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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (24 page)

Pensando en todo aquello me puse contentísimo. De verdad. Sabía que eso de hacerme pasar por sordomudo era imposible, pero aun así, me gustaba imaginármelo. Lo que sí decidí con toda seguridad fue lo de irme al Oeste. Pero antes tenía que despedirme de Phoebe. Crucé la calle a todo correr —por poco me atropellan—, entré en una papelería y compré un bloc y un lápiz. Pensé que le escribiría una nota diciéndole dónde podíamos encontrarnos para despedirnos y para que yo pudiera devolverle el dinero que me había prestado. Llevaría la nota al colegio y se la daría a alguien de la oficina para que se la entregaran. Estaba demasiado nervioso para escribirla en la tienda, así que me guardé el bloc y el lápiz en el bolsillo y empecé a andar a toda prisa hacia el colegio. Fui casi corriendo porque quería que recibiera el recado antes de que se fuera a comer a casa. No me quedaba mucho tiempo.

Naturalmente sabía dónde estaba el colegio porque había ido de pequeño. Cuando entré sentí una sensación rara. Creí que no iba a recordar cómo era por dentro, pero me acordaba perfectamente. Estaba exactamente igual que cuando yo estudiaba allí. El mismo patio interior, bastante oscuro, con una especie de jaulas alrededor de las farolas para que no se rompieran las bombillas si les daban con la pelota. Los mismos círculos blancos pintados en el suelo para juegos y cosas así, y las mismas cestas de baloncesto sin la red, sólo los maderos y los aros.

No había nadie, probablemente porque estaban todos en clase y aún no era la hora de comer. No vi más que a un niño negro. Del bolsillo trasero del pantalón le asomaba uno de esos pases de madera que llevábamos también nosotros y que demostraban que tenía uno permiso para ir al baño.

Seguía sudando, pero no tanto como antes. Me acerqué a las escaleras, me senté en el primer escalón y saqué el bloc y el lápiz que había comprado. Olía igual que cuando yo era pequeño, como si alguien acabara de mearse allí. Las escaleras de los colegios siempre huelen así. Pero, como les decía, me senté y escribí una nota:

Querida Phoebe,

no puedo esperar hasta el miércoles, así que me voy esta tarde al Oeste en auto-stop. Ven si puedes a la puerta del museo de arte a las doce y cuarto. Te devolveré tu dinero de Navidad. No he gastado mucho. Con mucho cariño,

Holden

El colegio estaba muy cerca del museo y Phoebe tenía que pasar por delante para ir a casa, así que estaba seguro de que la vería.

Cuando acabé, me fui a la oficina del director para ver si alguien podía llevarle la nota a su clase. La doblé como diez veces para que no la leyeran. En un colegio no se puede fiar uno de nadie. Pensé que se la darían porque era su hermano.

