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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

El hombre de los círculos azules (20 page)

—Sea honesto, comisario. Como «hombre de los círculos», ¿qué puede pasarme?

—En mi opinión, no mucho —dijo Adamsberg—. No ha habido escándalo nocturno ni alteración de la tranquilidad pública en el sentido estricto del término. El hecho de que usted haya suscitado en otro la idea del crimen no le afecta. No siempre se es responsable de las ideas que se dan a los demás. Su manía ha causado tres muertos, pero no es culpa suya.

—Jamás lo habría imaginado. Lo siento muchísimo —murmuró Le Nermord.

Adamsberg salió sin decir una palabra y Danglard le odió por no haber sido un poco más humano con aquel hombre. Sin embargo, había visto al comisario desplegar sus dotes de seducción para atraerse la simpatía de desconocidos e incluso de imbéciles. Y hoy, no había concedido la menor migaja de humanidad al anciano.

A la mañana siguiente, Adamsberg pidió ver a Le Nermord una vez más. Danglard estaba enfadado. Le hubiera gustado que dejaran al anciano en paz. Y encima Adamsberg elegía el último minuto para convocarle, cuando apenas había intervenido durante los días anteriores.

Así pues, Le Nermord fue llamado de nuevo. Entró tímidamente en la comisaría, aún un poco vacilante y pálido. Danglard le observó.

—Ha cambiado —murmuró a Adamsberg.

—No lo sé —respondió Adamsberg.

Le Nermord se sentó en el borde de la silla y preguntó si podía fumar en pipa.

—He estado reflexionando esta noche —dijo metiendo la mano en el bolsillo para buscar las cerillas—. En realidad toda la noche. Y ahora me importa un bledo que todo el mundo sepa la verdad sobre mí. Acepto tal como es mi lamentable personaje de hombre de los círculos, como me llama la prensa. Al principio, cuando empecé, tenía la impresión de haber alcanzado con ello un gran poder. En realidad, supongo que yo era un hombre vanidoso y grotesco. Y luego todo se estropeó. Ha habido dos crímenes. Y mi Delphie. ¿De qué sirve intentar esquivar todo eso? ¿De qué sirve intentar, disimulándolo ante los demás, hacer una chapuza con un futuro que de todas formas he destrozado, masacrado? No. He sido el hombre de los círculos. Peor para mí. Por esa razón, por culpa de mis «frustraciones», ésa es la palabra de Vercors-Laury, ha habido tres muertos. Y Delphie.

Apoyó la cabeza entre las manos, y Danglard y Adamsberg esperaron en silencio, sin mirarse. Y luego, el viejo Le Nermord se frotó los ojos con la manga de su impermeable, como un vagabundo, como si abandonara todo el prestigio que había tardado tantos años en construir.

—Así que es inútil que les suplique que mientan a la prensa —añadió haciendo un esfuerzo—. Tengo la impresión de que lo mejor es que intente asumir lo que soy y lo que he hecho, y no enarbolar este maldito maletín de profesor para protegerme. Sin embargo, como soy un cobarde a pesar de todo, prefiero irme de París, ahora que todo va a saberse. Compréndanlo, me cruzo con demasiadas caras conocidas por la calle. Si ustedes me dan la autorización, me gustaría exiliarme en el campo. Me horroriza el campo. Compré la casa para Delphie. Me servirá de refugio.

Le Nermord esperó expectante la respuesta, acariciándose la mejilla con la cazoleta de la pipa, la expresión inquieta y desdichada.

—Está usted totalmente en su derecho —dijo Adamsberg—. Déjeme su dirección, es lo único que le pediré.

—Gracias. Pienso que podré instalarme allí dentro de quince días. Lo voy a vender todo. Bizancio se acabó.

Adamsberg dejó pasar un nuevo silencio antes de preguntar:

—No es usted diabético, ¿verdad?

—Es una pregunta muy extraña, comisario. No, no soy diabético. ¿Es... es importante para usted?

