—La tiré.
En el singular silencio que entonces sobrevino, el hilo de los pensamientos de muchos de los allí presentes se convirtió sin quererlo en una sucesión de coloridas imágenes. Habían acabado habituándose de tal manera a sus fantásticas vestimentas, y resaltaban éstas de una manera tan llamativa y vistosa contra el gris oscuro y las franjas plateadas de la escarcha, que las figuras, al moverse, brillaban como si se tratase de santos que, escapándose de vidrieras de colores, hubiesen echado a andar. El efecto resultaba mucho mayor debido al hecho de que buena parte de ellos se había dedicado a parodiar, de la más frívola de las maneras, vestidos de carácter religioso. Pero el hecho más relevante de cuantos permanecían en sus memorias podía ser cualquier cosa excepto religioso: aquel en que la figura vestida de verde brillante y la que vestía de un vivo color violeta habían formado por un momento una cruz de plata al hacer entrechocar sus espadas. Incluso siendo cosa de broma había habido en ello algo digno de un drama, y resultaba extraño y siniestro pensar que, en el gris amanecer, aquellas mismas figuras, en idéntica actitud, podían haber repetido la escena, pero esta vez con un resultado más cercano a una tragedia.
—¿Riñó usted con él? —preguntó Brain de repente.
—Sí —contestó el hombre de verde, inalterable—. O más bien él riñó conmigo.
—¿Por qué riñó él con usted? —preguntó el investigador.
Leonard Crane no respondió.
Horne Fisher, curiosamente, apenas le había prestado atención a tan dramático interrogatorio. Desde la línea entrecerrada que formaban sus pesados párpados, su mirada no había dejado de observar durante un solo segundo al Príncipe Borodino, quien en aquel momento se había alejado hacia el lindero del bosque y, tras hacer una pequeña pausa en actitud meditabunda, había desaparecido entre la espesura de los árboles. Le hizo regresar a la realidad, rescatándolo de su momentánea distracción, la voz de Juliet Bray, que resonó en el aire como un estallido lleno de decisión:
—Si la única duda es ésa, más vale que sea aclarada de una vez. Estoy prometida a Mr. Crane. No obstante, cuando ambos le dimos a mi hermano la noticia, él no quiso dar su aprobación al compromiso. Eso es todo.
Ni Brain ni Fisher reflejaron la menor sorpresa, pero el primero añadió tranquilamente:
—Si exceptuamos, como supongo, el hecho de que él y su hermano salieron al bosque para discutir la cuestión. Y que sería allí donde perdería su espada, por no mencionar a su acompañante.
—¿Y puedo preguntar —inquirió Crane mientras un cierto destello de burla cubría sus pálidas facciones— qué es lo que se supone que he hecho con ellos? Aceptemos la divertida hipótesis de que soy un asesino. Aún quedaría por demostrar que soy un mago. Si atravesé con mi espada el cuerpo de su infortunado amigo, ¿qué hice con el cadáver? ¿Me lo llevé lejos surcando los aires o fue simplemente cuestión de convertirlo en un animalillo del bosque con la ayuda de una varita mágica?
—Éste no es momento para bromas —dijo el juez angloindio con brusca autoridad—. Sus comentarios acerca de la desaparición no le hacen a usted ningún bien.
La mirada distraída e incluso melancólica de Fisher permanecía fija en el borde del bosque que se hallaba detrás de los presentes. Allí advirtió la presencia de cierta masa de color rojo oscuro, como un ocaso lleno de nubes de tormenta, que brillaba por entre el entramado gris que formaban los delgados árboles. Poco después el príncipe, con sus ropajes de cardenal, reapareció en el camino llevando algo en la mano. A Brain le había dado la impresión de que el príncipe se había separado del grupo para ir en busca de la espada perdida, pero cuando regresó pudo comprobar que, en vez de dicha espada, lo que el italiano llevaba en la mano era un hacha.
La incongruencia entre la fiesta de disfraces y todo aquel misterio había creado una curiosa atmósfera psicológica. Al principio todos ellos se habían sentido profundamente avergonzados al haber sido sorprendidos por un suceso como aquél, que decididamente tenía mucho de funeral, vistiendo aquellos disparatados disfraces más propios de un carnaval que de otra cosa. Muchos de ellos ya hubieran regresado de buena gana a la casa para ponerse ropas que resultasen más solemnes, o al menos más formales y decentes, pero en aquel momento aquello no dejaba de parecer una segunda mascarada aún más artificial y frívola que la primera. Y mientras se resignaban a vestir aquellos ridículos atavíos, una curiosa sensación se apoderó de algunos de ellos, en especial de los más sensibles, como Crane, Fisher o Juliet, y en cierta medida también de todos los demás con excepción del pragmático Mr. Brain. Era casi como si todos ellos fuesen los fantasmas de sus propios antepasados y estuvieran protagonizando una espectral aparición junto a aquel oscuro bosque y aquel tétrico lago, como si estuvieran representando alguna antigua pieza teatral que sólo recordasen a medias. Los movimientos de cada una de aquellas figuras llenas de colorido parecían querer expresar algo que había sido planeado mucho tiempo antes, como una heráldica silenciosa. Las acciones, las actitudes, los objetos que les rodeaban… Todo era visto como una alegoría aunque no tuviera un significado concreto. Pero a la vez todos ellos sabían reconocer una crisis cuando ésta llegaba. Y de alguna manera se dieron cuenta, acaso inconscientemente, de que toda aquella historia acababa de tomar un nuevo y terrible giro cuando vieron ante ellos al príncipe, que permanecía de pie en un claro que se abría entre los sombríos árboles, con su túnica de rabioso color carmesí y su ceñudo rostro de bronce sosteniendo en sus manos una nueva forma de muerte. Sin saber exactamente por qué, las dos espadas parecieron convertirse de pronto en espadas de juguete, y todo lo que, siendo parte de la historia, se refería a ellas, quedó hecho trizas y abandonado a un lado como el juguete que eran. Borodino parecía un verdugo de tiempos antiguos, vestido con aquel terrible color rojo y llevando consigo el hacha que iba a emplearse en la ejecución del criminal.
