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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

El hombre de los círculos azules (19 page)

Adamsberg volvió hacia las doce y le propuso comer con él. Algo que no solía ocurrir.

—Algo huele mal en el bizantinista —dijo Danglard—. Se ha equivocado o ha mentido a propósito de la herencia: no hay testamento. Eso hace que todo vuelva al marido. Hay títulos, hay hectáreas de bosques y cuatro edificios en París, sin contar la casa en la que vive. Él no tiene un céntimo. Solamente su sueldo de profesor y los derechos de autor. Imagine que su mujer quisiera divorciarse. Entonces todo iría a otra parte.

—Así es, Danglard. He estado con el amante. Realmente es el tipo de la foto. Es verdad que tiene unas proporciones gigantescas y un cerebro de mosquito. Además, es herbívoro y está orgulloso de ello.

—Vegetariano —dijo Danglard.

—Eso, vegetariano. Dirige una agencia de publicidad con su hermano, también herbívoro. Trabajaron juntos durante la tarde y noche de ayer, hasta las dos de la mañana. El hermano lo confirma. Por lo tanto está a salvo, a menos que el hermano mienta. Sin embargo el amante parece desesperado por la muerte de Delphine. La animaba a divorciarse, no porque Le Nermord fuera un incordio para él, sino porque quería arrancar a Delphine de lo que él llamaba una tiranía. Al parecer, Augustin-Louis seguía haciéndole trabajar para él, haciéndole releer y mecanografiar todos sus manuscritos, haciéndole clasificar sus notas, y Delphine no se atrevía a decir nada. Ella decía que le venía bien, que eso le hacía «trabajar la cabeza», pero el amante está convencido de que no le resultaba nada beneficioso y que ella tenía un miedo espantoso a su marido. Sin embargo, al final Delphine estaba casi decidida a pedir el divorcio, aunque al menos quería intentar discutirlo con Augustin-Louis. No se sabe si lo hizo o no. A pesar de todo, el antagonismo de los dos hombres salta a la vista. Al amante no le importaría nada derrotar a Le Nermord.

—Todo eso puede ser verdad —dijo Danglard.

—Yo también lo creo.

—Le Nermord no tiene coartada para las tres noches de los crímenes. Si quiso desembarazarse de su mujer antes de que ella se rebelara, pudo aprovechar la ocasión que le ofrecía el hombre de los círculos. No es un hombre valiente, nos lo dijo él mismo. No del tipo de gente que se arriesga. Con el fin de incriminar al maníaco, cometió dos crímenes al azar para crear la impresión de una serie y luego asesinó a su mujer. La suerte está echada. Los polis buscan al hombre de los círculos y le dejan en paz. Y él cobra la herencia.

—Bien pensado, ¿verdad?, sin duda califica a los polis de gilipollas.

—Por una parte hay tantos gilipollas entre los polis como en cualquier otra parte. Por otro lado las mentes superficiales podrían encontrar una combinación a su gusto. Reconozco que Le Nermord no parece superficial. Sin embargo se pueden producir bajones de inteligencia. A veces ocurre. Sobre todo cuando se fomenta un proyecto pasional. ¿Y Delphine Le Nermord? ¿Qué hacía fuera de casa a esas horas?

—El amante dice que ella pensaba quedarse en casa toda la tarde. Le sorprendió no encontrarla al volver. Pensó que había ido a buscar cigarrillos al bar que estaba abierto en Bertholet. Solía ir allí cuando se quedaba sin tabaco. Más tarde, imaginó que quizá su marido la había llamado una vez más. No se atrevió a telefonear a casa de Le Nermord y se durmió. Fui yo el que le despertó esta mañana.

—Le Nermord puede haber visto el círculo, digamos a las doce de la noche. Después convoca a su mujer y la mata allí mismo. Creo que Le Nermord lo tiene muy mal. ¿Qué piensa usted?

