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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El hombre que se esfumó (13 page)

Caminó hacia el sur y subió al puente nuevo, desierto a excepción de unos pocos tranvías nocturnos. Se detuvo en medio del puente, se apoyó contra la barandilla y miró abajo, al agua que corría silenciosamente. Hacía calor y le rodeaba una especie de vacío y silencio. Un sitio ideal para pensar, si uno supiera en qué. Al cabo de un rato regresó al hotel. Ari Boeck había dejado caer en el suelo un cigarrillo de boquilla roja. Lo tomó y lo encendió. Sabía mal y lo arrojó por la ventana.

12

Martin Beck estaba metido en la bañera cuando sonó el teléfono.

Se había perdido el desayuno por quedarse dormido. Luego estuvo paseando por el muelle antes de almorzar. El sol quemaba más que nunca, ni siquiera a orillas del río soplaba la más ligera brisa. Cuando regresó al hotel, tenía más necesidad de un baño que de comida y decidió que el almuerzo podía esperar. Estaba metido en el agua tibia cuando oyó sonar el teléfono, con timbrazos cortos y seguidos.

Salió de la bañera, se envolvió en la toalla de baño y contestó.

—¿Señor Beck?

—¿Sí?

—Por favor, disculpe que le apee el tratamiento. Como usted comprenderá, es puramente... bueno, digamos que es una medida de precaución.

Era el joven de la embajada. Martin Beck se preguntó a quién iba dirigida esa medida de precaución, pues tanto el personal del hotel como Szluka sabían que era policía.

—Desde luego.

—¿Cómo van las cosas? ¿Ha hecho usted progresos?

Martin Beck dejó caer la toalla y se sentó en la cama.

—No —respondió.

—¿No ha conseguido pista alguna?

—No —repitió Martin Beck. Al cabo de un breve silencio añadió:

—He hablado con la policía de aquí.

—Pues creo que ha sido una idea sumamente temeraria —dijo el joven de la embajada.

—Posiblemente —le contestó Martin Beck— pero no pude evitarlo. Fui visitado por un caballero llamado Vilmos Szluka.

—El comandante Szluka. ¿Qué quería?

—Nada. Probablemente me dijo a mí más o menos lo que ya le había dicho a usted. Que no tenía motivos para ocuparse del caso.

—Ya veo. ¿Y qué piensa hacer ahora?

—Almorzar —contestó Martin Beck.

—Me refiero al asunto que estamos discutiendo.

—No lo sé.

Hubo otro silencio. Luego el joven dijo:

—Bueno, ya sabe dónde telefonear si hay algo.

—Sí.

—Entonces, adiós.

—Adiós.

Martin Beck colgó y quitó el tapón de la bañera. Luego se vistió y salió, se sentó bajo el toldo delante del comedor y pidió el almuerzo.

El calor resultaba sofocante incluso a la sombra del toldo. Comió lentamente, tomando buenos tragos de cerveza fría. Tuvo la desagradable sensación de ser observado. No había visto al hombre alto de pelo negro, pero de todos modos se sentía continuamente vigilado.

Miró a la gente alrededor. La habitual afluencia de huéspedes a la hora del almuerzo. En su mayoría extranjeros como él; muchos de ellos residentes en el hotel. Oyó fragmentos dispersos de conversación, principalmente en alemán y en húngaro, pero también en inglés y en un idioma que no pudo identificar.

De repente oyó a alguien decir claramente:
—Knäckebröd
2
.

Se volvió y vio a dos señoras, suecas sin lugar a dudas, sentadas junto a la ventana del comedor.

Oyó a una de ellas decir:

—Sí, siempre llevo un poco. Y papel higiénico. Es muy malo en el extranjero. Eso si lo hay.

—Sí —dijo la otra—. Recuerdo una vez en España...