Mr. Brain, de la policía de la India, se entretuvo mirando con ferocidad el objeto que acababa de aparecer en escena, por lo que transcurrieron aún unos momentos antes de que hablase de manera áspera y casi ronca.
—¿Qué está usted haciendo con eso? —preguntó—. Parece un hacha de leñador.
—Una asociación de ideas de lo más natural —intervino Horne Fisher—. Si usted va al bosque y se encuentra allí con un gato, usted creerá que se trata de un gato salvaje, aunque cabe también la posibilidad de que se trate de un gato doméstico que haya dejado el sofá del salón para dar un simple paseo. El caso es que da la casualidad de que yo sé que no es un hacha de leñador. En realidad se trata de un hacha de cocina, más concretamente de las que se emplean para cortar carne y cosas similares. Alguien ha debido de tirarla en medio del bosque. Yo mismo pude verla en la cocina cuando fui allí en busca de los sacos de patatas con los que me hice este disfraz de ermitaño medieval.
—Da lo mismo. No por ello deja de tener interés —observó el príncipe tendiéndole el instrumento a Fisher, quien lo tomó y procedió a examinarlo detenidamente—. Un hacha de carnicero que ha hecho un trabajo de carnicero.
—Ciertamente, éste fue el instrumento con el que se cometió el crimen —afirmó Fisher en voz baja.
Brain miraba fijamente, con ojos furiosos y fascinados, los destellos de un apagado color azul que provenían de la punta del hacha.
—No lo entiendo —dijo—. No hay… no hay ni una sola huella de sangre en la hoja.
—Porque no ha derramado sangre alguna —respondió Fisher—. Pero, a pesar de todo, ha sido con esto con lo que se ha cometido el crimen. Esto es lo más cerca que el criminal llegó a estar del crimen en sí cuando lo cometió.
—¿Qué quiere usted decir?
—El criminal no estuvo presente en el lugar del crimen cuando el crimen en sí fue cometido —explicó Fisher—. Tendría que ser un tipo de criminal bastante chapucero aquel que para matar a su víctima tuviese necesariamente que estar en el lugar del crimen cuando éste se cometiese.
—Parece estar usted hablando con el simple propósito de dejarnos intrigados —dijo Brain—. Si tiene usted algún consejo práctico que darnos, creo que debería exponerlo de manera mínimamente inteligible.
—El único consejo práctico que puedo sugerirles —dijo Fisher reflexionando— es que indaguen un poco tanto en la topografía de este lugar como en su nomenclatura. Se dice que una vez vivió aquí un tal Mr. Prior, quien poseía una granja en este vecindario. Opino que algunos detalles acerca de la vida doméstica del último Mr. Prior arrojarían alguna luz sobre todo este terrible asunto.
—¿Y no tiene usted a mano otra cosa que ofrecer que no sea la topografía para ayudarme a vengar a mi amigo? —dijo Brain con una mueca de desprecio.
—Si lo hiciera —dijo Fisher— descubriría toda la verdad que se esconde tras el Agujero en el Muro.
Aquella noche, después de un tormentoso anochecer y bajo el azote de un fuerte viento del oeste que siguió al deshielo, Leonard Crane caminaba frenéticamente dando vueltas y más vueltas alrededor del alto e ininterrumpido muro que circundaba el pequeño bosque. Le impulsaba la desesperada idea de resolver por sí mismo el acertijo que había ensombrecido su reputación e incluso llegado a amenazar su libertad. Las autoridades policiales, a cargo ahora de las pesquisas, no lo habían arrestado, pero él sabía sobradamente que si intentaba alejarse del lugar sería detenido de inmediato. A pesar de que hasta ese momento se había negado a seguir las fragmentarias indicaciones insinuadas por Horne Fisher, no pudo evitar que éstas acabasen excitando su temperamento artístico y le lanzaran a una especie de análisis frenético que lo había llevado a leer aquel jeroglífico de todas las maneras posibles con el fin de poder sacar de él algo con un mínimo de sentido. Si se trataba de algo que tuviese relación con algún agujero en el muro, estaba seguro de acabar descubriendo dicho agujero, si bien hasta el momento se había visto incapaz de encontrar la más mínima grieta. Aunque gracias a los conocimientos propios de su profesión pudo darse cuenta de que la obra de albañilería pertenecía por entero al mismo estilo y a la misma época, por lo demás, a excepción de la entrada habitual, que no arrojaba luz alguna sobre el misterio, no encontró nada que sugiriese escondrijo o vía de fuga de ningún tipo.
