—Le admiro a más no poder —contestó Fisher—. Es, con mucho, el hombre mejor cualificado para este destino. Comprende a los musulmanes y es capaz de hacer cualquier cosa con ellos. Es por ello por lo que estoy en contra de azuzar a Travers contra él a causa simplemente de este último acontecimiento.
—En realidad no comprendo qué pretende usted insinuar —dijo el otro con franqueza.
—Quizá no merezca la pena comprenderlo —respondió Fisher sin pensar—. Y, de todas formas, no tenemos por qué hablar de política. ¿Conoce usted la leyenda árabe que se cuenta acerca de este pozo?
—Me temo que no sé mucho de leyendas árabes —dijo Boyle algo estiradamente.
—Eso es un error —contestó Fisher—, especialmente desde su punto de vista. El propio Lord Hastings es una leyenda árabe. Quizá sea eso lo más grandioso que ha llegado a ser nunca. Si su reputación desapareciese, nos debilitaría profundamente en Asia y África. Pero a lo que iba: la historia acerca de este agujero en la tierra, que desciende hasta nadie sabe dónde, siempre me ha fascinado enormemente. Actualmente su forma es musulmana, pero no me sorprendería que la historia resultase ser mucho más antigua que los propios musulmanes. Trata de alguien a quien llamaban el Sultán Aladino, pero no nuestro amigo de la lámpara, claro está, si bien podría decirse que se parecía a él en lo que atañe a los genios, los gigantes y toda esa clase de cosas. Se dice que ordenó a los gigantes que construyeran para él una especie de pagoda que se elevase por encima de las estrellas. «Lo Supremo para El Más Alto», como decía la gente cuando se construyó la Torre de Babel. Pero quienes construyeron la Torre de Babel resultaban gentes muy modestas y hogareñas si se las comparaba con el viejo Aladino. Lo único que querían era una torre que llegase hasta el cielo, una simple fruslería. El quería una torre que
sobrepasara
el cielo, que se alzase por encima de él y continuase elevándose y elevándose para siempre. Pero Alá la derribó por los suelos con un rayo que se hundió en la tierra e hizo en ella un agujero cada vez más y más profundo, hasta dar lugar a un pozo sin fondo, justo igual que la torre que no iba a tener fin. Y por esa oscura torre vuelta cabeza abajo el alma del orgulloso sultán cae y cae eternamente.
—Qué tipo más extraño es usted —dijo Boyle—. Habla como si cualquiera pudiese creerse todas esas fábulas.
—Piense que quizás lo que deba creerse sea la moraleja y no la fábula —respondió Fisher—. Pero, ¡vaya!, aquí viene Lady Hastings. Usted ya la conoce, ¿no es así?
El club de golf se empleaba, desde luego, para muchas otras cosas además de para el golf. Era el único centro social del destacamento aparte del riguroso cuartel general. Tenía una sala de billar, un bar, e incluso una excelente biblioteca de consulta para aquellos oficiales que demostraban ser tan perversos como para tomarse en serio su profesión. Entre éstos se contaba el propio general, cuya plateada cabeza y broncíneo rostro, como si fuesen los de un águila de latón, podían encontrarse a menudo inclinados sobre las cartas y libros que se guardaban en la sala. El gran Lord Hastings creía en la ciencia y el estudio tanto como en otros ideales de vida de gran severidad. En ocasiones había aconsejado paternalmente sobre todas aquellas cosas al joven Boyle, cuyas apariciones en aquel lugar dedicado al estudio resultaban bastante más esporádicas (fue precisamente tras uno de aquellos ratos de estudio que el joven acababa de atravesar las puertas de cristal de la biblioteca y salido al campo de golf).