Martin Beck dejó de escuchar esta conversación típicamente sueca e intentó descubrir cuál de las personas que le rodeaban era su vigilante. Durante un buen rato sospechó de un hombre mayor, sentado a cierta distancia dándole la espalda, que de vez en cuando miraba por encima del hombro en su dirección.

Pero, pasado un rato, el hombre se levantó, alzó un lanudo perrito con pinta de pelota de trapo que había permanecido oculto en su regazo, y desapareció tras doblar la esquina del hotel, seguido por el perro.

Cuando Martin Beck terminó su comida y se bebió la taza de café, la tarde estaba ya muy entrada. Hacía un calor que cortaba la respiración, pero caminó por la ciudad un rato, procurando mantenerse todo el tiempo a la sombra.

Había descubierto que la comisaría de policía estaba sólo a unas manzanas de distancia y no tuvo dificultad en encontrarla. En la escalera, donde según Szluka habían encontrado la llave, había un agente de uniforme azul grisáceo que se enjugaba el sudor de la frente.

Martin Beck dio la vuelta a la comisaría y regresó por otro camino, siempre con la desagradable sensación de estar siendo vigilado. Algo completamente nuevo para él. Durante los veintitrés años que llevaba en la policía, tuvo que vigilar y seguir a personas sospechosas muchas veces. Pero ahora, por primera vez, comprendía qué siente uno al ser vigilado. Tener conciencia de que en todo momento estás siendo observado y vigilado, que cada movimiento que haces queda registrado y hay alguien que continuamente permanece oculto en algún lugar cercano, siguiendo cada paso que das.

Martin Beck subió a su habitación y pasó allí el resto del día, en un relativo frescor. Se sentó a la mesa con un papel ante él y un bolígrafo en la mano, tratando de hacer una especie de resumen de lo que sabía sobre el caso de Alf Matsson.

Al final rompió el papel y lo arrojó al retrete. Sus conocimientos eran tan mínimos que le parecía una tontería apuntarlo. Recordarlo tampoco supondría esfuerzo alguno; en realidad, pensó Martin Beck, todo lo que sabía cabía perfectamente en el cerebro de una gamba.

El sol se puso, tiñendo el río de rojo. El breve crepúsculo dio paso imperceptiblemente a una oscuridad aterciopelada, y con ella llegaron las primeras brisas frescas de las colinas del otro lado del río.

Martin Beck permaneció junto a la ventana observando el agua rizada por la ligera brisa vespertina. Justo debajo de su ventana había un hombre, de pie junto a un árbol. Brilló la punta de un cigarrillo y Martin Beck creyó reconocer al tipo alto y moreno. En cierto modo era un alivio verlo allí, escapar a esa vaga y lenta sensación de su invisible presencia.

Se puso un traje, bajó al comedor y cenó. Comió lo más despacio posible y se bebió dos Barack palinka antes de subir a su habitación.

La brisa vespertina había cesado, el río estaba negro y brillante y el calor resultaba tan sofocante afuera como dentro de la habitación.

Martin Beck dejó la ventana y los postigos abiertos, y descorrió las cortinas.

Luego se desnudó y se metió en la cama chirriante.

2.
Tipo de pan horneado, aplanado y endurecido, original de Escandinavia.

13

El calor realmente intenso casi siempre se hace más duro de soportar tras la puesta del sol. Quienes están familiarizados con el calor y saben lo que se debe hacer, cierran ventanas y postigos y corren las cortinas. Pero como la mayoría de los escandinavos, Martin Beck carecía de tales conocimientos. Había descorrido la cortina y abierto la ventana de par en par, y tumbado de espaldas en la oscuridad esperaba el aire fresco que no llegaba. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y trató de leer. Tampoco le dio resultado. Tenía un frasco con pastillas para dormir en el cuarto de baño, pero no se mostraba muy partidario de recurrir a este recurso. El día anterior había transcurrido sin resultados por su parte y, en consecuencia, tenía toda clase de razones para permanecer alerta y, como fuera, conseguir resultados al día siguiente. Si ahora se tomaba un somnífero, luego estaría amodorrado toda la mañana. Lo sabía por experiencia.