—Bastante. Le voy a molestar por última vez, pero por una tontería. Sin embargo es una tontería que busca en vano una explicación y espero que usted me ayude. Todos los testigos que le han visto han dicho que dejaba un olor al pasar. Un olor a manzana podrida para unos, a vinagre o licor para otros. Al principio creí que era usted diabético, pues la diabetes, como usted seguramente sabe, les produce a los enfermos un ligero olor a fermentación. Pero no es su caso. Para mí, usted sólo huele a tabaco rubio. Entonces pensé que ese olor venía sin duda de su ropa, o de un armario de ropa. Ayer me permití, en su casa, oler todos los roperos, los armarios, los arcones, las cómodas, y todos los trajes. Nada. Olía a madera vieja, olía a tintorería, olía a pipas, libros, a tiza incluso, pero nada a ácido, nada a fermentado. Estoy decepcionado.

—¿Qué debo decirle? —preguntó Le Nermord, estupefacto—. ¿Cuál es su pregunta exactamente?

—¿Cómo lo explica usted?

—¡No lo sé! Nunca he advertido ese olor. Incluso es bastante humillante enterarme de que existe.

—Quizá yo tenga una explicación. Que el olor viene de otra parte, de un armario que se encuentra fuera de su casa, y en el que usted dejaba su ropa de hombre de los círculos.

—¿Mi ropa de hombre de los círculos? ¡Pero si no llevaba un atuendo especial! ¡No he llevado el ridículo hasta el extremo de hacerme un traje para semejante circunstancia! No, comisario. Además, sus testigos también han tenido que decirle que iba vestido de forma normal, como hoy. Siempre llevo más o menos la misma ropa: unos pantalones de franela, una camisa blanca, una chaqueta de espiguilla y un impermeable. Casi nunca me visto de otra manera. ¿Qué interés podía tener en salir de mi casa con una chaqueta de espiguilla, y dirigirme «a otra parte» para ponerme otra chaqueta de espiguilla, y además que oliera mal?

—Eso es lo que le pregunto.

Le Nermord volvía a tener una expresión lamentable, y Danglard, una vez más, odió a Adamsberg. Pensándolo bien, al comisario no se le daba tan mal la tortura.

—Me gustaría ayudarle —dijo Le Nermord temblándole la voz—, pero me pide demasiado. Soy incapaz de entender esa historia del olor y por qué es tan interesante.

—Si se descubre, no es interesante.

—Es posible, después de todo, que en la fiebre de la acción, porque los círculos me producían mucha emoción, haya podido emitir una especie «de olor a miedo». Es posible, después de todo. Al parecer, existe. Cuando después me recuperaba en el metro, estaba empapado de sudor.

—No pasa nada —dijo Adamsberg haciendo dibujos directamente en la mesa—. Olvídelo. Con frecuencia se me ocurren ideas fijas y descabelladas. Le voy a dejar ir, señor Le Nermord. Espero que encuentre la paz en el campo. Hay gente que la encuentra.

¡Paz en el campo! Irritado, Danglard suspiró ruidosamente. De todas formas, todo en el comisario le irritaba esa mañana, sus rodeos desprovistos de sentido, sus interrogatorios inútiles, su banalidad, en una palabra. En ese momento deseó tomar una copa de vino blanco. Demasiado temprano. Sin duda demasiado temprano, reprímete, Dios mío.

Le Nermord les dirigió una trágica sonrisa y Danglard intentó consolarle estrechándole muy fuerte la mano. Sin embargo, la mano de Le Nermord estaba como muerta. «Está perdido», pensó Danglard.

Adamsberg se levantó para ver cómo Le Nermord se alejaba por el pasillo, con su maletín negro y la espalda encorvada, más delgado que nunca.

—Pobre tipo —dijo Danglard—, está jodido.

—Yo hubiera preferido que fuera diabético —dijo Adamsberg.