Adamsberg esparcía migas de pan alrededor de su plato. A Danglard, que comía con mucha delicadeza, se le encogió el corazón.

—¿Que qué pienso? —dijo Adamsberg levantando la cabeza—. Pues nada. Pienso en el hombre de los círculos. Ya debería usted saberlo, Danglard.

La vigilancia y luego los ininterrumpidos interrogatorios de Augustin-Louis Le Nermord empezaron el lunes por la mañana. Danglard no le había ocultado que todo le acusaba.

Adamsberg dejaba actuar a Danglard, que machacaba sin piedad a su objetivo. El anciano parecía incapaz de defenderse. Cada intento de justificación que hacía era inmediatamente interceptado por el discurso incisivo de Danglard. Sin embargo, Adamsberg veía claramente que a Danglard, al mismo tiempo, le daba pena su víctima.

Adamsberg no sentía nada parecido. Desde el principio había detestado a Le Nermord y no quería por nada del mundo que Danglard le preguntara por qué. Así que no decía nada.

Danglard llevó a cabo el interrogatorio durante varios días.

De vez en cuando Adamsberg entraba en el despacho de Danglard y observaba. Acorralado, aterrado por las acusaciones que pesaban sobre él, el anciano se venía abajo a ojos vistas. Ya ni siquiera sabía responder a las preguntas más sencillas. No, no sabía que Delphie no había redactado el testamento. Siempre había estado convencido de que todo iría a parar a su hermana Claire. Quería mucho a Claire, que se desenvolvía sola en la vida con tres hijos. No, no sabía qué había hecho durante las noches de los asesinatos. Seguramente había trabajado y luego dormido como todas las noches. Gélido, Danglard le contradecía: la noche del crimen de Madeleine Chátelain, la farmacéutica estaba de guardia y había visto a Le Nermord salir de su casa. Hecho polvo, Le Nermord explicaba que era posible, que a veces salía por la noche a comprar una cajetilla a la máquina expendedora de tabaco: «Les quito el papel y saco el tabaco para la pipa. Delphie y yo siempre fumamos mucho. Ella intentaba dejarlo. Yo, no. Demasiada soledad en aquella enorme casa».

Y de nuevo gestos circulares, desmoronamientos, pero los restos de una mirada que, a pesar de todo, seguía resistiendo. Del profesor del Colegio de Francia ya no quedaba sino un viejo hombrecillo de aspecto derrotado y que se debatía sin el necesario sentido común como para escapar a una condena que parecía inevitable. Seguramente había repetido mil veces: «Pero no puedo haber sido yo. Yo amaba a Delphie».

Danglard, cada vez más alterado, continuaba insistiendo con enorme constancia, sin escatimarle ninguno de los hechos que le convertían en sospechoso. Incluso había dejado que los periodistas recibieran algunas informaciones y las publicaran en primera página. El anciano apenas había conseguido probar las comidas que le llevaban, a pesar de los ánimos de Margellon, que a veces sabía ser agradable. Tampoco se había afeitado, ni siquiera cuando había vuelto a dormir a su casa después del interrogatorio. A Adamsberg le sorprendía verle flaquear tan pronto, a ese anciano que realmente tenía un magnífico cerebro para defenderse. Nunca había asistido a una desestabilización tan rápida.

El jueves, Le Nermord, enloquecido, temblaba literalmente como una hoja. El juez de instrucción había pedido su inculpación y Danglard acababa de anunciarle esta decisión. Entonces Le Nermord ya no dijo nada durante un largo rato, como la otra noche en su casa, y pareció sopesar los pros y los contras. Del mismo modo, Adamsberg hizo una seña a Danglard para que no interviniera bajo ningún pretexto.

Y luego Le Nermord dijo:

—Denme una tiza. Una tiza azul.

Como nadie se movía, recuperó un poco de autoridad para añadir:

—Dense prisa. He pedido una tiza.

Danglard salió y encontró un trozo de tiza en el cajón de la mesa de Florence. Allí se encontraba de todo.

