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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Héroe de las Eras (43 page)

BOOK: El Héroe de las Eras
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También se mantenía alerta: Elend lo notaba por la forma en que daba la espalda a las paredes o las particiones de cristal. Estaba quemando hierro o acero, vigilando movimientos bruscos de metal que pudieran indicar el ataque de un lanzamonedas. Elend empezó a quemar hierro también, y se aseguró de seguir quemando zinc para aplacar las emociones de los presentes, impidiendo que se sintieran demasiado furiosos o amenazados por su intrusión. Otros alománticos (Brisa, o incluso Vin) habrían tenido problemas para aplacar a un salón entero a la vez. A Elend, con su desorbitado poder, apenas le hacía falta concentrarse.

Telden aún se hallaba cerca, con aspecto preocupado. Elend trató de decir algo para retomar la conversación, pero tuvo que esforzarse para encontrar algo que no resultara embarazoso. Habían pasado casi cuatro años desde que Telden se había marchado de Luthadel. Antes, era uno de los amigos con quienes Elend discutía sobre teoría política, planeando con el idealismo de la juventud el día en que dirigirían sus casas. Sin embargo, los días de juventud (y de sus teorías idealistas) habían quedado atrás.

—Bueno… —dijo Telden—. Así es como hemos terminado, ¿eh?

Elend asintió.

—No vas… a atacar la ciudad de verdad, ¿no? —preguntó Telden—. Has venido sólo a intimidar a Yomen, ¿no es cierto?

—No —respondió Elend con tono tranquilo—. Conquistaré la ciudad si es preciso, Telden.

Telden se ruborizó.

—¿Qué te ha pasado, Elend? ¿Dónde está el hombre que hablaba de derechos y legalidad?

—Me alcanzó el mundo, Elend. No puedo ser el hombre que era.

—¿Y te has convertido en el Lord Legislador?

Elend vaciló. Le parecía extraño que otro se enfrentara a él con sus propias preguntas y argumentos. Una parte de él sintió una puñalada de temor: si Telden preguntaba esas cosas, entonces Elend tenía derecho a preocuparse al respecto. Tal vez fuera cierto.

Sin embargo, un impulso más fuerte ardió en su interior. Un impulso nutrido por Tindwyl, y luego refinado por un año de lucha para traer el orden a los restos derruidos del Imperio Final.

Un impulso por confiar en sí mismo.

—No, Telden —dijo Elend con firmeza—. No soy el Lord Legislador. Un consejo parlamentario gobierna en Luthadel, y hay otros en todas las ciudades que he unido a mi imperio. Ésta es la primera vez que marcho sobre una ciudad con mis ejércitos por necesidad de conquistar y no de proteger… y es sólo porque Yomen arrebató esta ciudad a un aliado mío.

Telden hizo una mueca:

—Te nombraste emperador.

—Porque eso es lo que el pueblo necesita, Telden —repuso Elend—. No quieren regresar a los días del Lord Legislador… pero preferirían hacerlo antes que vivir en el caos. El éxito de Yomen aquí lo demuestra. La gente quiere saber que alguien los cuida. Tuvieron un dios-emperador durante mil años… ahora no es momento de dejarlos sin líder.

—¿Pretendes decirme que sólo eres una figura decorativa? —preguntó Telden, cruzándose de brazos.

—Difícilmente. Pero espero serlo, con el tiempo. Ambos sabemos que soy un erudito, no un rey.

Telden frunció el ceño. No creía a Elend. Y, sin embargo, Elend descubrió que ese hecho no le molestaba. Algo al pronunciar aquellas palabras, al enfrentarse al escepticismo, le hizo reconocer la validez de su propia confianza. Telden no comprendía: no había experimentado lo que había vivido Elend. El mismo Elend, de joven, no habría estado de acuerdo con lo que hacía ahora. Una parte de ese joven aún tenía voz dentro de su alma… y nunca la haría callar. Sin embargo, iba siendo hora de impedir que siguiera socavándolo. Elend apoyó una mano en el hombro de su amigo:

—No importa, Tell. Tardé años en convencerte de que el Lord Legislador era un emperador terrible. Espero tardar el mismo tiempo en convencerte de que yo seré bueno.

