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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

El hombre de los círculos azules (14 page)

—Como no conseguí interrumpir aquel torrente, abandoné el lugar sin enterarme de nada más —concluyó Louvenel—. Mathilde me desagrada cuando ha bebido. Se dispersa, se vuelve ordinaria, ruidosa, y no busca sino ser querida a cualquier precio. Jamás hay que invitar a Mathilde a beber, jamás. ¿Me entiende?

—Todos aquellos discursos, ¿parecieron interesar a alguien en la sala?

—Recuerdo que la gente se reía.

—¿Por qué cree usted que Mathilde sigue a la gente por la calle?

—Se podría decir, haciendo un juicio precipitado, que lo que elabora es un catálogo de curiosidades —dijo Louvenel estirándose los pliegues de los pantalones, y luego los calcetines—. Se podría decir que hace con sus presas, tomadas al azar por la calle, como con los peces: ojearlas y clasificarlas en fichas. Pero no, es todo lo contrario. El drama de Mathilde es que sería capaz de irse a vivir sola al fondo del mar. De acuerdo, hace su trabajo, es una investigadora infatigable, una excelente científica, pero todo eso no tiene el menor sentido para ella. Lo que le tienta es el inmenso territorio que ella se ha fabricado bajo la superficie del agua. Mathilde es la única submarinista que conozco que se niega a que la acompañen, cosa que es muy peligrosa. Dice: «Real, quiero poder temerlo todo y comprenderlo todo sola, y hundirme cuando quiera, en el fondo de una fosa abisal, en las raíces del mundo». Es así. Mathilde es una partícula del universo. Como no puede dilatarse para fundirse con él, decide estudiarlo para percibirlo en sus mayores dimensiones físicas. Sin embargo, todo eso la aleja demasiado de los hombres, y ella lo sabe. Porque hay en Mathilde una gran dosis de bondad, o de talento, como usted prefiera, que no puede quedar satisfecha. Y eso hace que, a intervalos regulares, Mathilde vuelva a salir a la superficie y se ocupe de esa otra tentación, la que la lleva hacia la gente, digo bien, la gente, y no la humanidad. Entonces se reconcilia con los millones de pasos perdidos que da la gente caminando por la corteza terrestre. Ella llega hasta el final, y cada brizna de comportamiento que puede atrapar aquí o allá le parece una maravilla. Las memoriza, las anota, mathildiza. De paso se contagia de los amantes, porque Mathilde también es una enamorada. Y luego, cuando está saciada de todo eso, cuando considera que ha amado suficiente a sus hermanos, vuelve a sumergirse. Por eso sigue a los demás por la calle. Para llenarse completamente de latidos y distorsiones, parpadeos, codazos, antes de ir a lanzar su soledad, como un desafío, a la inmensidad.

—¿Y a usted le sugiere algo el hombre de los círculos?

—No crea que soy desconsiderado, pero no tengo el menor interés en esos infantilismos. Incluso el crimen me parece infantilismo. Los adultos-niños me aburren, son caníbales. Sólo sirven para alimentarse de la vitalidad de los demás. No se perciben y, como no se perciben, no pueden vivir, y no son otra cosa que seres ávidos de la mirada o la sangre de los demás. Como no se perciben, me aburren. Seguramente usted sabe que la percepción que el hombre tiene de sí mismo me interesa más —digo bien, la percepción, la sensación, y no la comprensión o el análisis— que todas las demás soluciones de los hombres, y eso incluso aunque viva del cuento como los demás. Eso es todo lo que me inspira el hombre de los círculos y su crimen, del que por otra parte apenas sé nada excepto por Mathilde, que habla muchísimo de ello.

Real desató y volvió a atarse los cordones de los zapatos.

Adamsberg sabía perfectamente que Real Louvenel había hecho un esfuerzo por adaptar su lenguaje a su interlocutor. No tenía nada contra él. Incluso así, no estaba seguro de haber comprendido exactamente lo que aquel hombre febril entendía por «percepción de sí», claramente sus palabras preferidas. Sin embargo, había pensado en sí mismo escuchándole, era inevitable, debía de ocurrirle a todo el mundo. Y había sentido que en vez de observarse, «se percibía», seguramente en el sentido en que Louvenel lo entendía, y lo demostraba el hecho de que a veces le «dolía tener conciencia». Sabía que aquella percepción de la existencia tomaba a veces caminos espeleológicos, en los que las botas se hundían en el barro, en los que no se encontraba ninguna respuesta, y hacía falta mucho valor físico para no expulsar todo aquello lo más lejos posible. Sin embargo, no lo expulsaba cuando venía, porque entonces tenía la certeza de que semejante gesto le habría condenado a no ser nada.

En todo caso, al parecer el tipo de la tiza azul no preocupaba a nadie. A Adamsberg no le importaba que le apoyaran o no en sus aprensiones. Era su problema. Dejó a Louvenel con su agitación, que se había calmado considerablemente después de tomar una pastilla ovalada y amarilla. Adamsberg sentía un violento rechazo por las medicinas y prefería estar con fiebre durante todo un día que tomar un solo comprimido de lo que fuera. Su hermanita le había dicho que era muy presuntuoso confiar en curarse siempre solo, y que nadie perdía fatalmente su identidad en el fondo de un tubo de aspirina. Lo que su hermanita podía llegar a joderle, no se podía ni imaginar.

