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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El hombre que se esfumó (15 page)

Fröbe cerró los ojos y cayó de un lado de la silla. Martin Beck vio que paró la caída con la mano antes de quedar tumbado en el suelo, completamente inmóvil.

Szluka se levantó e hizo un gesto con la cabeza a la taquígrafa, que cerró el cuaderno de notas y abandonó el despacho. Szluka se quedó mirando al hombre que yacía en el suelo.

—Está fingiendo —dijo Martin Beck—. No se ha desmayado.

—Ya lo sé —contestó Szluka—, pero le dejaré que descanse un rato antes de proseguir.

Se dirigió hasta donde estaba Fröbe y le tanteó con la punta del zapato.

—Arriba, Fröbe.

Fröbe no se movió pero sus párpados se estremecieron. Szluka se dirigió a la puerta, la abrió y gritó algo en el pasillo. Entró un policía y Szluka le habló. El policía agarró a Fröbe por el brazo y Szluka dijo:

—No te quedes ahí tirado, Fröbe. Te vamos a llevar a una litera para que te acuestes. Será más cómodo.

Fröbe se levantó y miró ofendido a Szluka. Luego acompañó al policía cojeando. Martin Beck le siguió con la mirada.

—¿Cómo tiene la pierna?

—No es nada —contestó Szluka—. Sólo una herida que no llega al hueso. No nos vemos obligados a disparar muy a menudo pero cuando es necesario tenemos puntería.

—Así que se dedicaba a introducir hachís de contrabando —dijo Martin Beck—. Me pregunto qué habrán hecho con él.

—¿Con Alf Matsson? Espero sacárselo. Pero es mejor dejarles descansar un poco. Usted también debe de estar fatigado —dijo Szluka, sentándose tras la mesa.

Martin Beck se encontraba verdaderamente cansado. La mañana estaba ya muy entrada. Se sentía magullado y vapuleado.

—Vuelva al hotel y duerma unas horas —dijo Szluka—. Le llamaré más tarde. Si baja a la entrada haré que pongan un coche a su disposición.

Martin Beck no tenía nada que objetar. Estrechó la mano de Szluka y se despidió. Al cerrar la puerta, oyó a Szluka hablar por teléfono.

Cuando llegó a la puerta de la calle, el coche ya le estaba esperando.

16

La mujer de la limpieza había pasado ya por su habitación, apagando la luz y cerrando los postigos. No se molestó en abrirlos de nuevo. Ahora sabía que no habría un hombre alto y moreno fuera vigilando su ventana.

Martin Beck encendió la lámpara del techo y se desvistió. Le dolían la cabeza y el brazo izquierdo. Se miró en el largo espejo del armario. Tenía una gran magulladura encima de la rodilla derecha y el hombro izquierdo estaba hinchado y amoratado. Se pasó la mano por la cabeza y descubrió un gran chichón en la parte de atrás. No pudo encontrar más lesiones.

La cama aparecía suave, fresca y tentadora. Apagó la luz y se metió entre las sábanas. Permaneció un rato boca arriba, intentando pensar mientras miraba fijamente en la penumbra. Luego se volvió de lado y se quedó dormido.

Ya eran casi las dos cuando le despertó el ruido del teléfono. Era Szluka.

—¿Ha dormido?

—Sí.

—Estupendo. ¿Puede venir?

—Sí. ¿Ahora?

—Le enviaré un coche. Estará ahí dentro de media hora. ¿De acuerdo?

—Sí. Estaré abajo en media hora.

Se duchó, se vistió y abrió los postigos. La luz del sol corría a raudales. Su intenso fulgor le hacía daño en los ojos. Miró hacia el muelle del otro lado del río. La noche pasada se le antojó irreal y remota.

El coche estaba esperando, con el mismo conductor que antes. Sin ayuda encontró el camino hasta el despacho de Szluka; llamó antes de abrir la puerta y entrar.

