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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula (10 page)

—¿Estás seguro de que no es esa muerte la razón por la que te han contratado?

—No estoy seguro de nada.

Luis, si estuvieras conmigo, te morirías de risa, y me dirías que ya sabes lo que voy a terminar haciendo. No debería volver a ver a la tal Adalfina; no me interesa, ni siquiera me gusta, pero, ya sea porque voy necesitando una mujer o por el peso de todo esto, la verdad es que siento la necesidad de romper esa barrera de seriedad con la que se defiende de mí, que estoy convencido de que oculta a una mujer solitaria y frágil; no mucho ni mucho tiempo, lo suficiente para dejarla tocada y largarme y que se joda. Al final no lo haré, pero cualquiera sabe; mucho de lo que hago es por no volver a casa, que es lo único que deseo. Ya ves que la vida me está convirtiendo en un tipo piadoso y equilibrado, lleno de bondad y comprensión hacia mis semejantes.

Del café Dinamarca al café Pamplona han pasado unas cuantas horas. Han comido juntos, y luego Éctor, con una excusa, se ha despedido de Lucio hasta la noche, tras citarle en una calle próxima al palacio de los Cuervos.

En el café, hace tiempo con coñac y con la interminable carta a su primo Luis.

Antes de llegar aquí, ha pasado por la Central Telefónica Urbana de la plaza del Pacífico y ha hecho dos llamadas. La segunda al número que le facilitó el notario, donde una voz neutra ha tomado nota, con puntos y comas, de su mensaje anunciando que mañana sale para Madrid tras una pista de las películas que busca.

Vuelve a Luis, intenta no imaginárselo en el Penal Militar del monte Hacho, en Ceuta; le escribe como si le hablara, como si, al igual que tantas veces, compartieran mesa y botella.

De mi plan, poco más debo contarte por escrito, si esto sale bien, bien; y si no…

Más o menos desde las cinco de la tarde lleva dando vueltas por el cementerio, resguardada bajo un abrigo y un pañuelo negros, sirviéndose de los panteones para ocultarse de los escasos funcionarios del camposanto, y, sobre todo, de la persona que la ha citado allí, vigilando de lejos la estatua de Andresito,
el Gitano
con la idea de ser ella la primera en ver a quien la ha convocado y lograr alguna ventaja. A eso de las siete, llegó la oscuridad, y con ella, los fantasmas, pero no son ésos los miedos que la rondan; desde que era muy pequeña, su padre decía que «su Anunciación había nacido con un gran temperamento, siempre había dicho y hecho y cumplido, desde que no se veía en el suelo»; lo que la asusta es que, por mucho que al final haya concentrado su voluntad en conseguir lo que más le ha importado en toda su vida, sus esfuerzos no estén sirviendo para nada. Éctor está cada vez más lejos y ella se siente día a día con menos fuerzas para atraerle del lugar donde se quedó atrapado después de la guerra. Sigue intentándolo, por si acaso. Por si acaso, al salir ha dejado suficientes monedas en el contador de gas para que, si vuelve su marido antes de tiempo, no encuentre la casa a oscuras; él nunca vuelve tan temprano, pero por si acaso.

A las ocho y dos minutos por el reloj en forma de broche que lleva prendido al pecho se acerca a la estatua del torero y, desde ésta, a la tumba marcada en el plano que ha memorizado antes de echarlo al fuego.

La luna sigue en una fase lo bastante luminosa para ver que no hay nadie en los alrededores y que los espectros mantienen cortésmente las distancias.

Entonces repara en la superficie de la tumba señalada.

Alguien, con un martillo y un cincel, ha borrado parte de los caracteres en relieve sobre la losa de mármol, de manera que, las letras sobrantes, forman la palabra
éctor
.

No se mueve, no tiembla y desde luego no llora. Permanece inmóvil, llenándose de rabia y preguntándose en qué estará metido su marido para que alguien le envíe un mensaje como éste. No escucha. Hasta que se ve rodeada por las cinco figuras negras.

Son esportilleros, pero ella no lo sabe. Sólo ve a unos hombres sucios, rudos e impasibles que se le acercan sin hablar. Espera que en algún momento dejen de aproximarse, la amenacen o la golpeen, y se marchen, y todo quede en eso; pero no.

Dos de ellos le sujetan los brazos por detrás. En vez de amordazarla, un tercero abre una enorme navaja y le introduce la hoja en la boca de través, disuadiéndola del menor grito. Otro, el más viejo, se queda unos segundos, años, mirándola de frente con sus ojos opacos; las cicatrices, las arrugas como heridas infectadas, la piel sarnosa a unos centímetros de distancia, el nauseabundo olor a especias mucho más cerca. Cuando le ha dicho sin palabras lo que le tenía que decir!, empieza a actuar para que no lo olvide.