En la comisaría, Adamsberg halló a Danglard bastante hecho polvo. Había encontrado compañía para empezar a tomar el vino blanco de la tarde, y por esa razón había adelantado su ritual cotidiano. Acodados en su mesa, como en la barra de un bar, Mathilde Forestier y el ciego guapo estaban pimplando de lo lindo en vasos de plástico. Hacían mucho ruido.

La bonita voz de Mathilde sobresalía por encima de las demás; Reyer no desviaba la cara de la reina y parecía contento. Adamsberg volvió a alabar con el pensamiento la belleza del prodigioso perfil del ciego, pero le molestó ver cómo se comía con los ojos, si se puede decir así, a Mathilde. ¿Qué era lo que le molestaba exactamente? ¿La impresión que el ciego pretendía que Mathilde tuviera de él? No. Mathilde no era tan vulgar, y era impensable caer en las lamentables trampas de la toma del poder y el sometimiento del más débil. Pero también, cuando una mano se posaba en Mathilde, era difícil en ese momento no ver una mano posarse al mismo tiempo en Camille. Pero no. No lo mezclaba todo. Todo el mundo tenía derecho a tocar a Camille, cosa que había convertido desde hacía tiempo en un principio saludable. O quizás era que Danglard también parecía participar, él que había sido tan categórico respecto a Mathilde. Alrededor de su mesa había como una carrera de velocidad entre los dos hombres, apestaba un poco al juego de la seducción mil veces repetido, y convenía constatar que Mathilde, con la cantidad de vino blanco que seguramente ya había bebido, no era insensible al ambiente. Al fin y al cabo, tenía todo el derecho. Y Danglard y Reyer también tenían derecho a actuar como adolescentes si les apetecía. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza hacer de repente de censor y dictar reglas artísticas? ¿Acaso había sido artístico él con la vecina de abajo, con la que se había acostado? No, no había sido nada artístico. Aunque un poco emocionado por la oportunidad, había calculado sus palabras según sus reglas, que sabía seguras, y había descubierto sus métodos de cabo a rabo. ¿Había sido artístico con Christiane? Aún peor. Aquello le hizo pensar que no había pensado en pensar en ella. Igual que tomar una copa con los demás. Y preguntarse qué coño hacían allí. Mirándolo bien, Danglard no estaba tan distraído con la seducción de sus dos sospechosos sentados a la mesa con él. Mirándolo con más atención, el pensador Danglard observaba, vigilaba, escuchaba, encauzaba, por muy borracho que estuviera. Incluso en medio de la borrachera, Mathilde y Reyer seguían siendo, para el incisivo cerebro de Danglard, unos personajes involucrados muy de cerca en un caso de asesinato. Adamsberg sonrió y se acercó a la mesa.

—Ya lo sé —dijo Danglard señalando los vasos—, es contrarío a las reglas. Pero estas personas no son mis clientes. Están aquí de paso. Han venido a verle a usted.

—Por supuesto —dijo Mathilde.

Ante la mirada de Mathilde, Adamsberg comprendió que estaba absolutamente resentida con él. Sin embargo, había que evitar el escándalo delante de todo el mundo. Él renunció a su vaso y les llevó a su despacho haciendo una seña a Danglard. Por si acaso. Para no herirle. Pero a Danglard le importaba un bledo, pues ya había vuelto a sumergirse en los papeles.

—¿Así que Clémence no ha podido evitar irse de la lengua? —preguntó suavemente a Mathilde, sentándose de medio lado.

Adamsberg sonreía, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—No tenía que haberlo hecho —dijo Mathilde—. Al parecer usted la acosó a preguntas sobre su vida, y luego sobre Real. Dígame, Adamsberg, ¿qué formas son ésas de comportarse?

—Las formas de un poli, supongo —dijo Adamsberg—. No la acosé. Clémence habla sola silbando entre los dientes. Además, tenía ganas de conocer a Real Louvenel. Vengo de su casa.

—Lo sé —dijo Mathilde—, y me parece fatal.

—Lo comprendo —dijo Adamsberg.

—¿Qué quería de él?

—Saber lo que usted pudo decir en el Dodin Bouffant.

—Pero ¿qué importancia tiene, Dios mío?

—A veces, pero sólo a veces, siento la tentación de conocer lo que me ocultan los demás. Y además, desde el artículo del periódico del distrito 5, usted se ha convertido en una espía para todos aquellos que hubieran querido acercarse al hombre de los círculos. Es imprescindible que yo me ocupe de todo. Creo que usted no está lejos de saber quién es. Esperaba que hubiera dicho más cosas aquella noche y que Louvenel me hubiera puesto al corriente.

—No imaginaba que tuviera usted procedimientos tan retorcidos.

Adamsberg se encogió de hombros.

—¿Y usted, señora Forestier? Su entrada en la comisaría la primera vez, ¿acaso fue un procedimiento correcto?

