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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El hombre que se esfumó (19 page)

Estaban mi mujer y una amiga suya, y de repente Affe va y le dice a la amiga: Oye, ¿follamos?

Bengt Jönsson guardó silencio. Martin Beck hizo un movimiento de cabeza animándole a seguir y dijo:

—Siga.

—Bueno, es lo que dijo. La amiga de mi mujer se molestó mucho, no está acostumbrada a que le hablen así, claro. Mi esposa se enfadó y le dijo que era un cerdo, y él entonces llamó puta a mi mujer y se puso tremendamente borde. Me cabreé y le advertí que tuviera mucho cuidado con lo que decía. Las mujeres se fueron a otra habitación.

Calló de nuevo y Kollberg preguntó:

—¿Solía ser así de desagradable cuando se emborrachaba?

—No lo sé. No lo había visto borracho antes.

—¿Qué pasó luego? —inquirió Martin Beck.

—Bueno, seguimos bebiendo. La verdad es que yo no bebí tanto, no me sentía borracho. Pero Affe se fue emborrachando cada vez más, sentado ahí hipando, eructando y cantando, hasta que, de pronto, lo vomitó todo en el suelo. Lo llevé al cuarto de baño y al cabo de un rato se sintió bien y pareció un poco más sobrio. Cuando le dije que deberíamos tratar de limpiar toda aquella porquería me contestó: «Que lo haga esa puta con la que estás casado». Entonces me cabreé en serio y le grité que se fuera, que no lo quería en mi casa. Pero él no hacía más que reír y eructar sin moverse de la silla. Cuando le advertí que iba a llamar a un taxi para que viniera a recogerlo, me contestó que se iba a quedar para acostarse con mi mujer. Entonces le pegué un puñetazo, pero al levantarse volvió a decir algo obsceno sobre ella así que le golpeé una vez más, de modo que cayó sobre la mesa y rompió dos vasos. Luego seguí intentando echarlo de casa, pero él se negó. Al final, mi esposa llamó a la policía, era la única manera de librarse de él.

—Se hizo una herida en la mano, según tengo entendido —dijo Kollberg—. ¿Cómo sucedió?

—Lo vi sangrar, pero no pensé que fuera grave. Yo estaba furioso. Además, no me importaba. Se cortó con un vaso al caer. Luego pretendió que yo le había apuñalado. Mentira. No tengo navaja. Luego tuve que pasar el resto de la noche en la comisaría de policía. Joder, qué lío.

—¿Ha vuelto usted a ver a Matsson después de aquella noche? —preguntó Kollberg.

—¡Qué va! ¡Claro que no! No he vuelto a verlo desde aquella mañana en la comisaría. Estaba sentado en el pasillo cuando salí de hablar con el madero, perdón, policía que me estaba interrogando. Y el muy cabrón tuvo todavía la cara de decirme: «¡Oye! Todavía te quedaba un poco, ¿no? Luego vamos a tu casa y lo terminamos». Yo ni siquiera le contesté y desde entonces, gracias a Dios, no le he vuelto a ver.

Bengt Jönsson se levantó y bajó hasta donde estaba el crío, golpeando la bicicleta con la llave inglesa. Se agachó y siguió trabajando con la cadena.

—No tengo nada más que decirles. Eso fue exactamente lo que sucedió —dijo por encima del hombro.

Martin Beck y Kollberg se levantaron, y él les saludó con un movimiento de cabeza mientras salían por la puerta de la verja.

De camino hacia Malmö, Kollberg comentó:

—¡Un tío majete, nuestro Matsson! Si es verdad que le ha pasado algo, no creo que la humanidad haya sufrido una gran pérdida. De ser así, lo único que sale perjudicado son tus vacaciones.

21

Kollberg se alojaba en el hotel St. Jörgen de la plaza de Gustavo Adolfo y, tras recoger la maleta de Martin Beck en la comisaría de policía, se fueron hacia allí.

