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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (8 page)

—¿Acerca de usted? —preguntó March.

—Yo soy precisamente uno de esos hombres que sabe demasiadas cosas para conocer realmente algo acerca de ellas, o, al menos, para poder hacer algo con respecto a ellas —dijo Horne Fisher—. No me refiero en especial a Irlanda. Me refiero a Inglaterra. Me refiero a la forma en general en que somos gobernados, que, dicho sea de paso, quizá sea la única forma en que podemos serlo. Pero me preguntaba usted hace un momento qué fue de los supervivientes de aquella tragedia. Pues verá usted. Wilson se recuperó, y los demás nos las arreglamos para convencerle de que se retirase, aunque para ello tuvimos que indemnizar a aquel despreciable asesino con una pensión más abundante que la que nunca ha recibido héroe alguno que haya luchado por Inglaterra. Me las ingenié para salvar a Michael de lo peor, pero aun así tuvimos que condenar a aquel hombre inocente a trabajos forzados por un crimen que sabíamos que nunca había cometido. No fue hasta algún tiempo después que pudimos confabularnos en secreto para preparar su fuga. Y en cuanto a Sir Walter Carey, ahora es Primer Ministro de este país, lo cual probablemente nunca hubiese podido ser si en el departamento para el que entonces trabajaba se hubiese sabido la verdad acerca de tan horrible escándalo. Aquello pudo muy bien haber acabado con todos nosotros antes incluso de salir de Irlanda, pero lo que resultaba más que seguro era que hubiera acabado con él. Y él es el amigo del alma de mi padre y, además, siempre me ha colmado de atenciones. Así pues, como podrá usted ver, estoy demasiado implicado en el asunto para poder hacer algo. Claro que también es verdad que no nací con la obligación de ponerle remedio, así que… ¡Vaya! Parece usted consternado, por no decir horrorizado. Pero no se preocupe, no me siento ofendido por ello en absoluto. En fin, cambiemos de tema si lo desea. No faltaba más. ¿Qué le parece este borgoña? Es uno de mis grandes descubrimientos, al igual que el propio restaurante en sí.

Y, con gran deleite, comenzó a hablar doctamente sobre todas las clases de vino del mundo, materia en la cual, por cierto, algunos moralistas hubieran considerado que sabía demasiado.

EL ESPÍRITU DEL COLEGIAL

H
UBIERA hecho falta un mapa de Londres de considerable tamaño para trazar el frenético e intrincado itinerario que, durante cierto día de viaje, recorrieron un tío y su sobrino, o, para hablar con mayor propiedad, un sobrino y su tío. Y esto es así porque el sobrino, un colegial de vacaciones, era, al menos en teoría, quien hacía prevalecer sus deseos a lo largo de cada trayecto que ambos realizaban en coche, taxi, tranvía, metro, etc., mientras su tío no era más que un pobre cura que pululaba a su alrededor consagrado a colmarle de atenciones. Para decirlo con más claridad, el colegial reñía algo del aire impasible de un gran duque que se encontrase de viaje de lujo mientras que su pariente se veía relegado al papel de simple guía turístico, a pesar de lo cual era quien tenía que correr con todos los gastos como si fuera un mecenas.

El chico se llamaba oficialmente Summers Minor, si bien recibía con más frecuencia el apodo de Stinks, único tributo reconocido por los demás a su afición por la fotografía y la electricidad. En cuanto al tío, se trataba del reverendo Thomas Twyford, un caballero anciano, enjuto y vivaz, de cabellos blancos y rostro colorado y vehemente, que ocupaba un reconocido y respetado lugar en un reducido círculo de arqueólogos eclesiásticos cuyos descubrimientos resultaban comprensibles tan sólo para ellos mismos.

Cualquier ojo mínimamente crítico hubiera sido capaz de encontrar, incluso durante aquel día de viaje, al menos tanto de la afición del tío como de las vacaciones del sobrino. El propósito original del primero había sido completamente paternal y alegre. Pero, al igual que le ocurre a tanta gente inteligente, había caído en el error de buscar la diversión en cierto tipo de cosas que creyó serían capaces de divertir también a un niño. Sus entretenimientos favoritos eran las coronas, las mitras, los báculos y los cetros de estado, a los que había dedicado la mayor parte de aquella jornada plenamente convencido de que el chico estaría encantado de ver todo lo que de ellos fuese digno de ver en Londres. Y a última hora del día, tras tomar un fastuoso té, remató por completo la jugada animándole a realizar una última visita a algo en lo que difícilmente podría concebirse que estuviese interesado un niño: una cámara subterránea, recientemente excavada en la ribera norte del Támesis, de la que se suponía que antiguamente había sido una capilla. Ésta no contenía, literalmente, nada salvo una vieja moneda de plata, la cuál, no obstante, resultaba más excepcional y espléndida que el Koh-i-noor a todos aquellos que la conocían. De origen romano, se decía de ella que representaba la efigie de San Pablo y que a su alrededor habían surgido las más encarnizadas controversias acerca de la antigua Iglesia Británica, todo lo cual, sin embargo, no parecía hacer mella alguna en la incuestionable falta de interés que demostraba Summers Minor en la visita.