Además, el club se hallaba acondicionado para atender a las comodidades de las damas al menos tanto como a las de los caballeros. Y era allí donde Lady Hastings tenía la oportunidad de desempeñar el mismo papel de reina que representaba en el salón de su casa. Solía darse muchos aires y, según decían algunos, se mostraba sumamente complacida de desempeñar dicho papel. Era mucho más joven que su marido y era atractiva, peligrosamente atractiva en ocasiones. Mr. Horne Fisher la siguió con la mirada, sonriendo algo sardónicamente, cuando ella se alejó arrastrando tras de sí al joven soldado. Luego su melancólica mirada se desvió hacia la verde y espinosa vegetación que rodeaba el pozo, compuesta por esa curiosa formación de cactus en la que las gruesas hojas crecen directamente las unas de las otras sin necesidad de tallo ni rama alguna, lo que proporcionó a su caprichosa imaginación un siniestro sentimiento de obcecado crecimiento sin fin ni forma. En Occidente, una planta o un arbusto crecen hasta formar una flor, la cual es su fin habitual. Pero aquello era como si unas manos pudieran crecer de otras manos o unas piernas directamente de otras piernas, como en una pesadilla.
—Siempre añadiendo una nueva provincia al imperio —dijo con una sonrisa, tras lo cual añadió más tristemente—. No sé si estaré en lo cierto, después de todo.
Una voz estentórea pero cordial interrumpió sus pensamientos. Levantó la mirada y sonrió al ver el rostro de un viejo amigo. La voz era, en efecto, bastante más afable que el rostro, el cual resultaba, al primer golpe de vista, decididamente adusto. Se trataba del típico rostro que uno suele asociar con la ley. Sus angulosas mandíbulas y gruesas cejas grises pertenecían a un personaje eminentemente legal a pesar de encontrarse ahora incluido, con funciones semimilitares, en la policía de aquel salvaje distrito. Cuthbert Grayne era quizá más un criminólogo que un abogado o un policía, pero incluso en los más inhóspitos ambientes había demostrado con éxito que era capaz de convertirse en una práctica mezcla de los tres. El esclarecimiento en Oriente de toda una serie de enigmáticos crímenes hablaba sobradamente bien de él, pero al haber tan poca gente instruida, o al menos interesada, en el pasatiempo o rama de la sabiduría que él cultivaba, su vida intelectual resultaba algo solitaria. Entre las escasas excepciones se encontraba Horne Fisher, quien poseía la curiosa capacidad de poder hablar con casi todo el mundo acerca de casi todo.
—¿Estudiando botánica? ¿O acaso se trata más bien de arqueología? —preguntó Grayne—. Nunca llegaré al fondo de sus aficiones, Fisher. Podría decirse que lo que usted no conozca no merece la pena ser conocido.
—Está usted equivocado —repuso Fisher con una inusual brusquedad e incluso amargura—. Es precisamente lo que sí sé lo que no merece la pena conocer. El lado sórdido de las cosas, todas las causas secretas y los motivos pervertidos y los sobornos y los chantajes que reciben el nombre de política. No tengo motivos para sentirme orgulloso de haber conocido la cara más cruda de la vida, y mucho menos para jactarme de ello ante el primer muchacho que me encuentro.
—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué es lo que le pasa? —le preguntó su amigo—. Nunca le había visto tan afectado por algo.
—Me avergüenzo de mí mismo —contestó Fisher—. Acabo de vaciar un jarro de agua fría sobre las ilusiones de un muchacho.
—Incluso tal explicación apenas es comprensible —dijo el experto en crímenes.
—Qué estúpidas son las ilusiones, ¿no es cierto? —prosiguió Fisher—. Y yo debería saber muy bien que a esa edad las ilusiones pueden convertirse en ideales. Y, de todas formas, son preferibles a la realidad. Además, se corre siempre un enorme riesgo en el hecho de abrirle los ojos a un joven que no ve más allá de un simple y corrupto ideal.
—¿Y qué riesgo es ése?