Mientras subía las escaleras creí que iba a vomitar otra vez, pero no. Me senté un segundo y me recuperé bastante. Pero mientras estaba sentado vi una cosa que me puso negro. Alguien había escrito
J…
en la pared. Me puse furiosísimo. Pensé en Phoebe y en los otros niños de su edad que lo verían y se preguntarían qué quería decir aquello. Siempre habría alguno que se lo explicaría de la peor manera posible, claro, y todos pensarían en eso y hasta se preocuparían durante un par de días. Me entraron ganas de matar al que lo había escrito. Tenía que haber sido un pervertido que había entrado por la noche en el colegio a mear o algo así, y lo había escrito en la pared. Me imaginé que le pillaba con las manos en la masa y que le aplastaba la cabeza contra los peldaños de piedra hasta dejarle muerto todo ensangrentado. Pero sabía que no tenía valor para hacer una cosa así. Lo sabía y eso me deprimió aún más. La verdad es que ni siquiera tenía valor para borrarlo con la mano. Me dio miedo de que me sorprendiera un profesor y se creyera que lo había escrito yo. Al final lo borré y luego subí a las oficinas. El director no estaba, pero sentada a la máquina de escribir había una viejecita que debía tener como cien años. Le expliqué que era hermano de Phoebe Caulfield de la 4B-1 y le dije que por favor le entregara la nota, que era muy importante porque mi madre estaba enferma y me había encargado que llevara a Phoebe a comer a una cafetería. La viejecita estuvo muy amable. Llamó a otra ancianita de la oficina de al lado y le dio la nota para que se la llevara a mi hermana. Luego la que tenía como cien años y yo hablamos un buen rato. Era muy simpática. Cuando le dije que había estudiado allí me preguntó que adónde iba ahora y le contesté que a Pencey. Me dijo que era muy buen colegio. Aunque hubiera querido hacerlo, no habría tenido fuerzas suficientes para abrirle los ojos. Además si quería creer que Pencey era muy buen colegio que lo creyera. De todos modos es dificilísimo hacer cambiar de opinión a una ancianita que tiene ya como un siglo. Les gusta seguir pensando las mismas cosas de antes. Al cabo de un buen rato me fui. Tuvo gracia. Al salir la viejecita me gritó «Buena suerte» con el mismo tono con que me lo había dicho Spencer cuando me largué de Pencey. ¡Dios mío! ¡Cómo me fastidia que me digan «Buena suerte» cuando me voy de alguna parte! Es de lo más deprimente.

Bajé por una escalera diferente y vi otro
J…
en la pared. Quise borrarlo con la mano también, pero en este caso lo habían grabado con una navaja o algo así. No había forma de quitarlo. De todos modos, aunque dedicara uno a eso un millón de años, nunca sería capaz de borrar todos los
J…
del mundo. Sería imposible.

Miré el reloj del patio. Eran las doce menos veinte. Aún me quedaba mucho tiempo por matar antes de ver a Phoebe, pero, como no tenía otro sitio adónde ir, me fui al museo de todos modos. Pensé parar en una cabina de teléfonos para llamar a Jane Gallaher antes de salir para el Oeste, pero no estaba en vena.

Mientras esperaba a Phoebe dentro del vestíbulo del museo, se me acercaron dos niños a preguntarme si sabía dónde estaban las momias. El más pequeño, el que me había hablado, llevaba la bragueta abierta. Cuando se lo dije se la abrochó sin moverse de donde estaba. No se molestó ni en esconderse detrás de una columna ni nada. Me hizo muchísima gracia. Me habría reído, pero tuve miedo de vomitar otra vez, así que me contuve.

—¿Dónde están las momias, oiga? —repitió el niño—. ¿Lo sabe?

Me dio por tomarles el pelo un rato.

—¿Las momias? ¿Qué es eso? —le pregunté.

—Ya sabe, las momias. Esos tíos que están muertos. Los que meten en
tundas
y todo eso.

¡Qué risa! Quería decir tumbas.

—¿Cómo es que no estáis en el colegio? —le pregunté.

—Hoy no hay colegio —dijo el que hablaba siempre. Estoy seguro de que mentía descaradamente, el muy sinvergüenza. Como no tenía nada que hacer hasta que llegara Phoebe, les ayudé a buscar las momias. ¡Jo! Antes sabía exactamente dónde estaban, pero hacía años que no entraba en aquel museo.

—¿Os interesan mucho las momias? —les dije.

—Sí.

—¿No sabe hablar tu amigo?

—No es mi amigo. Es mi hermano.

—¿No sabe hablar? —miré al que estaba callado—. ¿No sabes?

—Sí —me dijo—, pero no tengo ganas.

Al final averiguamos dónde estaban las momias.

—¿Sabéis cómo enterraban los egipcios a los muertos? —pregunté a uno de los niños.

—No.

—Pues deberíais saberlo porque es muy importante. Los envolvían en una especie de vendas empapadas en un líquido secreto. Así es como podían pasarse miles de años en sus tumbas sin que se les pudriera la cara ni nada. Nadie sabe qué líquido era ése. Ni siquiera los científicos modernos.