Llevaba ya un largo rato explorando un estrecho sendero que discurría entre el muro azotado por el viento, un abrupto recodo que se abría hacia el este y una hilera de delgados árboles grises. De vez en cuando, dedicaba una mirada a los últimos destellos de una agonizante puesta de sol que titilaban como relámpagos conforme unas nubes de tormenta se iban deslizando rápidamente por el cielo hasta confundirse con la primera luz, azul aunque débil, de una luna que poco a poco iba adquiriendo consistencia a sus espaldas.
Pronto sintió que su cabeza empezaba a darle vueltas mientras sus pies iban trazando más y más círculos alrededor de aquella interminable barrera sin salida. Comenzaron a asaltarle pensamientos rayanos en la locura y alucinaciones en las que aparecía una cuarta dimensión que era en sí misma un agujero capaz de esconderlo todo, de verlo todo desde una nueva perspectiva como a través de una ventana abierta en mitad de los sentidos, o como a la claridad de alguna luz mística y transparente que dejase ver el cuerpo de Bulmer, horriblemente iluminado, sobrevolando el bosque y el muro en medio de un halo fantasmal. Le obsesionaba también la sugerencia, que de alguna manera parecía ser igualmente horripilante, de que todo aquello tenía algo que ver con aquel Mr. Prior. Había algo tenebroso en el hecho de que siempre se aludiese al tal Mr. Prior de manera respetuosa y de que fuese en la vida doméstica de aquel pobre granjero muerto donde se les había indicado a todos que buscaran la clave de aquellos terribles sucesos. En realidad, se había encontrado con que ninguna investigación de cuantas se habían realizado en la localidad había revelado el menor dato acerca de la familia Prior. Aun así, fue capaz de imaginarse, aunque fuese tan sólo de manera fugaz, al tal Mr. Prior tocado con una chistera y, quizás, con una perilla o patillas, si bien lo que fue incapaz de discernir en absoluto fue su rostro.
La luz de la luna había comenzado a brillar con mayor intensidad y el viento había ahuyentado las nubes hasta ir calmándose poco a poco cuando, una vez más, Leonard Crane llegó junto al lago artificial que se extendía frente a la casa. Por alguna inexplicable razón, se le antojó que parecía un lago demasiado artificial. De hecho, toda la escena resultaba igual que uno de esos paisajes propios del pincel de Watteau, con la fachada palladiana de la casa destacándose pálida a la luz de la luna y con el mismo toque plateado presente también en la pagana figura de mármol de la ninfa desnuda que se erguía en mitad del estanque. Para su completa sorpresa, encontró otra figura allí, junto a la estatua, sentada en actitud casi igualmente inmóvil. Bajo el mismo rayo de luna podían adivinarse el ceño fruncido y el rostro paciente de Horne Fisher, vestido aún de ermitaño y practicando, al menos aparentemente, la soledad propia del mismo. No obstante, cuando éste levantó la vista para mirar a Leonard Crane, sonrió al arquitecto casi como si hubiera estado esperándolo.
—¡Eh, oiga! —le dijo Crane plantándose frente a él—. ¿Podría usted aclararme algo acerca de todo este asunto?
—Pronto tendré que contarle a todo el mundo toda la verdad referente al mismo —contestó Fisher—, así que no veo por qué no voy a poder contarle primero algo a usted. No obstante, antes de empezar, dígame: ¿querría usted contarme algo a mí? ¿Qué ocurrió en realidad cuando se encontró con Bulmer esta mañana? Usted se deshizo, en efecto, de su espada, pero no fue usted quien lo mató.
—No lo maté precisamente por eso: porque tiré bien lejos mi espada —dijo el otro—. Lo hice a propósito, pues de no haberlo hecho no estoy seguro de lo que hubiera podido pasar.
Y, tras hacer una pausa, prosiguió con más calma:
—El último Lord Bulmer era un caballero extremadamente afable. Se mostraba muy cordial con sus inferiores, y le habría encantado tener como invitados en su propia casa tanto a su abogado como a su arquitecto durante toda clase de convites, fiestas y demás celebraciones. Pero había en él otra cara, una que sólo mostraba cuando los demás pretendían tratarle de igual a igual. Cuando le anuncié que su hermana y yo estábamos prometidos, ocurrió algo que yo, simplemente, no puedo y no deseo describir. Baste decir que se transformó en una especie de monstruo poseído por la locura. Sea como fuere, me imagino que la verdad es dolorosamente sencilla. No hay peor cosa que la grosería y el escarnio cuando provienen de un caballero. Creo que es la cosa más horrible del mundo.