Le abre el abrigo, le desabrocha la falda y se la baja hasta los tobillos, junto a las enaguas, las medias y las bragas. Le busca los labios de la vulva entre el vello con los dedos romos y rugosos de mugre, se los abre, y le introduce algo dentro, algo pequeño y sin forma; después se los cierra con un fuerte pellizco, como para sellárselos, y que lo que sea se quede allí.

Cuando Nuncy abre los ojos ya no están.

Se queda quieta, con las bragas bajadas, deseando vomitar y abrasarse con agua hirviendo y morirse, empezando por esto último.

Para ser sábado por la noche, no hay apenas nadie por las calles. El viento ha despejado, de momento, la niebla de los últimos días. Por la calle Cuervos aparecen Éctor y Lucio. Los dos armados; el primero con su pistola Astra del nueve largo ya montada en el bolsillo del abrigo, y el segundo con el hueso de la santa.

Una silueta sin sombra les sigue de lejos.

A mitad de la calle localizan el portalón por el que se entra al patio trasero del palacio. Nadie responde a los toques de aldaba, enseguida descubren que ni falta que hace; empujan la puerta de madera que les han dejado abierta y, guiándose por la luz del edificio, atraviesan el patio; hace mucho que nadie recoge los montones de hojas que el otoño ha cardado de los árboles que lo circundan; la cochera tiene las puertas abiertas, y pueden verse los carruajes, un lujoso Lando y una Jardinera, ambos oxidados, y el primero con una rueda rota; no parece que las caballerizas estén ocupadas.

Llaman de nuevo a la puerta acristalada, que parece corresponder a las cocinas, y en un momento les abre uno de los jóvenes rubios de cabeza cuadrada que conocieron en los urinarios. Lleva la camisa abierta sobre el pantalón, se tambalea, no dice nada; la mirada imprecisa y el pestazo confirman que ha estado revisando las bodegas.

—¿Te acuerdas de nosotros? —Lucio, simpático—. Tu madre o tú abuela, quien fuera, nos invitó a cenar.

El criado les hace una señal para que entren.

Desde el interior del caserón les llega un fandango cantado con sentimiento de borracho.

Sentada sobre la mesa, con una botella de vino en la mano, junto a platos y cubiertos con restos de comida, sigue el compás con las palmas una joven agitanada que les busca la mirada al paso. Los fogones están cubiertos de grasa antigua, y en la pila, diminutos seres vivos se alimentan de lo que encuentran en una montaña de vajilla usada.

Ni el gas ni la electricidad han llegado hasta el palacio, y los candiles de aceite no bastan para iluminar el largo pasillo, por el que les precede el joven y que parece conectar el área de servicio con la zona noble, ni el salón en el que desemboca. Cuatro hombres, a dos de los cuales también conocen, una anciana gorda, una mujer de mediana edad que se levanta la falda para acompañar el canturreo y media docena de botellas rodean al viejo calvo que se pelea con el fandango. No les dirigen ni una mirada, siguen con lo suyo; a falta de la mujer que les dirigía en los urinarios, ninguno de ellos tiene interés en continuar con su amenazante papel.

Los muebles están tapados por sábanas manchadas, el suelo no ha sido limpiado en los últimos años.

Siguen camino hasta las escaleras; apenas llega el resplandor, pero se percibe la roña que no deja distinguir el dibujo de los azulejos en las paredes, la espesa capa de polvo que lo empaña todo. Los escalones, pegajosos. Los adornos del pasamanos, sin brillo.

En la primera planta, otro corredor casi a oscuras. Al pasar por una de las puertas, suenan los crujidos de una cama, un hombre gime y una mujer se ríe.

Éctor y Lucio siguen al muchacho que abre una puerta mayor que las demás y les indica que esperen en lo que parece ser una antecámara con más muebles cubiertos. Llama a la puerta del interior, cuchichea algo, y se va por donde han venido.

Inmediatamente sale del dormitorio la mujer con la que trataron. Ya no viste de amazona ni hay escopeta que la respalde, pero no parece necesitarla para imponerse. Lleva un vestido negro con los puños remangados y el pelo recogido en un moño. Les mira con asco cuando les habla.

—¿Lo han traído?

—El dinero —Éctor.

—Dentro.

La enorme habitación está ocupada por un olor macizo a orina, excrementos y vómitos que les clava junto a la entrada, dos mesitas de noche, un montón de trapos sanguinolentos en el suelo y una cama con dosel y un colchón de más de un metro de altura que no deja ver la figura hundida en su interior.

La mujer de negro se enfrenta a ellos con la mano extendida.

—El hueso de santa Rosalía. Ella quiere verlo.

Éctor va a responder algo pero Lucio ya ha sacado del bolsillo la reliquia envuelta en el pañuelo y se la entrega.

La mujer se acerca al foco del mal olor como si no existiera, se agacha sobre la cabeza sumergida en plumas, susurra, introduce el hueso entre las mantas y espera con la cabeza baja. Casi un minuto después parece obtener una respuesta positiva, porque se yergue, extrae con esfuerzo un fajo de billetes atado con una cuerda de debajo del colchón y se lo entrega a Lucio.