Telden sonrió débilmente.

—¿Vas a decirme que he cambiado? —preguntó Elend—. Últimamente, parece haberse puesto de moda.

Telden se echó a reír:

—Creí que era obvio. No hace falta señalarlo.

—Entonces ¿qué?

—Bueno… —dijo Telden—. ¡En realidad iba a reprenderte por no haberme invitado a tu boda! Estoy dolido. De verdad. Me pasé casi toda mi juventud dándote consejos para que te relacionaras, ¡y cuando por fin eliges a una chica, ni siquiera me avisas del matrimonio!

Elend se echó a reír, y se volvió para seguir la mirada de Telden, que contemplaba a Vin. Confiada y poderosa, pero también delicada y grácil. Elend sonrió con orgullo. Ni siquiera durante los gloriosos días de los bailes en Luthadel podía recordar a una mujer que llamara tanto la atención como Vin ahora. Y, al contrario que Elend, había entrado en este baile sin conocer a una sola persona.

—Me siento un poco como un padre orgulloso —dijo Telden, colocando una mano sobre el hombro de Elend—. ¡Ha habido días en que creía que eras un caso perdido, El! Pensaba que algún día entrarías en una biblioteca y desaparecerías por completo. Y te encontraríamos veinte años más tarde cubierto de polvo, repasando un texto filosófico por enésima vez. Y sin embargo aquí estás, casado… ¡y con una mujer como ésa!

—A veces, yo tampoco lo entiendo —respondió Elend—. Ni siquiera se me ocurre una razón lógica para explicar por qué quiere estar conmigo. Sólo… debo confiar en su juicio.

—Sea como fuere, has hecho bien.

Elend arqueó una ceja:

—Me parece recordar que una vez intentaste disuadirme de que no me relacionara con ella.

Telden se ruborizó:

—Hay que reconocer que ella actuaba de forma muy extraña cuando acudía a esas fiestas.

—Sí —dijo Elend—. Parecía más una persona real que una noble. —Miró a Telden, sonriendo—. De todas maneras, si me disculpas, hay algo que tengo que hacer.

—Por supuesto, El —respondió Telden, haciendo una leve reverencia mientras Elend se retiraba. El gesto le pareció un poco extraño viniendo de Telden. En realidad, ya no se conocían. Sin embargo, compartían recuerdos de amistad.

No le he dicho que maté a Jastes
, pensó Elend mientras atravesaba la sala y los asistentes a la fiesta le abrían paso.
Me pregunto si lo sabe.

La capacidad auditiva amplificada de Elend captó un aumento general de excitación entre las conversaciones susurradas cuando la gente advirtió lo que estaba haciendo. Le había dado a Yomen tiempo suficiente para tratar con su sorpresa; era el momento de abordar al hombre. Aunque parte de su propósito al asistir al baile era intimidar a la nobleza local, el principal motivo por el que Elend estaba aquí seguía siendo hablar con su rey.

Yomen vio que Elend se acercaba a la mesa elevada y, dicho sea en su honor, el obligador no pareció asustado ante la perspectiva de un encuentro. Sin embargo, su comida continuaba intacta. Elend no esperó permiso para acercarse a la mesa, pero se detuvo y aguardó mientras Yomen indicaba con un gesto a los sirvientes que despejaran un sitio y colocaran un plato delante de Elend, justo frente a él.

Elend se sentó, confiando en que Vin, con su propio acero y estaño, lo advirtiera si alguien lo atacaba por detrás. Era el único a este lado de la mesa, y los compañeros de cena de Yomen se retiraron todos cuando él se sentó para dejar a los dos gobernantes a solas. En otra situación, la imagen podría haber parecido ridícula: dos hombres sentados el uno frente al otro con una gran mesa en medio que los separaba. El mantel blanco y la vajilla cristalina eran prístinos, como lo habrían sido durante los días del Lord Legislador.

