En cuanto a los dos hombres que caminaban detrás de ellos, uno era también calvo, aunque de manera más bien parcial y prematura puesto que sus caídos bigotes eran todavía rubios y, si bien sus ojos parecían algo cansados, ello era a causa de la languidez que le dominaba y no de la edad. Su nombre era Horne Fisher, y hablaba con tanta soltura y despreocupación de cualquier tema que nadie hubiera sido capaz de descubrir cuáles eran sus aficiones favoritas. Por lo que respecta a su compañero, éste resultaba más llamativo pero también más siniestro, y poseía la importancia añadida de ser el amigo más íntimo de Lord Bulmer. Por lo general se le conocía con rigurosa simplicidad como Mr. Brain, pero se sabía de él que había sido juez y oficial de policía en la India, así como que tenía enemigos, los cuales habían elevado protestas en contra de sus medidas para combatir el crimen usando para ello medios propios de auténticos criminales. Era como el esqueleto de un hombre, moreno, con dos oscuros y penetrantes ojos hundidos y un bigote negro que ocultaba la expresión de su boca. Aunque poseía la mirada del hombre que ha sufrido y soportado los efectos de alguna enfermedad tropical, sus movimientos daban la impresión de ser mucho más despiertos que los de su perezoso compañero.
—Ya lo tengo todo arreglado —anunció muy animada la señora cuando estuvieron al alcance de su voz—. Todos ustedes tendrán que ponerse máscaras y disfraces. Y muy posiblemente también patines. Y aunque el Príncipe diga que no le van mucho, eso a nosotros no debe preocuparnos por ahora. Está helando ya, y oportunidades como ésta no las tenemos muy a menudo en Inglaterra.
—En la India tampoco es que estemos patinando lo que se dice todo el año —dijo Mr. Brain.
—Pues Italia no es que se halle precisamente asociada con el hielo —dijo el italiano.
—Pero sí está, ante todo, asociada con los helados —observó Mr. Horne Fisher—. Quiero decir, con vendedores de helados. En este país todo el mundo cree que Italia se halla solamente habitada por vendedores de helados y organilleros. Y, a decir verdad, hay un montón de ellos. Claro que quizá se trate de algún ejército invasor disfrazado.
—¿Y cómo sabe usted que no son los emisarios secretos de nuestra diplomacia? —preguntó el Príncipe con una sonrisa ligeramente desdeñosa—. Un ejército de organilleros podría dedicarse a encontrar pistas mientras sus monos van recogiendo todo lo que encuentran.
—Los organilleros ya están, como su propio nombre indica, demasiado bien organizados de por sí como para pertenecer a la diplomacia italiana —dijo Mr. Fisher, displicente—. Pero, en fin, yo ya he conocido antes de ahora temperaturas más frías que ésta en Italia e incluso en la India, en las alturas del Himalaya. Y les puedo asegurar que el hielo de nuestro pequeño estanque redondo va a ser ciertamente acogedor comparado con el de allí.
Juliet Bray, una atractiva mujer de cabellos oscuros y ojos inquietos, poseía cordialidad e incluso generosidad en sus más que arrogantes maneras. Solía imponerse y mandar sobre su hermano en la mayor parte de las cuestiones, aunque al noble, como a muchos otros hombres de vagas convicciones, nunca le faltaba un arranque de coraje en aquellas situaciones extremas en las que su hermana lo ponía contra las cuerdas. El hecho de que ella hiciese prevalecer sus deseos sobre los de sus invitados era una verdad como un templo, siendo capaz de llegar incluso al extremo de vestir de carnaval a los más respetables y a los menos dispuestos con tal de sacar adelante su fiesta de disfraces medievales. Además, parecía como si pudiese mandar también sobre los elementos como una bruja, ya que poco después el tiempo fue empeorando sin interrupción hasta que aquella misma tarde el hielo del lago, brillando tenuemente a la luz de la luna, acabó convirtiéndose en un auténtico suelo de mármol, razón por la cual todos habían empezado ya a bailar y patinar sobre él mucho antes incluso de que hubiese llegado a oscurecer del todo.
Prior’s Park o, para hablar con mayor propiedad, el distrito que rodeaba Hollinwall, había sido una casa solariega que había acabado convirtiéndose en todo un barrio. Para haber tenido en cierta ocasión nada más que un pequeño pueblo a su cargo, se encontraba ahora con que más allá de sus puertas tenía todos los rasgos característicos de la expansión de Londres. Mr. Haddow, que era quien se ocupaba de realizar todas las investigaciones históricas tanto en la biblioteca como en la localidad, podía encontrar poca ayuda en un hecho como aquél. De entre tantos y tantos documentos había sacado la conclusión de que Prior’s Park había sido en sus orígenes algo parecido a Prior’s Farm, así llamada en honor de algún personaje local. Pero las nuevas circunstancias sociales se hallaban en contra de su afán por rastrear la historia local a través de sus tradiciones. Si todavía quedara alguno de los verdaderos oriundos del lugar, quizá habría podido encontrar alguna leyenda perdurable acerca de Mr. Prior por más antigua que fuera. Pero la nueva población nómada compuesta por oficinistas y artesanos que no dejaban de mudarse constantemente de un barrio a otro, o de cambiar a sus hijos de una escuela a otra, no podría nunca tener ni continuidad ni consistencia, aunque sí poseía esa asombrosa capacidad para olvidar el pasado que llega a todas partes conforme se expande la educación.