Le Nermord se levantó con las precauciones de un hombre débil y cogió la tiza. De pie frente a la pared blanca, se tomó tiempo para reflexionar durante unos instantes. Y luego, muy deprisa, escribió en grandes letras: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».

Adamsberg no se movió. Lo estaba esperando desde ayer.

—Danglard, vaya a buscar a Meunier —dijo—. Creo que está en el edificio.

Durante la ausencia de Danglard, el hombre de los círculos volvió la cara hacia Adamsberg, decidido a mirarle fijamente a los ojos.

—Por fin —le dijo Adamsberg—. Le buscaba desde hacía mucho tiempo.

Le Nermord no respondió nada. Adamsberg miraba su cara de rasgos desagradables, que había recuperado la firmeza con aquella confesión.

Meunier, el grafólogo, entró en el despacho después de Danglard. Examinó las grandes letras que cubrían todo el ancho de la pared.

—Un bonito recuerdo para su despacho, Danglard —murmuró—. Sí, es la misma letra. No es imitable.

—Gracias —dijo el hombre de los círculos, devolviendo la tiza a Danglard—. Aportaré otras pruebas, si las quieren. Mis carnés, las horas de mis salidas nocturnas, mi plano de París cubierto de cruces, mi lista de objetos, todo lo que quieran. Sé que espero demasiado, pero me gustaría que esto no llegara a saberse. Me gustaría que mis estudiantes, mis colegas, no se enteraran jamás de quién soy. Supongo que es imposible. En fin, esto ahora lo cambia todo, ¿verdad?

—Sí —admitió Danglard.

Le Nermord se levantó, recuperando fuerzas, y aceptó una cerveza. Caminó por el despacho de la ventana a la puerta, pasando y volviendo a pasar ante su gran pintada.

—Ya no me quedaba otra elección que decírselo. Había demasiados cargos contra mí. Ahora es diferente. Si hubiera querido matar a mi mujer, pueden imaginar perfectamente que no lo habría hecho en uno de mis propios círculos, sin ni siquiera tomar la precaución de cambiar mi propia letra. Espero que estén ustedes de acuerdo.

Se encogió de hombros.

—Ahora es inútil esperar un asiento en la Academia. E inútil preparar las clases para el año que viene. El Colegio no querrá volver a saber de mí, y es normal. Sin embargo, no tenía elección. A pesar de todo, supongo que he ganado con el cambio. Ahora les corresponde a ustedes comprender el resto. ¿Quién me ha utilizado? Desde que fue encontrado el primer cadáver en uno de mis círculos, intento entenderlo, me debato en esa trampa infame. Tuve mucho miedo cuando me enteré de la noticia del primer crimen. Ya se lo he dicho, no soy más valiente que el resto de la gente. Más bien menos, para serles sincero. Me he torturado la mente para intentar comprender. ¿Quién lo había hecho? ¿Quién me había seguido? ¿Quién había colocado el cadáver de esa mujer en mi círculo? Y si continué con los círculos unos días después, no fue, como dijo la prensa, para provocarles a ustedes. No, nada más lejos de la verdad. Fue con la esperanza de descubrir al que me seguía, de identificar al asesino y poder disculparme. Tardé varios días en tomar la decisión. Cualquiera dudaría ante la idea de que le siguiera, yendo solo de noche, un asesino, sobre todo si fuera un hombre tan miedoso como yo. Pero yo sabía que si ustedes daban conmigo, no tendría ninguna posibilidad de escapar a la acusación de asesinato. Eso fue lo que calculó el asesino: hacerme pagar en su lugar. Así que el combate estaba entre él y yo. Ése fue el primer combate verdadero de mi vida. En ese sentido, no lo lamento. Lo único que no imaginé fue que mataría a mi propia mujer. Durante toda la noche después de que ustedes me visitaran, me pregunté por qué lo había hecho. No encontré más que una explicación: la policía aún no me había descubierto, y eso perjudicaba los planes del asesino. Entonces hizo eso, el asesinato de mi Delphie, para que ustedes llegaran hasta mí, para que me detuvieran y él se quedara tranquilo. Puede ser, ¿no?