Elend había vendido todos los artículos de ese tipo que había encontrado, en un esfuerzo de alimentar a su pueblo durante los últimos inviernos.

Yomen cruzó los dedos ante él (unos criados silenciosos le retiraron la comida), y estudió a Elend, sus ojos cautelosos enmarcados por intrincados tatuajes. Yomen no llevaba corona, pero sí una simple perla de metal atada de forma que colgaba en el centro de su frente.

Atium.

—Hay un dicho en el Ministerio del Acero —habló Yomen por fin—. Siéntate a cenar con el diablo, y lo ingerirás con tu comida.

—Entonces es bueno que no estemos comiendo —respondió Elend, sonriendo levemente.

Yomen no le devolvió la sonrisa.

—Yomen —dijo Elend, poniéndose más serio—. Acudo a ti no como emperador en busca de nuevas tierras que controlar, sino como un rey desesperado en busca de aliados. El mundo se ha convertido en un lugar peligroso: la tierra misma parece estar combatiendo contra nosotros, o al menos se hace pedazos ante nosotros. Acepta mi mano de amistad, y acabemos con las guerras.

Yomen no respondió. Tan sólo permaneció sentado, los dedos entrelazados, estudiando a Elend.

—Dudas de mi sinceridad —dijo Elend—. No puedo decir que te lo reproche, ya que he plantado mi ejército ante tu puerta. ¿Hay alguna manera de persuadirte? ¿Estarías dispuesto a iniciar conversaciones o parlamentar?

Siguió sin haber respuesta. Así que, esta vez, Elend esperó. La sala enmudeció.

Yomen habló por fin:

—Eres un hombre descarado y atrevido, Elend Venture.

Elend se irritó. Tal vez fuera por el entorno del baile, tal vez por el modo en que Yomen ignoraba tan irrespetuosamente su oferta. Sin embargo, respondió de un modo parecido a como habría hecho años antes, cuando no era rey ni estaba en guerra.

—Es una mala costumbre que he tenido siempre —dijo—. Me temo que los años de gobierno, y de ser educado en modales, no han cambiado un hecho: soy un hombre terriblemente burdo. Supongo que por mala educación.

—Esto te parece un juego —dijo el obligador, la mirada intensa—. Vienes a mi ciudad para matar a mi pueblo, y entras en mi salón de baile esperando asustar a la nobleza hasta el punto de la histeria.

—¡No! —respondió Elend—. No, Yomen, esto no es ningún juego. El mundo parece a punto de terminar, y estoy haciendo todo lo que puedo para ayudar a sobrevivir a tanta gente como sea posible.

—¿Y hacer todo lo que puedes incluye conquistar mi ciudad?

Elend sacudió la cabeza:

—No soy bueno mintiendo, Yomen. Así que seré sincero contigo. No quiero matar a nadie: como decía, preferiría que simplemente firmáramos una tregua y acabáramos de una vez. Dame la información que busco, comparte tus recursos con los míos, y no te obligaré a entregar tu ciudad. Deniégamelo, y las cosas se volverán más difíciles.

Yomen permaneció un momento en silencio, mientras la música seguía sonando suavemente al fondo, vibrando sobre el murmullo de un centenar de amables conversaciones.

—¿Sabes por qué me disgustan los hombres como tú, Venture? —preguntó Yomen por fin.

—¿Por mi insufrible encanto e ingenio? Dudo que sea mi buen aspecto… pero, comparado con el de un obligador, supongo que incluso mi cara sería envidiable.

La expresión de Yomen se ensombreció:

—¿Cómo acabó un hombre como tú en una mesa de negociación?