—No tuve más remedio —dijo Mathilde—. Pero a usted todo el mundo le cree puro. Y de repente, se vuelve tortuoso.

—Tampoco tengo más remedio. Y además, es verdad, soy fluctuante. Siempre fluctuante.

Adamsberg había apoyado la cabeza en la mano y seguía inclinado hacia un lado. Mathilde le miraba.

—Es verdad lo que le dije —repuso Mathilde—. Es usted completamente amoral, tenía que haber sido puta.

—Es exactamente a lo que me estoy dedicando para obtener información.

—¿Sobre qué?

—Sobre él. Sobre el hombre de los círculos.

—Va a decepcionarse. He inventado la identidad del hombre de los círculos a partir de varios recuerdos. No tengo ninguna prueba. Pura imaginación.

—Poco a poco —murmuró Adamsberg—, consigo arrancarle algunos fragmentos de verdad. Aunque cuesta mucho. ¿Puede decirme quién es? Me interesa, aunque se lo invente.

—No está basado en nada. El hombre de los círculos me recuerda a un hombre al que seguí la pista hace mucho tiempo, por lo menos hace ocho años, precisamente en el barrio de Pigalle. Le seguía hasta un pequeño restaurante, oscuro, en el que comía solo. Trabajaba comiendo, sin quitarse jamás el impermeable, y llenaba la mesa de montañas de libros y papeles. Y cuando se caían, cosa que ocurría todo el tiempo, se agachaba para recogerlos sujetándose los bajos del impermeable, como si fuera un traje de novia. A veces, su mujer iba con su amante a tomar el café con él. Entonces producía el efecto de un ser desgraciado, decidido a encajar todas las humillaciones para preservar algo. Pero cuando la mujer y el amante salían, se ponía furioso, cortaba cuidadosamente el mantel de papel con el cuchillo de la carne y estaba claro que no se sentía bien. Yo le habría aconsejado que tomara una copa, pero era sobrio. En mi agenda de esa época, escribí: «Hombrecillo que desea el poder y no lo tiene. ¿Cómo se las va a arreglar?». Como ve, mis consideraciones son siempre muy escuetas. Es Real el que lo dice: «Mathilde, eres escueta». Y luego abandoné a ese tipo. Me ponía nerviosa y triste. Yo sigo a la gente para divertirme, y no para hurgar en sus sufrimientos. Entonces, cuando vi al hombre de los círculos y su forma de agacharse sujetándose el abrigo, me vino a la memoria una figura conocida. Una noche hojeé mis cuadernos de notas, exhumé el recuerdo del hombrecillo ávido pero sin poder, y me dije: «¿Por qué no? ¿Será la solución que ha encontrado para tomar el poder?». Escueta como siempre, me detuve ahí. Ya lo ve, Adamsberg, está decepcionado. No merecía la pena ir con tanto disimulo a mi casa y a casa de Real para obtener una información tan lamentable.

Mathilde ya no estaba enfadada.

—¿Por qué no me lo dijo inmediatamente?

—No estaba lo suficientemente segura de mis procedimientos, no tenía la menor convicción. Y además, como usted sabe perfectamente, protejo un poco al hombre de los círculos. Es como si sólo me tuviera a mí en la vida. Es uno de esos deberes que no se pueden eludir. Y además, mierda, siempre me ha repugnado que mis notas personales puedan servir como documentos de delación.

—Es comprensible —dijo Adamsberg—. ¿Por qué ha dicho «ávido» al hablar de él? Es curioso, Louvenel ha empleado la misma palabra. De todas formas, usted se ha hecho, con sus declaraciones en el Dodin Bouffant, una gran publicidad. Sólo había que dirigirse a usted para saber algo más.

—¿Para qué?

—Ya se lo he dicho. Las manías del hombre de los círculos son un estímulo para el crimen.

Al mismo tiempo que decía «manía» para resumir, tenía en la memoria lo que había explicado Vercors-Laury, que el hombre, en suma, no presentaba las características de un maníaco. Y eso le satisfacía.

—¿No ha recibido usted ninguna visita especial después de la noche del Dodin Bouffant y el artículo del periódico? —repuso Adamsberg.

—No —dijo Mathilde—. Aunque todas las visitas que recibo son especiales.

—Después de aquella velada, ¿volvió a seguir al hombre de los círculos?

—Por supuesto, muchas veces.

—¿No había nadie en los lugares a los que iba?

—No advertí nada. En realidad, tampoco me preocupé.

—¿Y usted qué hace aquí? —preguntó volviéndose hacia Charles Reyer.

—Acompaño a la señora, señor comisario.

—¿Por qué?

—Para distraerme.

—O para enterarse de algo más. Sin embargo, me han dicho que cuando Mathilde Forestier se sumergía en el agua, se sumergía sola, contrariamente a las leyes de la profesión. No es su estilo dar importancia a que la acompañen y protejan.

—La señora Forestier estaba furiosa. Me preguntó si quería participar en todo esto. Acepté. Es distraído para terminar la jornada. Pero yo también estoy decepcionado. Ha desarmado usted a Mathilde demasiado pronto.

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