El hotel estaba lleno, pero Kollberg utilizó sus dotes de persuasión y no tardó mucho en conseguir una habitación.

Martin Beck no se molestó en deshacer la maleta. Por un momento consideró la posibilidad de llamar a su mujer a la isla, pero miró el reloj y vio que era demasiado tarde. A ella no le agradaría mucho tener que cruzar remando el estrecho, en plena oscuridad, sólo para oírle decir que no sabía cuándo podría volver. Se desnudó y entró en el cuarto de baño. Bajo la ducha oyó los característicos golpetazos de Kollberg contra la puerta del pasillo. Como había olvidado sacar la llave del lado de fuera, Kollberg no tardó ni un segundo en irrumpir en la habitación, llamándolo a voces. Martin Beck cerró el grifo de la ducha, se envolvió en una toalla de baño y salió a ver qué quería.

—Me acaba de venir a la cabeza un pensamiento terrible —dijo Kollberg—.

Hace ya cinco días que se levantó la veda del cangrejo. Pero tú, me imagino, no has tenido todavía ocasión de celebrar la cangrejada. ¿O es que tienen cangrejos en Hungría?

—Que yo sepa, no —contestó Martin Beck—. No vi ninguno.

—Pues vístete. He reservado una mesa.

El comedor estaba atestado pero en un rincón les habían reservado una mesa, dispuesta para una cangrejada. Sobre cada plato habían colocado un babero, con un verso impreso en rojo y una gorra de papel.

Se sentaron y Martin Beck miró con desaliento su gorro, hecho de papel azul crespón, con una visera brillante, también de papel, y la palabra policía escrita en letras doradas por encima de la visera.

Los cangrejos estaban deliciosos y comieron sin apenas pronunciar palabra. Al acabar, Kollberg no estaba todavía lleno, raramente le pasaba, así que pidió un
tournedos.
Mientras esperaba su filete, dijo:

—La noche antes de irse estuvo con cuatro tipos y una tía. Tengo los nombres apuntados. Están arriba, en mi habitación.

—Bien —contestó Martin Beck—. ¿Te fue difícil?

—No especialmente. Melander me ayudó algo.

—¡Ay, sí! Melander ¿Qué hora es?

—Las nueve y media.

Martin Beck se levantó y dejó solo a Kollberg con su
tournedos.

Melander, por supuesto, ya se había ido a la cama, y Martin Beck tuvo que esperar un rato hasta que cogió el teléfono.

—¿Estabas dormido?

—Sí, pero no importa. ¿Ya has vuelto?

—Estoy en Malmö. ¿Qué tal va el asunto de Alf Matsson?

—Descubrí lo que me pediste. ¿Quieres saberlo ahora?

—Sí, por favor.

—Espera un momento.

Melander se fue, pero regresó al poco rato.

—He hecho un informe pero está en la oficina. Quizá pueda decírtelo de memoria —dijo.

—Seguro que sí —respondió Martin Beck.

—Se refiere al jueves 21 de julio. Por la mañana Alf Matsson fue primero a la revista, a recoger los billetes y cuatrocientas coronas de la caja. Se marchó al momento y recogió su pasaporte y visado en la embajada húngara. Después volvió a Fleminggatan, y debió de estar haciendo la maleta. Se cambió de ropa.

Por la mañana había llevado unos pantalones grises, un jersey gris, un blazer azul de punto, sin solapas, y zapatos de ante color beige. Por la tarde y noche llevó un traje ligero de franela color gris plomo, camisa blanca, corbata negra de punto, zapatos negros y un abrigo de popelín, de color gris beige.

En la cabina telefónica hacía calor. Martin Beck había sacado un pedazo de papel de su bolsillo y garabateaba algunas notas mientras Melander hablaba.

—Sí, sigue —dijo.