—Es posible —dijo Adamsberg.

—Pero cometió un error porque cualquiera de los psiquiatras a los que ustedes pueden consultar les dirá que estoy totalmente cuerdo. Un neurótico habría podido, efectivamente, matar dos veces y luego acabar ensañándose con su propia mujer. Yo, no. No estoy loco. Jamás habría matado a Delphie en uno de mis círculos. Delphie. Sin mis jodidos círculos, Delphie estaría viva.

—Si está usted cuerdo —preguntó Danglard—, ¿por qué hacía esos jodidos círculos?

—Para que las cosas perdidas me pertenecieran, porque me deben reconocimiento. No, me explico mal.

—Es verdad, no entiendo nada —dijo Danglard.

—No importa —dijo Le Nermord—. Intentaré escribirlo, quizá sea más fácil.

Adamsberg pensaba en la descripción de Mathilde: «Un hombrecillo desposeído y ávido de poder, ¿cómo se las va a arreglar?».

—Encuéntrenle —repuso Le Nermord con angustia—. Encuentren a ese asesino. ¿Creen que podrán conseguirlo? ¿Lo creen?

—Si usted nos ayuda —dijo Danglard—. Por ejemplo, ¿vio a alguien seguirle en sus salidas?

—Desgraciadamente, no vi nada que les pueda ayudar. Al principio, hace dos o tres meses, hubo una mujer que me siguió. En esa época, como fue antes del primer crimen, no me preocupó. Me parecía sin embargo extraña, y también agradable. Tenía la impresión de que me animaba desde lejos. En ese momento desconfié de ella, pero después me gustaba ver que estaba ahí. Pero ¿qué podría decirles de ella? Creo que era muy morena, bastante alta, parecía guapa y además muy joven. Me resultaría imposible dar más detalles, pero era una mujer, de eso estoy convencido.

—Sí —dijo Danglard—, la conocemos. ¿Cuántas veces la vio?

—Más de diez veces.

—¿Y después del primer asesinato?

Le Nermord dudó, como si le repugnara evocar ese recuerdo.

—Sí —dijo—, vi dos veces a alguien, pero ya no era la mujer morena. Era otra persona. Como tuve miedo, apenas me volví y me fui corriendo en cuanto hice el círculo. No tuve valor para llegar hasta el final de mi proyecto, es decir, volverme y correr tras él para ver su rostro. Era... una silueta pequeña. Un ser extraño, incalificable, ni hombre ni mujer. Como ven, no sé nada.

—¿Por qué llevaba usted siempre un maletín? —intervino Adamsberg.

—Mi maletín —dijo Le Nermord—, con mis papeles. Después de hacer los círculos, me iba en metro lo más deprisa posible. Estaba tan nervioso que necesitaba leer, sumergirme en mis notas, volver a sentirme profesor. No sé cómo explicarme mejor. ¿Qué van a hacer ustedes ahora conmigo?

—Es probable que quede en libertad —dijo Adamsberg—. El juez de instrucción no se arriesgará a cometer un error judicial.

—Evidentemente —dijo Danglard—. Ahora todo ha cambiado.

Le Nermord empezó a sentirse mejor. Pidió un cigarrillo y lo vació en su pipa.

—Es simple formalidad, pero desearía, a pesar de todo, visitar su domicilio —dijo Adamsberg.

Danglard, que nunca había visto a Adamsberg perder el tiempo llevando a cabo las simples formalidades, le miró sin comprender.

—Haga lo que quiera —dijo Le Nermord—. Pero ¿qué busca? Les he dicho que aportaría todas las pruebas.

—Ya lo sé. Confío en usted. Pero no busco algo palpable. Mientras, convendría que repitiera todo esto a Danglard, para su declaración.

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