Para llegar adonde estaban las momias había que pasar por una especie de pasadizo. Una de las paredes estaba hecha con piedras que habían traído de la tumba de un faraón. La verdad es que daba bastante miedo y aquellos dos valientes no las tenían todas consigo. Se arrimaban a mí lo más que podían y el que no despegaba los labios iba prácticamente colgado de mi manga.

—Vámonos de aquí —le dijo de pronto a su hermano—. Yo ya las he visto. Venga, vámonos.

Se volvió y salió corriendo.

—Es de un cobarde que no vea —dijo el otro—. Adiós.

Y se fue corriendo también. Me quedé solo en la tumba. En cierto modo me gustó. Se estaba allí la mar de tranquilo. De pronto no se imaginan lo que vi en la pared. Otro
J…
Estaba escrito con una especie de lápiz rojo justo debajo del cristal que cubría las piedras del faraón.

Eso es lo malo. Que no hay forma de dar con un sitio tranquilo porque no existe. Cuando te crees que por fin lo has encontrado, te encuentras con que alguien ha escrito un
J…
en la pared. De verdad les digo que cuando me muera y me entierren en un cementerio y me pongan encima una lápida que diga Holden Caulfield y los años de mi nacimiento y de mi muerte, debajo alguien escribirá la dichosa palabrita.

Cuando salí de donde estaban las momias, tuve que ir al baño. Tenía diarrea. Aquello no me importó mucho, pero ocurrió algo más. Cuando ya me iba, poco antes de llegar a la puerta, no me desmayé de milagro. Tuve suerte porque podía haber dado con la cabeza en el suelo y haberme matado, pero caí de costado. Me salvé por un pelo. Al rato me sentí mejor. De verdad. Me dolía un poco el brazo de la caída, pero ya no estaba tan mareado.

Eran como las doce y diez, así que volví a la puerta a esperar a Phoebe. Pensé que quizá fuera aquélla la última vez que la veía. A Phoebe o a cualquiera de mi familia. Supongo que volvería a verles algún día, pero dentro de muchos años. Regresaría a casa cuando tuviera como treinta y cinco o así. Alguien se pondría enfermo y querría verme antes de morir. Eso sería lo único que podría hacerme abandonar mi cabaña. Me imaginé cómo sería mi vuelta. Sabía que mi madre se pondría muy nerviosa y empezaría a llorar y a suplicarme que no me fuera, pero yo no le haría caso. Estaría de lo más sereno. Primero la tranquilizaría y luego me acercaría a la mesita que hay al fondo del salón donde están los cigarrillos, sacaría uno y lo encendería así como muy frío y despegado. Les diría que podían ir a visitarme, pero no insistiría mucho. A Phoebe sí la dejaría venir a verme en verano, en Navidad, en Pascua. D. B. podría venir también si necesitaba un sitio bonito y tranquilo donde trabajar, pero en mi cabaña no le dejaría escribir guiones de cine. Sólo cuentos y libros. A todos los que vinieran a visitarme les pondría una condición. No hacer nada que no fuera sincero. Si no, tendrían que irse a otra parte. De pronto miré el reloj que había en el guardarropa y vi que era la una menos veinticinco. Empecé a temer que la viejecita del colegio no le hubiera dado la nota a Phoebe. Quizá la otra la había dicho que la quemara o algo así. No saben el susto que me llevé. Quería ver a Phoebe antes de echarme al camino. Tenía que devolverle su dinero y despedirme y todo eso.

Al final la vi venir a través de los cristales de la puerta. Era imposible no reconocerla porque llevaba mi gorra de caza puesta. Salí y bajé la escalinata de piedra para salirle al encuentro. Lo que no podía entender era por qué llevaba una maleta. Cruzaba la Quinta Avenida arrastrándola porque apenas podía con ella.