Szluka estaba solo, sentado tras su escritorio con un montón de papeles y la inevitable taza de café delante. Saludó y señaló la silla en la que había estado Fröbe. Luego cogió el teléfono, dijo algo y volvió a colgar.

—¿Cómo se siente? —preguntó mirando a Martin Beck.

—Bien. He dormido. ¿Y usted? ¿Qué tal van las cosas?

Entró un policía y colocó dos tazas de café en la mesa. Luego recogió la taza vacía de Szluka y se marchó.

—Ya ha terminado el asunto. Lo tengo todo aquí —dijo Szluka, tomando un montón de papeles.

—¿Y Alf Matsson? —preguntó Martin Beck.

—Bueno —dijo Szluka—. Ése es el único punto que sigue sin aclararse. No he conseguido sacarles nada. Insisten en que no saben dónde está.

—Pero formaba parte de la banda.

—Sí, en cierto sentido. Era uno de los intermediarios. Todo fue organizado por Fröbe y Radeberger. A la chica la utilizaban sólo como una especie de terminal. La tal Boeck, ¿cuál era su nombre?

Szluka buscó en los papeles.

—Ari —le dijo Martín Beck—. De Aranka.

—Sí, Ari Boeck. Fröbe y Radeberger llevaban ya un tiempo traficando con hachís desde Turquía, antes de conocerla. Parece que los dos han tenido relaciones con ella. Luego se dieron cuenta de que la podían utilizar de otro modo y le contaron lo del contrabando de drogas. Le pareció bien trabajar con ellos en el negocio. Luego, cuando se mudó a Ujpest, los dos se fueron a vivir con ella. Por lo visto, se trata de una mujer de vida ligera.

—Sí —dijo Martin Beck—. Supongo.

—Radeberger y Fröbe viajaban a Turquía como guías de turismo. En Turquía compraban el hachís, bastante barato y fácil de obtener allí, y luego lo introducían de contrabando en Hungría. No arriesgaban mucho, teniendo en cuenta que eran guías y se ocupaban de todo el equipaje de los turistas. Ari Boeck se ponía en contacto con los intermediarios y ayudaba a vender las drogas aquí, en Budapest. Radeberger y Fröbe viajaban también a otros países como Polonia, Checoslovaquia, Rumania y Bulgaria, con hachís para sus revendedores.

—¿Y Alf Matsson era uno de ellos? —preguntó Martin Beck.

—Alf Matsson era uno de esos intermediarios —explicó Szluka—. Tenían otros que venían de Inglaterra, Alemania y Holanda, para encontrarse con Fröbe y Radeberger aquí o en cualquier otro país de la Europa del Este. Les pagaban en divisas occidentales —libras esterlinas, dólares o marcos— y recibían el hachís que transportaban a sus países de origen, donde lo vendían.

—Así que todo el mundo sacaba buen provecho del negocio, menos la gente que al final compraba esa basura para uso propio —dijo Martin Beck—. Es extraño que pudieran continuar tanto tiempo sin ser descubiertos.

Szluka se levantó y se dirigió hacia la ventana. Permaneció allí un rato, con las manos a la espalda, mirando a la calle. Luego regresó y se sentó de nuevo.

—No —dijo—. No es tan raro. Mientras la droga no se vendiese aquí ni en ningún otro país socialista, menos a los intermediarios, no tenían grandes dificultades. En los países capitalistas implicados se cree que no hay nada que valga la pena sacar de contrabando de los países del bloque del Este, así que apenas existe control de aduanas para los viajeros procedentes de esos países. Por otra parte, si hubieran intentado encontrar aquí un mercado para su mercancía, les habríamos cogido enseguida. Tampoco les habría valido la pena: sólo querían divisas occidentales.

—Deben de haber ganado mucho dinero —comentó Martin Beck.

—Sí —contestó Szluka—. Pero los intermediarios también ganaban mucho. Estaba organizado de modo muy inteligente, la verdad. Si usted no hubiera venido aquí buscando a Alf Matsson, habríamos tardado mucho tiempo en descubrirlo.