—A las doce y cuarto, tomó un taxi en Fleminggatan para ir al
Tennstopet,
donde almorzó con Sven-Erik Molin, Per Kronkvist y Pia Bolt. Su verdadero nombre es Ingrid pero la llaman Pia. Matsson bebió varias jarras de cerveza durante y después de la comida. A las tres de la tarde, Pia Bolt se marchó y se quedaron los tres hombres. Cosa de una hora después llegaron Stig Lund y Åke Gunnarsson, que se sentaron a su mesa. A partir de ese momento bebieron combinados. Alf Matsson bebió güisqui y agua. Hablaban en la jerga del oficio pero la camarera recuerda que Alf Matsson dijo que se iba de viaje. Sin embargo, no advirtió adónde.

—¿Estaba borracho? —preguntó Martin Beck.

—Un poco sí debía de estarlo, aunque no se le notaba mucho. Al menos, entonces.

Melander volvió a desaparecer y Martin Beck abrió de par en par la puerta de la cabina, para dejar entrar un poco de aire mientras esperaba. Luego, Melander volvió.

—Es que he ido a ponerme la bata. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, claro! En el
Tennstopet.
A eso de las seis, ellos se marcharon, es decir Kronkvist, Lund, Gunnarsson, Molin y Matsson, y tomaron un taxi hasta el
Gyldene Freden,
donde cenaron y siguieron bebiendo. La conversación giró principalmente sobre conocidos en común, alcohol y mujeres. Alf Matsson empezaba a estar borracho de verdad, soltando comentarios en voz alta sobre la clientela femenina. Entre otras cosas, parece que se dirigió a una pintora, de mediana edad, sentada al otro lado del local, y le espetó algo así como: «¡Vaya par de melones tienes! ¿Puedo recostar mi cabeza ahí?». A las nueve y media se fueron los cinco en taxi al bar de la Ópera. Allí siguieron tomando combinados. Alf Matsson estuvo bebiendo güisqui con soda. Pia Bolt, que estaba ya allí, se cambió a la mesa de Matsson y los otros cuatro. A eso de la medianoche, Kronkvist y Lund salieron del restaurante y poco antes de la una Pia Bolt se marchó con Molin. Todos estaban como cubas. Matsson y Gunnarsson se quedaron hasta que el establecimiento cerró y salieron los dos hasta arriba de alcohol. Matsson, que tenía dificultades para caminar en línea recta, acosó a varias mujeres. No he logrado descubrir qué pasó después, pero supongo que se fue a casa en taxi.

—¿Nadie lo vio irse?

—No, ninguno de los que he entrevistado. La mayoría de los clientes que se marcharon a esa hora estaban más o menos entonados, y el personal tenía prisa por irse a casa.

—Gracias —le dijo Martín Beck—. ¿Quieres hacerme otro favor? Ve al piso de Matsson mañana a primera hora y mira a ver si puedes encontrar el traje gris plomo que llevaba aquella noche.

—¿No estuviste tú allí? —preguntó Melander—. ¿Antes de ir a Hungría?

—Sí —contestó Martin Beck— pero no tengo memoria de elefante, como tú. Ahora vete a la cama y duerme. Te llamaré mañana por la mañana.

Regresó adonde estaba Kollberg. Éste había despachado ya el
tournedos
y también algún tipo de postre que había dejado un rastro rosado, pegajoso, en el platito que tenía ante sí.

—¿Ha descubierto algo?

—No sé —respondió Martin Beck—. Tal vez.

Tomaron café y Martin Beck habló de Budapest y Szluka, y contó lo de Ari Boeck y sus amigos alemanes. Luego subieron en el ascensor y, antes de meterse en su habitación, Martin Beck pasó a recoger el informe mecanografiado de Kollberg.

Se desvistió, encendió la lámpara de la cama y apagó la luz del techo. Luego se metió en la cama y empezó a leer.

I
NGRID
(P
IA
) B
OLT
, nacida en 1939, en Norrköping, soltera, secretaria, con piso propio en Strindbergsgatan 51.