—Que suele propiciarse que el sujeto en cuestión se vuelque con la misma energía en una dirección mucho peor —contestó Fisher—. Una dirección que puede resultar prácticamente irrevocable. Un agujero sin fondo, tan profundo como el Pozo Sin Fondo.
Fisher no volvió a ver a su amigo hasta quince días más tarde, mientras se hallaba en el jardín trasero del club, en el lado opuesto a aquél en que se extendía el campo de golf. En aquella ocasión, en aquel jardín de variado e intenso colorido, perfumado con plantas semitropicales que resplandecían a la luz de los atardeceres del desierto, le acompañaba, además de Grayne, otro hombre. Se trataba del segundo al mando, el ahora célebre Tom Travers, un hombre enjuto y moreno que aparentaba más edad que la que realmente tenía, cuyo ceño se hallaba surcado por profundas arrugas y cuyo bigote negro le confería un aspecto malhumorado. Les acababa de servir un negrísimo café el árabe que hacía las veces de criado eventual del club, quien resultaba de sobra conocido por todos por ser el viejo criado del general. Atendía al nombre de Said, y era fácil distinguirlo del resto de los semitas del lugar tanto por su alargado rostro amarillo como por su estrecha frente, rasgos éstos que pueden a veces verse entre ellos y que a él le conferían una impresión inexplicablemente siniestra a pesar de poseer una agradable sonrisa.
—Nunca me he sentido capaz de confiar en ese tipo —dijo Grayne una vez se hubo ido el hombre—. Es algo muy injusto, lo reconozco, ya que está ciertamente consagrado a Hastings e incluso alguna vez le ha salvado la vida, según dicen. Pero los árabes a menudo son así, leales a un solo hombre. No puedo evitar creerle muy capaz de cortarle la garganta a cualquier otro, e incluso de hacerlo a traición.
—Bueno —dijo Travers con una sonrisa bastante agria—, mientras no haga eso con Hastings el mundo no tiene de qué preocuparse.
Hubo un silencio de lo más embarazoso, lleno de recuerdos de la gran batalla, tras el cual Horne Fisher dijo con tranquilidad:
—Los periódicos no lo son todo, Tom. No se preocupe por ellos. Todo el mundo conoce y valora sus méritos sobradamente bien.
—Creo que lo mejor será no hablar del general en ese momento —observó Grayne—. Precisamente ahora sale del club.
—No viene hacia aquí —dijo Fisher—. Tan sólo va a acompañar a su esposa hasta el coche.
Mientras hablaba, en efecto, la dama apareció en la escalera del club seguida de su marido, quien se apresuró a pasar delante de ella para abrirle la puerta del jardín. Mientras él hacía lo descrito, ella se volvió y le habló por un instante a un hombre solitario que se hallaba sentado en una silla de mimbre al abrigo de las sombras del portal, el único hombre que quedaba en el club desierto, excepción hecha de los tres que aún permanecían en el jardín. Fisher atisbo por un momento las sombras y vio que se trataba del Capitán Boyle.
Un instante más tarde, para sorpresa de los tres, el general reapareció y, tras subir los peldaños, le dirigió a su vez una o dos palabras a Boyle. Luego le hizo una seña a Said, quien reapareció rápidamente con dos tazas de café, y los dos hombres regresaron al interior del club llevando cada uno de ellos una taza en la mano. Acto seguido, un destello de luz blanca en mitad de la creciente oscuridad anunció que las luces de la biblioteca, al otro lado del club, se habían encendido.
—Café e investigaciones científicas —refunfuñó Travers, ceñudo—. Todos los lujos del estudio y la investigación teórica. Muy bien, tengo que irme. Yo también tengo trabajo que hacer.
Y levantándose con modales muy estirados, saludó a sus compañeros y se internó a grandes pasos en la oscuridad.
—Sólo espero que Boyle se limite a las investigaciones científicas —dijo Horne Fisher—. No me encuentro muy tranquilo por lo que a él respecta. Pero hablemos de cualquier otra cosa.
