, boca arriba, se revuelca en los cristales de las urnas sobre los que ha caído, intentando librarse. Los chillidos no proceden de un niño, sino de la bestia que le trepa por el pecho, arañando y mordiendo, buscándole el rostro. Un gato pardusco enorme ensangrentado mugriento enloquecido.

La cristalera del balcón muestra el agujero por el que han arrojado al animal.

Valiente y loco, asombrosamente, es Lucio el primero en socorrer a su amigo, intentando librarle del monstruo con las manos desnudas. Sólo consigue que se vuelva hacia él, que le hunda las garras en el pijama y la melena, subiéndole, impulsándose con los colmillos.

Éctor se lo quita de encima de una patada.

Y la fiera se para, como si hubiera reconocido a su auténtico enemigo.

Un depredador de alimañas, nacido de la cloaca y el estercolero. Lo mira fijamente con sus ojos de roñoso ámbar, arquea el lomo, el pelaje sarnoso erizado, las llagas antiguas, mudo, salta.

A Éctor se le viene, durante una décima, la imagen de una mujer en Marruecos, mordida en la cara por un pequeño perro salvaje, la boca sin boca, la nariz sin nariz.

La dentellada resuena muy cerca, las uñas le rozan el cuello, pero logra rechazarlo de un codazo.

Cae de pie, por supuesto, pero los cristales que alfombran el suelo le restan estabilidad, trastabilla, y Éctor sabe que no tendrá muchas oportunidades como ésa. Coge una de las pesadas sillas de madera y lo golpea no sabe cuántas veces con el borde del asiento. Al final se la arroja encima, para no ver el amasijo negro y rojo en que lo ha convertido.

Ni el llanto de Sebas que sigue acostado sobre los cristales altera la calma abrupta que se impone en el salón.

Lucio se sienta en un sillón, intentando componer una frase o una mueca irónica, y Éctor un cigarro, aunque no tiene las manos lo bastante firmes todavía; se acerca al agujero del ventanal, en busca de aire fresco. Los ve.

Ellos lo ven a él, las figuras negras de dos hombres y una mujer que observaban el piso desde la esquina, y que se
convierten en noche en cuanto aparece en
el balcón.

Su único compañero, el conejo blanco que responde cuando no está deprimido al nombre de
Meyrink
, permanece inmóvil sobre la mesa desnuda para no distraer los pensamientos de su dueño.

Piancastelli no logra concentrarse en las
Mémoires pour servir a l'histoire et a létablissement du magnétisme animal
; se acaricia la cicatriz sobre el ojo, roza las tapas del libro, apreciando lo bien que se encuadernaba en 1784; quizás, cuando acabe todo aquello, él mismo, como Puységur, recopile su técnica, de naturalezas mucho más eclécticas y complejas que las del hipnotizador, en una monografía.

Quizás debería haberle hablado al tal Éctor Mena de las otras fuerzas que van detrás de las películas.

El conejo niega con la cabeza y Piancastelli saca un pañolón negro del bolsillo, lo extiende en el aire, y deja que caiga lentamente sobre el animal.

Juega con la foto que usa como marcapáginas, duplicado de la que entregó a Éctor; observa con devoción la figura de espaldas entre los jóvenes de etiqueta; no importa lo que pasó, hay formas de borrar el pasado, él se encarga.

Somete la tentación de encender un cigarro, aún le queda mucha noche por delante para ahumar la celda acolchada, con un jergón, un aguamanil, una mesa, una silla y un baúl. Respira hondo, sereno; ha convertido el autodominio en la única vía de comunicación con cualquier entorno, no tolera injerencias del exterior, ya sean las excelencias de los mejores hoteles del mundo, o el frío, la estrechez y la suciedad de un cuchitril como éste, donde le ha tocado pasar estos días. La celda, al extremo del semisótano, lejos del personal del manicomio y del resto de los enfermos, está cerca de una salida que da a una calle discreta; el responsable de la institución es de toda confianza; no necesita más.

Meyrink
, el conejo, todavía debajo del pañolón, crece y cambia de forma.

Ha conocido la vida más exquisita que un hombre pueda imaginar, el reconocimiento y la gloria, pero también ha vivido la extrema miseria del campo de concentración donde cada día iba a ser el último; vaya una cosa por la otra; se había librado de la muerte cuando estaba aprendiendo a contemplarla como la única solución honorable, y había vuelto a ella en pago a una deuda de pan y de sangre y de respeto y de honor; vaya una cosa por la otra.

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