Forma parte de la panda de Matsson, aunque éste no le gusta mucho y probablemente nunca ha tenido relaciones con él. Ha estado saliendo con Stig Lund durante un año, hasta hace muy poco. Ahora parece que está con Molin.

Secretaria en la casa de modas Studio 45.

P
ER
K
RONKVIST
, nacido en 1936, en Luleå, divorciado, reportero en un diario vespertino. Comparte un piso con Lund en Sveavägen 88.

Es también de la panda, pero no gran amigo de Matsson. Se divorció en 1963 en Luleå y desde entonces reside en Estocolmo. Gran amigo de empinar el codo, nervioso e inquieto. Parece tonto pero amable. En 1965 cumplió condena en Bogesund por conducir en estado de embriaguez.

S
TIG
L
UND
, nacido en 1932, en Gotemburgo, soltero, fotógrafo en el mismo periódico que Kronkvist. Vive en Sveavägen. El piso es propiedad del periódico.

Llegó a Estocolmo en 1960 y conoce a Matsson desde entonces. Antes pasaban mucho tiempo juntos pero en los últimos dos años se ven sólo porque frecuentan los mismos bares. Callado y apacible, bebe mucho y suele quedarse dormido en la mesa cuando está borracho. Ex atleta, entre 1945 y 1951 compitió en carreras de fondo.

Å
KE
G
UNNARSSON
, nació en 1932, en Jakobstad, Finlandia. Soltero, periodista especializado en temas de motor. Tiene piso propio en Svartensgatan 6.

Vino a Suecia en 1950. Periodista de varias revistas de automovilismo y de la prensa diaria desde 1959. Anteriormente ejerció otros trabajos, entre otras cosas mecánico de coches. Habla sueco casi sin acento finlandés. Se mudó a un piso en Svartensgatan el 1 de julio de este año; antes vivía en Hagalund. Piensa casarse a principios de septiembre con una chica de Uppsala que no pertenece al grupo. No es más amigo de Matsson que los antes mencionados. Bebe lo suyo, pero cuando está borracho no lo aparenta. Se le conoce por ello. Parece bastante espabilado.

S
VEN
-E
RIK
M
OLIN
, nacido en 1933 en Estocolmo, divorciado, periodista, con un chalé en Enskede.

Es el «mejor amigo» de Alf Matsson. Es decir, finge que lo es pero habla mal de Matsson a sus espaldas. Se divorció en Estocolmo hace cuatro años. Cumple con la manutención, y ve a su hijo de vez en cuando. Es un fanfarrón. Su actitud es dura y altanera, especialmente cuando está bebido, cosa que sucede a menudo. Sancionado en Estocolmo en dos ocasiones por faltas cometidas en estado de embriaguez, en 1962 y 1965. La relación con Pia Bolt no es muy seria por su parte.

Hay otros más que forman parte de la panda: Krister Sjöberg, dibujante; Bror Forsgren, publicitario; Lena Rosén, periodista; Bengt Fors, periodista; Jack Meredith, cámara de cine, junto con otros, más o menos en segundo plano.

Ninguno de ellos estaba presente el día y la noche en cuestión.

Martin Beck se levantó a coger el papel en el que había tomado notas durante su conversación con Melander.

Volvió a la cama con él.

Antes de apagar la luz, leyó todo de nuevo, el informe de Kollberg y sus propias notas, descuidadamente garabateadas.

22

El sábado 13 de agosto fue un día ventoso y gris, y el avión de Metropolitan que volaba en dirección a Estocolmo tardó mucho tiempo, debido al viento en contra.

El regusto a cangrejo resultaba poco agradable a esa hora de la mañana y el vaso de papel con café malo, suministrado por la compañía aérea, no vino a mejorar las cosas. Martin Beck apoyó su cabeza en la ventanilla, que vibraba, y se puso a mirar las nubes.

Pasado un rato intentó fumar, pero le supo a rayos. Kollberg leía el
Sydsvenskan
y miraba de reojo el cigarrillo, con cara de reproche. Sin duda, tampoco se sentía muy bien.

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