En realidad, tanto lo que interesaba a Summers Minor como lo que no le importaba en absoluto habían suscitado la diversión y la perplejidad de su tío a lo largo de varias horas. Demostraba tanto la sorprendente ignorancia como los asombrosos conocimientos que pueden observarse en el típico colegial inglés (conocimientos éstos que resultaban de difícil clasificación y que, por lo general, solía emplear para corregir y confundir a sus mayores). Poseedor de un permiso especial para disfrutar de unas cortas vacaciones durante las que poder olvidar los nombres del Cardenal Wolsey y Guillermo de Orange, difícilmente se le podía hacer olvidar la enorme curiosidad que en él había despertado la disposición de los timbres del hotel vecino. La Abadía de Westminster lo había aburrido visiblemente (lo cual no es de extrañar porque tal iglesia se ha convertido en el trastero de la más grandiosa y desafortunada colección de estatuas del siglo
XVIII
), pero para compensar había llegado a conocer de manera asombrosamente minuciosa tanto los ómnibus de Westminster como el sistema completo de los ómnibus de Londres, cuyos colores y números había llegado a aprenderse tan bien como un heraldista su propia profesión. Tanto, que se hubiera escandalizado ante cualquier momentánea confusión entre un Paddington verde claro y un Bayswater verde oscuro, al igual que le ocurriría a su tío si alguien confundiese un icono bizantino con una pintura romana.

—Pero bueno, hijo mío, ¿es que coleccionas ómnibus como si fuesen sellos? —le preguntó su tío—. Te hará falta un álbum bastante grande, ¿no? ¿O acaso los vas guardando en tu escritorio?

—Los voy guardando en mi cabeza —respondió el sobrino con justificada firmeza.

—Desde luego, eso dice mucho a tu favor, lo admito —respondió el clérigo—. Pero supongo que sería inútil preguntarte con qué intención has tenido que ir a aprender precisamente eso de entre tantas cosas. Apenas parece ser algo de provecho, a menos que te dedicaras a estar continuamente parado en la acera avisando a las señoras mayores cuando suban al ómnibus equivocado. Pero, por cierto, tenemos que bajarnos de éste, pues estamos llegando a nuestro destino. Quiero enseñarte lo que se ha dado en llamar el Penique de San Pablo.

—¿Se parece mucho a la Catedral de San Pablo? —preguntó con resignación el jovencito mientras se apeaban.

Al llegar a la entrada de su lugar de destino, les llamó la atención un curioso personaje que rondaba por allí dando muestras evidentes de una gran impaciencia por entrar. Se trataba de un hombre moreno y delgado que iba envuelto en una larga túnica negra muy parecida a una sotana. Cubría su cabeza con un gorro de forma muy extraña y remotamente parecida a la de un birrete, que sugería más bien la idea de ser un arcaico tocado procedente de Persia o Babilonia. Lucía una peculiar barba negra que le asomaba sólo por los ángulos de la barbilla y dos ojos grandes extrañamente dispuestos en el rostro como esos bonitos e inexpresivos ojos que pueden verse en los perfiles de las antiguas pinturas egipcias. Antes de que pudieran extraer de él algo más que una impresión general, ya se había introducido apresuradamente por la puerta a la que ellos mismos se dirigían.

Sobre el suelo del santuario subterráneo no se podía ver nada excepto una recia cabaña de madera como las que se han levantado recientemente para multitud de usos oficiales y militares, cuyo suelo de tablas no era sino una simple plataforma dispuesta sobre la cavidad que se abría debajo. Un soldado estaba apostado de centinela en el exterior mientras otro de mayor rango, un distinguido oficial angloindio, se hallaba en el interior escribiendo sentado a una mesa. Los turistas pudieron darse cuenta al instante de que aquel espectáculo en particular se encontraba rodeado de unas extraordinarias medidas de seguridad. Me he atrevido a comparar antes la moneda de plata con el Koh-i-noor, a lo cual debo añadir que ello resulta en cierto sentido una comparación muy sensata, sobre todo desde que, en cierto momento, y debido a un accidente histórico, estuviese a punto de ser incluida entre las joyas de la Corona o, al menos, entre sus reliquias, hasta que uno de los príncipes de la realeza acabara devolviéndola públicamente a la capilla a la que supuestamente pertenecía. No obstante, otras causas se combinaban a la hora de concentrar la vigilancia oficial sobre ella. Se temía la presencia de espías que llevasen explosivos ocultos en pequeños objetos, por lo que una de esas famosas órdenes experimentales que pasan como una peste por la burocracia había decretado en un principio que, para entrar, todos los visitantes debían despojarse de sus ropas y ponerse algo parecido a un saco de arpillera y, más tarde, cuando dicho método originó los primeros rumores, que al menos deberían vaciar sus bolsillos.