No obstante, cuando a la mañana siguiente salió de la biblioteca y vio los árboles invernales que rodeaban el estanque congelado como si fuesen un bosque negro, le embargó la sensación de hallarse en lo más recóndito del país. El viejo muro que rodeaba el parque todavía conservaba todo el aire rural y romántico del interior del recinto. Uno podía llegar a imaginar fácilmente que las profundidades de aquel bosque oscuro se iban fundiendo imperceptiblemente con los valles y las colinas lejanas. Los tonos plateados, grises y negros del bosque helado resultaban tanto más sombríos al contrastar con los coloridos grupos de carnaval que todavía permanecían alrededor y sobre el estanque congelado. Y es que, de hecho, la reunión se había volcado plena de impaciencia en la fiesta de disfraces mientras el abogado, con su pulcro traje negro y su cuidado pelo rojizo era la única figura moderna, por así decirlo, que permanecía entre ellos.
—¿No va usted a disfrazarse? —preguntó Juliet con indignación mientras agitaba en su dirección un tocado azul, alto y astado del siglo
XIV
que enmarcaba su rostro sin dejar de sentarle bien a pesar de lo fantástico que resultaba el conjunto—. Todo aquel que se encuentre aquí tiene que estar en la Edad Media. Hasta Mr. Brain se ha puesto una especie de bata de color marrón y dice que es un monje. Y Mr. Fisher ha cogido unos cuantos sacos de patatas que encontró en la cocina y los ha cosido. Se supone que es también un monje. Y en cuanto al Príncipe, está verdaderamente magnífico como cardenal vestido con una gran túnica roja. Parece como si fuera capaz de envenenar a todo el mundo. En cuanto a usted, simplemente tiene que disfrazarse de algo.
—Ya me disfrazaré de algo más tarde —contestó—. Por el momento no soy más que un anticuario y un procurador. Tengo que ver a su hermano dentro de poco en relación con cierta cuestión legal así como con algunas pesquisas locales que me pidió que realizase, y para ello no tengo más remedio que parecerme algo a un administrador que vaya a hacer una relación de sus operaciones.
—Oh, pero si mi hermano también se ha disfrazado —exclamó la mujer—. En serio. Y mejor que nadie, si a ninguno de mis invitados le molesta que diga tal cosa. Por cierto, ahí lo tiene usted. Y precisamente viene hacia aquí en todo su esplendor.
El noble se dirigía, en efecto, en dirección a ellos. Iba embutido en un llamativo traje del siglo
XVI
de tonos purpúreos y dorados, adornado con una espada de empuñadura de oro y tocado con un magnífico casco emplumado mientras realizaba amplios gestos que armonizaban con todas estas vestiduras. Es más, en aquel momento había algo en su aspecto que iba más allá de sus habituales ademanes extravertidos. Casi parecía, por así decirlo, que las plumas de su casco sobresalían directamente de su cabeza. Agitaba su gran capa forrada en oro como si fuese un rey de las hadas que protagonizase alguna extraña comedia. Llegó incluso a sacar la espada con una floritura y a agitarla en el aire tal y como solía hacer en una vida más normal con su bastón. Visto a la luz de sucesos posteriores, pareció haber algo monstruoso y de mal agüero en toda aquella euforia, algo propio de lo que suele llamarse
clarividencia
. No obstante, en aquel momento lo único que cruzó la mente de los allí presentes fue que posiblemente estaba bebido.
La primera figura junto a la que pasó Lord Bulmer conforme se acercaba a grandes pasos a su hermana fue la de Leonard Crane, quien iba vestido de verde y llevaba colgando el cuerno, el tahalí y la espada propios de Robin Hood. En aquel momento, el arquitecto era la persona que se hallaba más cerca de la mujer, junto a la que, por cierto, se le había podido observar durante bastante más tiempo del estrictamente necesario. Había asombrado a todo el mundo demostrando una gran habilidad para patinar y, ahora que el patinaje se había dado por concluido, parecía dispuesto a prolongar su presencia en compañía de la mujer. Al pasar junto a él, pues, el incontenible Bulmer le hizo en son de broma un pase con su espada, avanzando hacia él con una estocada propia de la mejor esgrima mientras citaba unos versos de Shakespeare.
Probablemente, en aquel preciso instante latiese también en Crane una embriagadora sensación de euforia. Sea como fuere, en un abrir y cerrar de ojos éste había desenfundado su espada y desviado el golpe dirigido contra él. Entonces, de repente, y para sorpresa de todo el mundo, el arma de Bulmer pareció escaparse de la mano de su dueño, saltar por los aires, e ir a parar bien lejos, rodando y resonando sobre el hielo.
—¡Pero bueno! —dijo la señora, presa de una justificable indignación—. ¡Ahora resulta que también sabe usted esgrima!