Se levantó y se sentó junto a la ventana abierta. La diferencia era nula: no corría el más ligero soplo, ni siquiera la brisa cálida de la pusta, que vaya a saber dónde estaba. Parecía como si la ciudad tuviera dificultades para respirar, como si hubiera entrado en coma y perdido la conciencia a causa del calor. Al cabo de un rato, un solitario tranvía amarillo apareció al otro lado del río y atravesó lentamente el puente de Isabel. El ruido provocado por la fricción de las ruedas contra los raíles retumbó, magnificándose bajo el arco del puente, antes de alejarse por el agua. Pese a la distancia, Martín Beck pudo ver que iba vacío. Veintitrés horas antes él había estado allí en el puente, reflexionando sobre su extraño encuentro con la mujer de Ujpest. Como sitio, no estaba mal.

Se puso los pantalones y la camisa y salió. En el mostrador de conserjería no había nadie. En la calle, se puso en marcha un Skoda verde y lentamente, como de mala gana, dio la vuelta a la esquina. Las parejas de amantes dentro de los coches son iguales en todo el mundo. Martin Beck echó a andar por el borde del muelle; pasó junto a unos barcos adormilados, dejó a un lado el monumento a Petöfi, y entró en el puente. Estaba silencioso y solitario como la noche anterior, pero muy bien iluminado, en contraste con muchas otras calles de la ciudad. Martin Beck se detuvo en mitad del puente, apoyó los codos en el pretil y miró fijamente al agua. Por debajo de él pasó un remolcador. Mucho después llegó su carga: cuatro grandes barcazas atadas de dos en dos. Deslizándose sin hacer ruido, con todas las luces apagadas, sólo un pequeño matiz más oscuro que la noche.

Tras avanzar un par de metros le pareció que sus propios pasos despertaban un débil eco en alguna parte del puente silencioso. Anduvo un poco más y de nuevo oyó el eco. Era como si el sonido se prolongara un poco más allá de lo justo. Permaneció quieto durante un rato, escuchando, pero no pudo oír nada. Luego echó a andar unos veinte metros y se paró en seco. El sonido volvió a oírse, esta vez le pareció que llegaba demasiado tarde para ser verdaderamente un eco. Caminó tan sigilosamente como pudo, atravesando la calzada hasta alcanzar el otro lado del puente y miró hacia atrás. Ahora le rodeaba un silencio absoluto. Nada se movía. Entró en el puente un tranvía procedente del lado de Pest, haciendo imposible cualquier observación. Martin Beck continuó su paseo a lo largo del puente. Quizás era víctima de una manía persecutoria. Si alguien tenía energía y bastantes recursos para vigilarlo a esta hora de la noche, no podía ser sino la policía. Con ello, en buena medida quedaba resuelto el problema. A no ser que...

Martin Beck casi había alcanzado el extremo del puente, por debajo de la colina Gellért, cuando el tranvía pasó traqueteando a su lado. Apoyado contra la ventanilla, un pasajero solitario dormía con la boca abierta.

Llegó a los escalones que descendían hasta el muelle desde el lado sur del puente y empezó a bajar. Entre el traqueteo del tranvía, perdiéndose en la distancia, creyó oír el rumor de un coche que se detenía en algún lugar próximo, pero no pudo calcular a qué distancia ni en qué dirección.

Martin Beck había llegado al muelle. Rápida y silenciosamente se dirigió hacia el sur, alejándose del puente, y se detuvo donde la oscuridad era más densa. Se volvió, permaneció inmóvil y escuchó. No se oía ni veía nada. Con toda probabilidad no había nadie en el puente. Pero esto, en sí, no probaba nada. Si alguien le hubiese seguido desde la otra orilla, ese alguien podría perfectamente haber alcanzado el extremo del puente, bajando luego al muelle por la escalera del lado norte. Estaba seguro de que nadie más que él había bajado por los escalones del lado sur.