Cuando me acerqué me di cuenta de que era una mía vieja que usaba cuando estudiaba en Whooton. No comprendía qué hacía allí con ella.

—Hola —me dijo cuando llegó a mi lado. Jadeaba de haber ido arrastrando aquel trasto.

—Creí que no venías —le contesté—. ¿Qué diablos llevas ahí? No necesito nada. Voy a irme con lo puesto. No pienso recoger ni lo que tengo en la estación. ¿Qué has metido ahí dentro?

Dejó la maleta en el suelo.

—Mi ropa —dijo—. Voy contigo. ¿Puedo? ¿Verdad que me dejas?

—¿Qué? —le dije. Casi me caí al suelo cuando me lo dijo. Se lo juro. Me dio tal mareo que creí que iba a desmayarme otra vez.

—Bajé en el ascensor de servicio para que Charlene no me viera. No pesa nada. Sólo llevo dos vestidos, y mis mocasines y unas cuantas cosas de ésas. Mira. No pesa, de verdad. Cógela, ya verás… ¿Puedo ir contigo, Holden? ¿Puedo? ¡Por favor!

—No. ¡Y cállate!

Creía que iba a desmayarme. No quería decirle que se callara, pero es que de verdad pensé que me iba al suelo.

—¿Por qué no? Holden por favor, no te molestaré nada, sólo iré contigo. Si no quieres no llevaré ni la ropa. Cogeré sólo…

—No cogerás nada porque no vas a venir. Voy a ir solo, así que cállate de una vez.

—Por favor, Holden. Por favor, déjame ir. No notarás siquiera que…

—No vas. Y a callar. Dame esa maleta —le dije. Se la quité de la mano y estuve a punto de darle una bofetada. Empezó a llorar—. Creí que querías salir en la función del colegio. Creía que querías ser Benedict Arnold —le dije de muy malos modos—. ¿Qué quieres? ¿No salir en la función?

Phoebe lloró más fuerte. De pronto quise hacerla llorar hasta que se le secaran las lágrimas. Casi la odiaba. Creo que, sobre todo, porque si se venía conmigo no saldría en esa representación.

—Vamos —le dije. Subí otra vez la escalinata del museo.

Dejaría aquella absurda maleta en el guardarropa y ella podría recogerla cuando saliera a las tres del colegio. No podía ir a la clase cargada con ella.

—Venga, vámonos.

No quiso subir las escaleras. Se negaba a ir conmigo. Subí solo, dejé la maleta y volví a bajar. Estaba esperándome en la acera, pero me volvió la espalda cuando me acerqué a ella. A veces es capaz de hacer cosas así.

—No me voy a ninguna parte. He cambiado de opinión, así que deja de llorar —le dije. Lo gracioso es que Phoebe ya no lloraba pero se lo grité igual—. Vamos, te acompañaré al colegio. Venga. Vas a llegar tarde.

No me contestó siquiera. Quise darle la mano, pero no me dejó. Seguía sin mirarme.

—¿Tomaste algo? —le pregunté—. ¿Has comido ya?

No despegó los labios. Se quitó la gorra de caza —la que yo le había dado—, y me la tiró a la cara. Luego me volvió la espalda otra vez. Yo no dije nada. Recogí la gorra y me la metí en el bolsillo.

—Vamos. Te llevaré al colegio.

—No pienso volver al colegio.

Cuando me dijo aquello no supe qué contestarle. Me quedé sin saber qué decir unos minutos, parado en medio de la calle.

—Tienes que volver. ¿Quieres salir en esa función, o no? ¿Quieres ser Benedict Arnold, o no?

—No.

—Claro que sí. Claro que quieres. Venga, vámonos de aquí —le dije—. En primer lugar no me voy a ninguna parte, ya te lo he dicho. En cuanto te deje en el colegio voy a volver a casa. Primero me acercaré a la estación y de allí me iré directamente…

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