—¿Y qué dicen de Alf Matsson?

—Reconocen que era su revendedor en Suecia. Durante el período de un año les compró mucho hachís. Pero insisten en que no lo han visto desde el mes de mayo, cuando estuvo aquí para recoger una entrega. Entonces no consiguió tanta cantidad como quería, así que poco tiempo después se puso en contacto con Ari Boeck. Dicen que acordaron verse con él aquí en Budapest hace casi tres semanas, pero que no dio señales de vida. Afirman que el género escondido en el coche lo tenían reservado para él.

Martin Beck permaneció callado un momento. Luego dijo:

—Puede que se hayan peleado por algún motivo y él amenazara con denunciarles. Y ellos se asustaron y lo liquidaron. Del mismo modo que trataron de librarse de mí la pasada noche.

Szluka guardó silencio. Al cabo de un rato Martin Beck siguió en voz baja, como si hablara consigo mismo:

—Eso es lo que debe de haber sucedido.

Szluka se levantó, dio unos pasos por la habitación y luego dijo:

—Yo también pensé que había sucedido así.

De nuevo guardó silencio y se detuvo ante el plano.

—¿Y ahora qué cree? —preguntó Martin Beck.

Szluka se volvió y se quedó mirándolo.

—No lo sé —respondió—. Quizá le gustaría hablar a usted mismo con uno de ellos. Con Radeberger. El que peleó con usted anoche. Es parlanchín y me da la impresión de que es demasiado tonto para mentir bien. ¿Le gustaría interrogarle? Tal vez lo haga mejor que yo.

—Sí, por favor —contestó Martin Beck—. No me importaría hacerlo.

17

Tetz Radeberger entró en la habitación. Iba vestido igual que la noche anterior, un jersey ceñido, pantalones finos de tergal con elástico en la cintura y zapatillas de lona con suela de goma. Vestido para matar. Se detuvo al cruzar la puerta e hizo una inclinación. El policía que lo escoltaba lo empujaba ligeramente por la espalda.

Martin Beck señaló la silla al otro lado de la mesa y el alemán se sentó. Sus ojos, azules y superficiales, tenían una expresión insegura y expectante. Llevaba un esparadrapo sobre la frente y lucía un chichón amoratado en el nacimiento del pelo rubio. Por lo demás, daba la impresión de estar repuesto, en buena forma y bastante impasible.

—Vamos a hablar de Alf Matsson —dijo Martin Beck.

—No sé dónde está —le contestó Radeberger inmediatamente.

—Es posible. Pero de todos modos vamos a hablar de él.

Szluka había sacado una grabadora, que estaba a la derecha de la mesa, y Martin Beck alargó el brazo y la puso en funcionamiento. El alemán seguía sus movimientos con atención.

—¿Cuándo conoció usted a Matsson?

—Hace dos años.

—¿Dónde?

—Aquí, en Budapest. En un sitio llamado Ifjuság. Una especie de albergue juvenil.

—¿Cómo lo conoció?

—Por medio de Ari Boeck. Ella trabajaba allí. Eso fue mucho antes de que Ari se mudara a Ujpest.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Nada especial. Theo y yo acabábamos de volver de Turquía. Organizábamos excursiones allí, desde las playas de Rumania y Bulgaria. Nos trajimos de Estambul un poco de costo.

—¿Ya habían empezado a traficar con drogas?

—Sólo un poco. Para uso propio, por así decirlo. Pero no tomábamos mucha. Ahora nada.

Hizo una breve pausa, y luego añadió:

—No es sano.

—Entonces, ¿para qué la quería?

—Bueno, pues, para las tías, y así. Funciona con ellas. Se vuelven más... fáciles.

—¿Y Matsson? ¿Qué pinta él en todo esto?

—Le ofrecimos costo. Pero tampoco mostró mucho interés. Prefería el alcohol.

Se quedó pensativo un momento y luego añadió ingenuamente:

—Eso tampoco es bueno para el cuerpo.