El Coronel Morris, oficial al cargo, era un hombre bajito y enérgico, de rostro ceñudo y curtido pero de mirada chistosa y alegre, lo cual resultaba ser una contradicción confirmada por su conducta, pues tan pronto se mofaba de los guardas como se ponía a bromear con ellos.

—Me importa un rábano el Penique de ese tal Pablo y todo lo que tenga que ver con él —declaró en respuesta a algunas manifestaciones propias de anticuario realizadas por el clérigo, quien lo conocía ligeramente—. Pero llevo un uniforme del rey, ya me entiende, y debe tratarse de algo serio cuando el tío del rey en persona deja algo aquí a mi cargo. Pero por lo que respecta a santos, reliquias y todo lo demás, me temo que soy un poco como Voltaire, es decir, lo que usted llamaría un escéptico.

—No estoy del todo seguro de que pueda denominarse escéptico a alguien que dice no creer en la Sagrada Familia pero sí en la Familia Real —respondió Mr. Twyford—. Pero, cuestiones aparte, no tengo el menor inconveniente en vaciar mis bolsillos para demostrarle que no llevo ninguna bomba encima.

El pequeño montón de sus pertenencias, que fue dejando sobre la mesa, consistía principalmente en un fajo de papeles, una pipa, una tabaquera y unas cuantas monedas antiguas romanas y sajonas. El resto lo componían algún que otro catálogo de libros antiguos y diversos manuales de títulos tales como
El Ritual del Sarum
, un simple vistazo a los cuales resultó más que suficiente para que tanto el coronel como el colegial apartaran la vista definitivamente de ellos, pues fueron incapaces de ver por ningún lado qué interés o utilidad podía tener aquello del Sarum.

El contenido de los bolsillos del chico hizo, como era de esperar, un montón más grande, e incluía unas cuantas canicas, un rollo de cuerda, una linterna eléctrica, un imán, una pequeña catapulta y, naturalmente, una gran navaja de bolsillo que podría ser descrita como una caja de herramientas en miniatura: un complejo aparato del cual no parecía muy dispuesto a separarse mientras explicaba que incluía un par de pinzas, una herramienta para practicar agujeros en la madera y, sobre todo, un instrumento capaz de extraer piedras de los cascos de los caballos. La relativa ausencia de caballos le parecía al muchacho un detalle de lo más irrelevante, como si se tratase de un simple accesorio fácil de encontrar.

Cuando le llegó el turno al caballero vestido de negro, éste no vació sus bolsillos sino que se limitó a extender sus manos.

—No tengo posesiones —dijo.

—Me temo que tengo que pedirle que vacíe sus bolsillos para asegurarme —dijo el coronel con brusquedad.

—No tengo bolsillos —dijo el extraño.

Mr. Twyford observó las largas ropas negras del hombre con una inquisitiva mirada.

—¿Es usted monje? —preguntó, intrigado.

—Soy mago —respondió el extraño—. Supongo que habrá usted oído hablar de los Reyes Magos, ¿verdad? Pues yo soy un mago.

—¡Guau! —exclamó Summers Minor con los ojos muy abiertos.

—Pero fui monje una vez —continuó el otro—. Soy lo que ustedes llamarían un monje fugado. Y, en efecto, así es, puesto que he escapado a la eternidad. Y los monjes sostenemos al menos una verdad: que para alcanzar una vida verdaderamente plena debemos privarnos de posesiones. No tengo dinero ni bolsillos para llevarlo. Las estrellas son mis únicas alhajas.

—Sea como fuere, las estrellas están fuera de nuestro alcance —dijo el Coronel Morris en un tono que sugería que con aquello tenía suficiente—. He conocido muchos y muy buenos magos en la India, pero puedo jurarles que todos resultaron ser unos farsantes. De hecho, he llegado a divertirme muchísimo a su costa poniéndolos en evidencia. En todo caso, mucho más que con este trabajo tan monótono que tengo ahora. Por cierto, aquí viene Mr. Symon, quien les mostrará la antigua cámara que se encuentra escaleras abajo.

Mr. Symon, el guía y guardián oficial, resultó ser un hombre joven, prematuramente canoso, dueño de una boca muy seria que contrastaba curiosamente con un minúsculo bigotito negro cuyas crecidas puntas parecían, de alguna extraña manera, separarse de él hasta dar la impresión de que tenía un par de moscas negras posadas en el rostro. Hablaba con el acento típico de Oxford, si bien con un estilo tan mecánico como el más indiferente de los guías de pago.

Descendieron todos juntos por una oscura escalera de piedra. Al pie de ésta, Symon pulsó un botón, tras lo cual una puerta se abrió a una habitación oscura o, más bien, a una habitación que hacía un instante había estado a oscuras, puesto que casi al mismo tiempo que la pesada puerta de hierro se abría un resplandor de luz eléctrica casi cegador se apoderó de todo el interior. El caprichoso entusiasmo de Stinks se encendió al momento y, presa de una gran excitación, preguntó si las luces y las puertas funcionaban conjuntamente.

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