Hablaron de cualquier otra cosa más tiempo del que probablemente imaginaron, hasta que al fin cayó la noche tropical y una magnífica luna llenó todo el paisaje de plata. No obstante, antes de que hubiese luz suficiente para poder ver bien, Fisher se percató de que las luces de la biblioteca se apagaban bruscamente. Esperó a ver a los dos hombres cuando salieran por la puerta que daba al jardín, pero por mucho que aguardó nadie apareció por ella.
—Deben de haber ido a dar un paseo al campo de golf —dijo.
—Es muy posible —contestó Grayne—. Vamos a tener una hermosa noche.
Unos segundos después de haber hablado oyeron a alguien que les llamaba a voces desde las sombras del club. Se quedaron perplejos al ver a Travers corriendo hacia ellos a todo lo que daban sus piernas mientras les gritaba:
—¡Necesito ayuda, compañeros! ¡Algo terrible ha ocurrido en el campo de golf!
Todos se precipitaron al interior del club y atravesaron el salón de fumar y la biblioteca contigua en una completa oscuridad tanto física como mental. Horne Fisher, quien a pesar de su afectada indiferencia poseía una curiosa y sorprendente sensibilidad para captar los detalles del ambiente, se percató en el acto de la presencia de algo más que un simple accidente. Chocó con un mueble de la biblioteca, lo cual casi le hizo perder el equilibrio, sobre todo cuando el objeto se movió como él nunca hubiera podido imaginar que un mueble pudiera hacerlo. Pareció que estuviera vivo, cediendo primero para luego devolver el golpe. Un momento después, cuando Grayne hubo encendido las luces, pudo ver que tan sólo había tropezado con una de las estanterías giratorias, la cual había basculado y le había golpeado, pero cuyo involuntario retroceso le acababa de revelar, si bien aún de manera subconsciente, algo enigmático y monstruoso.
Había unas cuantas de aquellas estanterías giratorias repartidas por toda la biblioteca. Sobre una de ellas se hallaban las dos tazas de café, mientras sobre otra descansaba un gran libro abierto. Era el tratado de Budge sobre jeroglíficos egipcios, adornado con láminas a todo color de dioses y pájaros extraños. Incluso mientras pasaba precipitadamente por allí, fue consciente de que algo extraño residía en el hecho de que precisamente aquélla y no cualquiera otra obra de ciencia militar se encontrase abierta en aquel lugar y en aquel preciso instante. Tuvo consciencia incluso del hueco que había dejado el libro en la estantería impecablemente alineada al ser tomado de su sitio, el cual parecía estar mirándole boquiabierto en actitud amenazadora, como si fuese una mella en la dentadura de algún rostro siniestro.
Unos minutos de carrera los condujeron hasta el lado contrario del terreno, justo enfrente del Pozo Sin Fondo. Allí, a unas pocas yardas de él, iluminado por la luz de una luna que resultaba casi tan clara como la luz del día, se encontraron con lo que habían acudido a ver.
El gran Lord Hastings yacía postrado boca abajo en una postura que resultaba algo extraña y rígida, con un hombro erguido por encima del cuerpo, el brazo doblado y una gran mano huesuda aferrada a la crecida y desigual hierba. Unos pocos pasos más allá se encontraba Boyle, casi tan inmóvil como el otro pero incorporado sobre pies y manos mientras miraba fijamente al cuerpo. Podría muy bien no tratarse más que de una conmoción y un accidente, pero había algo torpe y poco natural en aquella postura cuadrúpeda y aquel rostro boquiabierto por el asombro. Parecía justo como si la cordura le hubiese abandonado. Más allá no se veía más que el despejado cielo azul del sur y el comienzo del desierto, a excepción de las dos grandes piedras ruinosas situadas frente al pozo. Y bajo esa luz y en ese ambiente aquellos hombres tuvieron la impresión de que enormes y perversos rostros les observaban desde ellas.