Adamsberg pasó el final de la mañana leyendo
Ideología y sociedad bajo Justiniano.
A Danglard, casi tan agotado como su víctima por su combate con el hombre de los círculos, le hubiera gustado que Adamsberg dejara de una vez de pensar en él y continuara la investigación de otra manera. Se sentía tan saturado de Augustin-Louis Le Nermord que por nada del mundo habría podido leer una línea de él. Habría tenido la impresión, en cada palabra, de que veía inclinarse hacia él los rasgos confusos y la mirada fija, de un azul sucio, del bizantinista, reprochándole su ensañamiento.

Danglard fue a reunirse con él hacia la una. Adamsberg seguía sumido en la lectura. Recordó que el comisario había dicho que leía todas las palabras, una tras otra. Adamsberg no levantó la cabeza pero oyó entrar a Danglard.

—Danglard, ¿recuerda la revista de modas que estaba en el bolso de la señora Le Nermord?

—¿La que usted hojeó en el furgón? Debe de seguir en el laboratorio.

Adamsberg llamó y pidió que le bajaran la revista si habían terminado con ella.

—¿Qué le preocupa? —le preguntó Danglard.

—No lo sé. Por lo menos hay tres cosas que me preocupan: el olor a manzana podrida, el buen doctor Gérard Pontieux y esa revista de modas.

Adamsberg volvió a llamar a Danglard un poco más tarde. Tenía una hojita en la mano.

—Son horarios de trenes —dijo Adamsberg—. Hay uno que sale dentro de cincuenta y cinco minutos a Marcilly, el pueblo natal del doctor Pontieux.

—Pero ¿qué tiene contra el doctor?

—Tengo en su contra que es un hombre.

—¿Otra vez esa historia?

—Ya se lo he dicho, Danglard, soy muy lento. ¿Cree que puede coger ese tren?

—¿Hoy?

—Por favor. Quiero saberlo todo sobre el doctor. Allí encontrará usted personas que le conocieron de joven, antes de que se marchara a abrir su consulta en París. Interróguelas. Quiero saber. Todo. Algo se nos ha escapado.

—Pero ¿cómo quiere que interrogue a la gente sin tener la menor idea de lo que usted busca?

Adamsberg movió la cabeza.

—Vaya, y haga todas las preguntas del mundo. Confío en usted. Y no olvide llamarme.

Adamsberg despidió a Danglard y, con la mente completamente ausente, bajó a buscar algo de comer. Engulló el almuerzo frío camino de la Biblioteca Nacional.

A la entrada de la biblioteca, sus viejos pantalones de lona negra y su camisa arremangada hasta los codos no produjeron buena impresión. Enseñó su placa y dijo que quería consultar la totalidad de la obra de Augustin-Louis Le Nermord.

Danglard llegó a las 18.10 a la estación de Marcilly. A la hora en que se empieza a tomar vino blanco en los bares. Había seis cafés en Marcilly; los visitó todos y encontró muchos viejos que podían hablar de Gérard Pontieux. Sin embargo, lo que contaban no tenía ningún interés para Danglard. Se aburrió mucho recorriendo la vida del joven Gérard, sobre todo porque no había tenido incidencias notables. A Danglard le habría parecido más pertinente preguntar por su carrera de médico. Nunca se sabe, una eutanasia, un error en el diagnóstico... Pueden ocurrir montones de cosas. Pero no era eso lo que le había pedido Adamsberg. El comisario le había enviado allí, donde nadie estaba al corriente de lo que Pontieux había hecho después de cumplir veinticuatro años.

Hacia las diez de la noche, vagaba solo por Marcilly, después de haber bebido mucho vino local y sin haber descubierto nada. No quería volver a París con las manos tan vacías. Quería seguir intentándolo, pero no le hacía ninguna gracia verse obligado a pasar la noche allí. Llamó a los niños para mandarles un beso. Luego fue a la dirección que le había dado el último camarero, en la que debía encontrar una habitación en una casa particular. La dueña de la casa era una señora anciana que le sirvió otro vaso de vino local. A Danglard le entraron ganas de confiar sus preocupaciones a aquella vieja y vivísima mirada.