—Me entrenaron una nacida de la bruma hosca, un terrisano sarcástico y un grupo de ladrones irrespetuosos —contestó Elend, suspirando—. Además, como remate, ya de entrada era una persona bastante insufrible. Pero, por favor, continúa con tus insultos: no pretendía interrumpir.

—No me gustas —continuó Yomen—, porque tienes las agallas de creer que mereces tomar esta ciudad.

—Es verdad —dijo Elend—. Pertenecía a Cett; la mitad de los soldados que traigo conmigo le servían a él antes, y ésta es su patria. Hemos venido a liberar, no a conquistar.

—¿Te parece que esta gente necesita ser liberada? —dijo Yomen, señalando con un gesto a las parejas que bailaban.

—En realidad, sí —respondió Elend—. Yomen, tú eres el advenedizo aquí, no yo. No tienes ningún derecho a esta ciudad, y lo sabes.

—Tengo el derecho que me otorgó el Lord Legislador.

—No aceptamos el derecho a gobernar del Lord Legislador —dijo Elend—. Por eso lo matamos. En cambio, potenciamos el derecho del pueblo a gobernar.

—¿En serio? —preguntó Yomen, los dedos todavía enlazados ante él—. Porque, que yo recuerde, el pueblo de tu ciudad eligió a Ferson Penrod como rey.

Buen argumento ese
, tuvo que admitir Elend.

Yomen se inclinó hacia delante:

—Éste es el motivo por el que no me gustas, Venture. Eres un hipócrita de la peor calaña. Fingiste dejar al pueblo al mando… pero, cuando te expulsaron y eligieron a otro, hiciste que tu nacida de la bruma reconquistara la ciudad para ti. Gobiernas por la fuerza, no por consentimiento común, así que no me hables de derechos.

—Hubo… circunstancias en Luthadel, Yomen. Penrod trabajaba con nuestros enemigos, y consiguió el trono manipulando a la asamblea.

—Eso parece un defecto en el sistema —repuso Yomen—. Un sistema que tú estableciste… un sistema que sustituye al orden que existía antes. Un pueblo depende de la estabilidad de su gobierno: necesitan alguien en quien fijarse. Un líder en quien puedan confiar, un líder con auténtica autoridad. Sólo un hombre elegido por el Lord Legislador tiene derecho a reclamar esa autoridad.

Elend estudió al obligador. Lo frustrante era que casi estaba de acuerdo con él. Yomen decía cosas que el propio Elend había dicho, aunque su perspectiva de obligador las retorciera un poco.

—Sólo un hombre elegido por el Lord Legislador tiene derecho a reclamar esa autoridad… —repitió Elend, frunciendo el ceño—. Eso es de Durton, ¿verdad?
¿La llamada de la confianza?

Yomen vaciló:

—Sí.

—Cuando se trata de derecho divino, prefiero a Gallingskaw.

Yomen hizo un gesto cortante:

—Gallingskaw era un hereje.

—¿Y eso invalida su teoría?

—No —respondió Yomen—. Demuestra que carecía de la capacidad para razonar adecuadamente… de lo contrario, no lo habrían ejecutado. Eso afecta a la validez de sus teorías. Además, no hay ningún mandato divino en el hombre corriente, como él proponía.

—El Lord Legislador era un hombre corriente antes de subir al trono —repuso Elend.

—Sí, pero tocó la divinidad en el Pozo de la Ascensión. Esto impuso en él la Lasca del Infinito, y le dio el Derecho de Inferencia.

—Vin, mi esposa, tocó esa misma divinidad.

—No acepto esa historia —dijo Yomen—. Como se ha dicho, la Lasca del Infinito era única, sin plan, sin creación.

—No metas a Urdree en esto —dijo Elend, alzando un dedo—. Ambos sabemos que era más un poeta que un verdadero filósofo: ignoraba la convención, y nunca dio atribuciones adecuadas. Concédeme al menos el beneficio de la duda y cita a Hardren. Te daría bases mucho mejores.

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