Los ligeros rumores que podía oír procedían de un tráfico lejano. Había un silencio total a su alrededor. Martin Beck sonrió en la oscuridad. Ahora estaba casi convencido de que nadie le había seguido; pero el juego le divertía y en lo más profundo de su ser deseaba que, en la oscuridad del lado opuesto del puente, hubiese otro individuo desconcertado. Él mismo conocía el procedimiento de cabo a rabo y sabía que quienquiera hubiese bajado por el otro lado no podía correr el riesgo de regresar por el mismo sitio, cruzar el puente y bajar por los escalones del lado sur. Bajo el puente, a lo largo del muelle, corrían dos calles paralelas. La interior era unos dos metros más alta que el propio muelle, que a su vez descendía escalonadamente hacia el río. Un muro bajo separaba ambas calles. Más allá había también un túnel peatonal que atravesaba los cimientos del puente. Pero ninguna de estas vías era accesible a su eventual perseguidor, suponiendo que dicha persona conociera su trabajo.

Todo intento de pasar bajo el puente significaría que el hombre tendría la luz detrás, corriendo el riesgo de ser inmediatamente descubierto. En consecuencia, sólo quedaba una alternativa: dar la vuelta a todo el contrafuerte del puente en un amplio semicírculo, cruzar varias rampas de aproximación y bajar hasta el muelle lo más al sur posible. Pero esto llevaría un rato, por más que el hombre se aventurase a correr. Mientras tanto la persona vigilada, en ese caso el subinspector primero Martin Beck de Estocolmo, tendría tiempo de desaparecer prácticamente en cualquier dirección.

Ahora bien, era improbable que hubiese nadie siguiéndole; además, Martin Beck, desde el primer momento, se había propuesto caminar a lo largo del río en dirección norte, regresando al hotel por el siguiente puente. En consecuencia, dejó su puesto de observación al abrigo de la oscuridad y, con paso tranquilo, tomó la dirección norte. Escogió la interior de las dos calles, pasó bajo el puente y continuó a lo largo del muro de piedra, a dos metros de altura sobre el muelle.

El hotel estaba a oscuras a excepción de dos estrechos rectángulos verticales de luz: las ventanas de su propia habitación. Se sentó en el muro bajo de piedra y encendió un cigarrillo. Bordeaban la calle grandes bloques de viviendas, de estilo
fin de siècle.
Frente a ellas había coches aparcados. Todas las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Martin Beck permaneció callado y quieto, escuchando el silencio. Seguía estando en guardia pero sin ser consciente de ello.

Al otro lado de la calle se puso en marcha el motor de un coche. Martin Beck recorrió con la mirada la fila de vehículos aparcados pero no pudo localizar el ruido. El motor estaba en punto muerto, ronroneando, y continuó así durante unos treinta segundos. Luego oyó cómo alguien metió la primera.

Se encendieron dos luces de estacionamiento. Delante, a más de cincuenta metros, un coche salió de entre las sombras alejándose del borde de la acera.

Avanzó en dirección a él, pero por el otro lado de la calle, extremadamente despacio. Era un Skoda de color verde oscuro y tuvo la impresión de haberlo visto antes. El coche se iba acercando. Martin Beck permaneció inmóvil, sentado en el muro de piedra, siguiéndolo con la mirada. Casi a su altura, el coche empezó a girar hacia la izquierda, como si el conductor fuera a dar media vuelta en plena calle. Pero el giro no fue completo y ahora se movía casi más lentamente que antes, directo hacia él. Al parecer alguien quería salirle al paso pero el procedimiento resultaba desconcertante. A esa velocidad, la intención difícilmente sería atropellarle. Además, llegado el caso, podía ponerse a salvo en un segundo detrás del muro. En el coche sólo viajaba una persona, a menos que alguien estuviera oculto en el asiento trasero.

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