Bulmer recogió su espada con aspecto más aturdido que enojado, lo cual ayudó a incrementar la impresión de irresponsabilidad que en aquel momento había imperado en sus modales. Luego, volviéndose bruscamente hacia su abogado, le dijo:
—Podemos tratar todos los asuntos concernientes a la finca después de la cena. Me he perdido casi todo el patinaje que ha habido hasta ahora, y como no creo que el hielo aguante hasta mañana por la noche, me parece que mañana por la mañana me levantaré temprano y daré un paseo por mi cuenta.
—No será mi compañía la que le moleste —dijo Horne Fisher con aspecto cansado—. Si no hay más remedio que empezar el día con hielo, prefiero que sea en pequeñas dosis. Así que nada de levantarse a primera hora en pleno mes de diciembre. El primero en levantarse es siempre el que pilla el resfriado.
—Oh, no creo que vaya a morirme sólo por pillar un simple catarro —contestó Bulmer riendo.
Una parte considerable de los patinadores estaba formada por invitados que iban a quedarse alojados en la casa. El resto había comenzado ya a disgregarse en parejas y tríos algún tiempo antes de que la mayoría de los invitados comenzara a retirarse para ir a dormir. Los vecinos que siempre eran invitados a Prior’s Park en ocasiones como aquélla regresaron a sus hogares en automóvil o a pie. Mr. Haddow, el procurador y arqueólogo, había regresado al Colegio de Abogados en el último tren para recoger un papel que le había hecho falta durante la entrevista mantenida con su cliente, Lord Bulmer. Muchos de los restantes invitados todavía vagaban sin rumbo o demoraban su marcha en diversos puntos a lo largo del camino a sus aposentos.
Horne Fisher, como si desease negarse a sí mismo toda excusa que le sirviera para no tener que levantarse temprano al día siguiente, había sido el primero en retirarse a su habitación. Sin embargo, a pesar de su soñoliento aspecto, no fue capaz de conciliar el sueño. Había visto sobre una mesa el libro de topografía antigua en el que Haddow había encontrado sus primeras pistas sobre el origen del nombre del lugar y, al ser hombre dotado de una tranquila y curiosa capacidad para interesarse por cualquier tema, comenzó a leerlo ávidamente tomando de vez en cuando algún que otro apunte sobre ciertos detalles acerca de los cuales sus lecturas anteriores le habían dejado sumido en la duda.
Su habitación era la más cercana al lago situado en el centro del bosque, razón por la cual resultaba ser también la más tranquila. De hecho, ninguno de los últimos ecos de la fiesta de aquella tarde le llegaba hasta allí, por lo que pudo sumergirse cómodamente en la lectura.
Llevaba algún tiempo siguiendo con gran atención el argumento que daba por sentado la teoría que conectaba la granja de Mr. Prior y el agujero en el muro y que echaba por tierra cualquier fantasía moderna acerca de monjes y pozos mágicos, cuando comenzó a tomar conciencia de un ruido que se dejaba oír en el silencio helado de la noche. Aunque no era un ruido particularmente alto, parecía consistir en una serie de golpes sordos y pesados, similares a los que daría un hombre que llamase a una gran puerta de madera. A éstos siguió algo parecido a un chasquido o crujido apenas audible, como si lo que había estado ofreciendo resistencia a los golpes se hubiera abierto o hubiese cedido.
Fisher abrió la puerta de su propio cuarto y permaneció a la escucha, pero al oír charlas y risas en casi todos los pisos inferiores de la mansión no tuvo motivos para temer que cualquier llamada resultase desatendida o que la casa quedase sin protección. Se acercó a la ventana abierta y observó el estanque helado y la estatua que se levantaba a la luz de la luna en mitad del círculo formado por los árboles oscuros. Escuchó nuevamente, pero el silencio se había adueñado una vez más de aquel pacífico lugar. Tras aguzar el oído durante un buen rato, no logró oír otra cosa que el pitido solitario de un tren que se ponía en marcha a lo lejos. Luego enumeró mentalmente la gran cantidad de sonidos anónimos que puede escuchar el insomne a lo largo de la noche y, tras encogerse de hombros, se fue perezosamente a la cama.
Se despertó súbitamente y se sentó en la cama con los oídos rebosantes de los vibrantes ecos de un grito que acababa de rasgar el aire. Durante un momento permaneció inmóvil, pero luego saltó de su cama al tiempo que se echaba encima la desmadejada bata hecha de sacos que había llevado puesta durante todo el día. Se acercó primero a la ventana, la cual, a pesar de estar abierta, se hallaba oculta tras una gruesa cortina que hacía que su habitación permaneciese en una completa oscuridad, y, nada más correr aquéllas a un lado y asomar la cabeza, vio que un amanecer gris y plateado se anunciaba ya desde detrás de la tupida masa de árboles que rodeaba el pequeño lago. Y aquello fue todo lo que pudo ver, pues aunque el sonido le había llegado ciertamente desde el otro lado de la ventana en aquella dirección, todo estaba tan solitario y tranquilo bajo la luz de la mañana como lo había visto algunas horas antes bajo la luz de la luna.