—¿Vendió usted estupefacientes a Matsson esa vez?

—No, pero le dimos un poco. No teníamos mucho. Mostró mayor interés cuando se enteró de lo fácil que era comprar en Estambul.

—¿Habían pensado entonces en dedicarse al contrabando a gran escala?

—Hablamos de ello. La dificultad consistía en introducir el género en los países donde la venta es rentable.

—¿Dónde, por ejemplo?

—Escandinavia, Holanda, en mi país, Alemania Occidental. Las aduanas y la policía están muy encima allí, especialmente cuando uno viene de países como Turquía. O de África del Norte. De España, incluso.

—¿Se ofreció Matsson para actuar como intermediario?

—Sí, dijo que viniendo de Europa del Este, los aduaneros no se interesaban por el equipaje, especialmente en los aeropuertos. No nos resultaba difícil sacar el género de Turquía y traerlo aquí, por ejemplo. Al fin y al cabo, éramos guías de turismo. Pero no podíamos llevarlo mucho más lejos. Los riesgos eran demasiado grandes. Y aquí no se puede vender. Enseguida te pillan. Además, no es rentable.

Se quedó pensativo un momento.

—No queríamos que nos cogieran —reconoció.

—Ya me lo imagino. Entonces llegaron a un acuerdo con Matsson, ¿no es eso?

—Sí, él tuvo una buena idea: nos encontraríamos en distintos lugares, los que nos venían bien a Theo y a mí. Se lo hacíamos saber y él iba allí representando a la revista. Una buena tapadera. Parecía una cosa inocente.

—¿Cómo les pagaba?

—En dólares, en efectivo. El plan era bueno y aquel verano montamos nuestra organización. Conseguimos más intermediarios, un alemán al que conocimos en Praga y...

Eso era cosa de Szluka. Martin Beck preguntó:

—¿Dónde vieron a Matsson la siguiente vez?

—En Constanza, Rumania, tres semanas más tarde. Todo iba sobre ruedas.

—¿También estaba metida entonces la señorita Boeck?

—¿Ari? No, ¿de qué nos habría servido?

—Pero, ¿estaba al tanto de lo que hacían?

—Sí, en parte.

—¿Cuántas veces se vieron, en total, ustedes y Matsson?

—Diez, quince. Todo funcionaba de maravilla. Siempre pagaba lo que le pedíamos y también debió de ganar mucho.

—¿Cuánto?

—No lo sé, pero siempre tenía mucho dinero.

—¿Dónde está ahora?

—No lo sé.

—¿De veras?

—Sí, es cierto. Nos vimos aquí en mayo, cuando Ari se mudó a Ujpest. Él se alojó en aquel albergue juvenil. Allí recibió una remesa. Dijo que tenía mucha demanda, y acordamos volver a reunimos aquí, el 23 de julio.

—¿Y?

—Llegamos el 21. Un jueves. Pero no se presentó.

—Estaba aquí, en Budapest. Vino el 22 por la tarde y se marchó del hotel el 23 por la mañana. ¿Dónde tenían que encontrarse?

—En Ujpest, en casa de Ari.

—Así que él fue allí el 23 por la mañana.

—No, le digo que no. No se presentó. Esperamos, pero no apareció. Luego llamamos al hotel pero no estaba.

—¿Quién llamó?

—Theo y yo, y Ari. Por turnos.

—¿Desde Ujpest?

—No, desde sitios diferentes. Él no apareció, se lo aseguro. Le estábamos esperando.

—¿Afirma usted que no lo vio desde que vino aquí?

—Sí.

—Supongamos que le creo. Usted no ha visto a Matsson. Pero eso no impide que Fröbe o la señorita Boeck se hayan puesto en contacto con él, ¿verdad?

—Sé que no lo hicieron.

—¿Cómo lo sabe?

La expresión de Radeberger empezó a volverse desesperada. Sudaba copiosamente. Hacía mucho calor en la habitación.

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