Sin decir nada a nadie, Mathilde había estado muy preocupada toda la semana. En primer lugar, no le había gustado oír a Charles volver a la una y media de la mañana y enterarse al despertar del nuevo asesinato de una mujer. Y, para empeorar las cosas, Charles se había estado riendo sarcásticamente toda la tarde del día siguiente de un modo absolutamente malvado. Harta, le había echado diciéndole que volviera a verla cuando se hubiera calmado. Sin embargo le preocupaba, no valía la pena intentar disimularlo. En cuanto a Clémence, había regresado justo a la mitad de la misma noche, deshecha en lágrimas. Totalmente hundida. Mathilde había pasado una hora, sin éxito, intentando poner orden. Y luego, al borde de un ataque de nervios, Clémence había decidido que necesitaba cambiar un poco de aires, hacer una pausa en los anuncios. Lo de los anuncios era demasiado duro. Mathilde había dado el visto bueno inmediatamente y la había mandado al Picón a hacer la maleta y descansar antes de marchar. Se sentía avergonzada porque, al oír salir a Clémence por la mañana, que intentaba no despertarla andando con cuidado por la escalera, había pensado: «Soy libre durante cuatro días». Clémence había prometido estar de vuelta en el Picón el miércoles para terminar la clasificación que había empezado. Sin duda presentía que su amiga costurera no desearía tenerla con ella demasiado tiempo. La vieja Clémence era bastante lúcida. Realmente, ¿qué edad podía tener?, se preguntó Mathilde. Sesenta, setenta, quizá más. Sin embargo, sus ojos oscuros y enrojecidos en los bordes, sus dientes afilados, hacían muy difíciles las aproximaciones.

A lo largo de la semana, Charles había continuado encadenando malvadas expresiones sobre su bello rostro, y Clémence no había vuelto como había prometido. Las diapositivas en proceso de clasificación seguían esparcidas sobre la mesa. Fue Charles el primero en decir que resultaba inquietante, pero que no sería una mala cosa si la vieja había seguido a un hombre cualquiera en un tren y se la habían cargado. Aquello hizo que Mathilde se preocupara aún más. Y el viernes por la noche, al ver que la musaraña seguía sin regresar, estuvo a punto de ponerse a buscarla y llamar a la costurera.

Y luego Clémence apareció. «Mierda», dijo Charles, que se había instalado en el sofá de Mathilde tocando con la punta de los dedos un libro en braille. Sin embargo, Mathilde se sintió aliviada. Pero mirando a los dos invadiendo su casa, él, magnífico y recostado en su sofá, con su bastón blanco posado en la alfombra, y ella, quitándose el abrigo de nailon y dejándose la gorra en la cabeza, Mathilde se dijo que algo no marchaba bien en su casa.

Adamsberg vio aparecer a Danglard en su despacho a las nueve de la mañana, con un dedo apretándose la frente, pero en un auténtico estado de excitación. Dejó caer su corpachón en la butaca y respiró profundamente varias veces.

—Perdóneme —dijo—, estoy sin aliento porque he corrido para venir. Cogí el primer tren en Marcilly, esta mañana. Ha sido imposible reunirme con usted, no estaba durmiendo en su casa.

Adamsberg separó las manos como diciendo: «¿Qué quiere que haga? No siempre elegimos las camas en las que dormimos».

—La genial anciana en cuya casa me alojé —dijo Danglard entre dos suspiros— había conocido mucho a su doctor. Le conocía tan bien que hasta él le había hecho confidencias. No me sorprende porque es una mujer profundamente sutil. Gérard Pontieux se comprometió, como ella dijo, con la hija de unos farmacéuticos, bastante fea y bastante rica. Necesitaba pasta para abrir su consulta. Y luego, en el último minuto, sintió asco de sí mismo. Se dijo que si empezaba así, en la infamia, no valía la pena confiar en hacer una honesta carrera como médico. Entonces se echó atrás y abandonó a la chica al día siguiente de la petición de mano, dirigiéndole una cobarde cartita. En resumen, nada muy grave, ¿verdad? Nada muy grave, excepto el nombre de la chica.

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