—Fuera de aquí.

A los dos se les han acabado las respuestas ingeniosas.

Ni cuentan el dinero.

Vuelven por el pasillo donde continúa escuchándose el crujir de la cama, bajan la escalera, dejan atrás la reunión donde el viejo calvo se ha pasado a las alegrías, desandan el corredor que lleva a la cocina en la que ya no se encuentran el joven ni la chica morena y salen al patio.

Andan deprisa para dejar atrás la fiesta y olvidarse de lo que han visto.

El viento es más frío pero tarda en limpiarles el mal olor que se han traído.

La niebla color azufre que envuelve la ciudad desde hace unos días ha vuelto; es más densa en las zonas bajas, se adhiere a la ropa y se agarra a la garganta, irrita los ojos, pica en el paladar; o al menos eso le parece a Éctor al recordar el gas mostaza con el que el ejército español bombardeaba a los hombres, mujeres y niños del Rif.

Piancastelli, la silueta sin sombra, los ve salir, espera hasta que están muy cerca de él, y se disuelve en la noche.

Hace mucho que está llamando al taller vivienda cuando escucha pasos tras la puerta.

Se ha despedido de Lucio hasta la mañana siguiente en la estación pasando por alto sus insinuaciones, no ha encontrado una tasca abierta, ni se plantea volver a su casa, son las cuatro de la mañana.

Espera el sonido metálico de la mirilla para mirar fijamente el orificio. Todo se para. Golpea de nuevo la madera. Erre que erre. El tiempo que haga falta.

Adalfina, el pelo suelto, cerrándose el cuello de una bata a cuadros.

—¿Qué es lo que quieres? Son las tantas.

—El otro día me dejé algo aquí.

Empuja suave, firmemente la puerta, y se quita el sombrero para que no le estorbe cuando la besa en el labio inferior.

La mujer se queda quieta. Aún no sabe si se encuentra a este lado del sueño. Intenta reaccionar y empujarlo, pero Éctor ya ha cerrado detrás de él. Se quita el abrigo y la chaqueta en un solo movimiento y los deja caer al suelo junto al sombrero.

Aprisiona las muñecas de la mujer y se va dejando caer, atrayéndola con su peso, apoyándola sobre los hilos y restos de retales del trabajo del día que han quedado en el suelo. Le pincha la cara con la barbilla sin afeitar, le muerde en el cuello para que no pueda disimular la marca, le mete la rodilla entre los muslos y es recibido por un calor que no esperaba, le introduce en los ojos el pelo que le cuelga, ya libre del fijador que se puso por la mañana, pero ella no los cierra, duda entre buscar alguna artimaña para subirle la bata y el camisón hasta la cintura sin soltarle las manos o marcharse de allí en ese momento, hasta que descubre que ha sido el menos hábil de los dos, y es Adalfina quien le sujeta las muñecas a él.

Sin moverse del catre, lo primero que hace Piancastelli al escuchar el estruendo en la puerta trasera del manicomio es alcanzar el sombrero de copa y lanzarlo sobre
Meyrink
, que jugaba con algo sobre la mesa; la chistera se agita un momento y luego queda quieta.

Ya tranquilo, una vez que ha puesto a salvo al conejo, se acaricia la cicatriz y analiza los sonidos que llegan hasta la celda.

A la derecha del pasillo del semisótano donde se encuentra, alguien, sin ninguna clase de miramientos, está tratando de forzar la puerta que da a la callejuela, seguramente desierta en ese domingo por la mañana. Por el otro lado del corredor, avanzando hacia él, se escuchan pasos de varias personas, botas militares, que sólo se interrumpen cuando verifican en cada habitación que su ocupante no es la persona que buscan.

No tiene escapatoria pero está en calma.

Sevilla no ha sido lo bastante grande para mantenerse indefinidamente lejos de esos bárbaros. Tenía que reconocer que los Regulares estaban bien entrenados; eso, y que alguien, en la cadena que llevaba desde la casa real hasta él mismo, lo había delatado. Ya tendría tiempo de pensar en ello.

Por fin han derribado la puerta trasera.

Una lástima. Sólo unas horas más y se habría marchado a Madrid, desvaneciéndose limpiamente de esta ciudad y de este escondite, como si nunca hubiera pasado por ellos.

A derecha e izquierda, los pasos; cada vez más cerca.

Cuando el teniente Cármenes y sus hombres llegan a la celda sólo encuentran un sombrero de copa vacío encima de la mesa.

Ruidos arriba, en la habitación. Espera a dejar de escucharse el corazón, que se le ha despertado con el sobresalto, y sigue esperando; descifra el ir y venir de Éctor, que ha debido de entrar por la puerta de la vivienda. Se queda detrás del mostrador de la camisería, mirando la puerta cerrada, aunque sabe que es domingo por la mañana y no va a venir nadie. Ha pasado allí de pie, temblando, toda la noche.

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