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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (19 page)

Cuando salí me despejé un poco, pero hacía mucho frío y empecé a tiritar. No podía parar. Me fui hasta Madison Avenue y me puse a esperar el autobús porque me quedaba muy poco dinero y quería empezar a economizar. Pero de pronto me di cuenta de que no quería ir en autobús. Además, no sabía hacia dónde tirar. Al final eché a andar en dirección al parque. Se me ocurrió acercarme al lago para ver si los patos seguían allí o no. Aún no había podido averiguarlo, así que como no estaba muy lejos y no tenía adónde ir, decidí darme una vuelta por ese lugar. Ni siquiera sabía dónde iba a dormir. No estaba cansado ni nada. Sólo estaba muy deprimido.

Al entrar en el parque me pasó una cosa horrible. Se me cayó al suelo el disco de Phoebe y se hizo mil pedazos. Estaba dentro de su funda, pero se rompió igual. Me dio tanta pena que estuve a punto de echarme a llorar. Recogí todos los pedazos y me los metí en el bolsillo del abrigo. Ya no servían para nada pero no quise tirarlos. Luego entré en el parque. ¡Jo! ¡Qué oscuro estaba!

He vivido en Nueva York toda mi vida y me conozco el Central Park como la palma de la mano porque de pequeño iba allí todos los días a patinar y a montar en bicicleta, pero aquella noche me costó un trabajo horrible dar con el lago. Sabía perfectamente dónde estaba —muy cerca de Central Park South—, pero no acertaba a encontrarlo. Debía estar más borracho de lo que pensaba. Seguí andando sin parar. Cada vez se iba poniendo más oscuro y cada vez me daba más miedo. En todo el tiempo que estuve en el parque no vi ni un alma. Por suerte, porque les confieso que si me hubiera topado con alguien, habría corrido como una milla entera sin parar. Al final encontré el lago. Estaba helado sólo a medias, pero no vi ningún pato. Di toda la vuelta alrededor —por cierto casi me caigo al agua—, pero de patos ni uno. A lo mejor, pensé, estaban durmiendo en la hierba al borde del agua. Por eso casi me caigo adentro, por mirar. Pero, como les digo, no vi ni uno.

Al final me senté en un banco en un sitio donde no estaba tan oscuro. ¡Jo! Seguía tiritando como un imbécil y, a pesar de la gorra de caza, tenía el pelo lleno de trozos de hielo. Aquello me preocupó. Probablemente cogería una pulmonía y me moriría. Empecé a imaginarme muerto y a todos los millones de cretinos que acudirían a mi entierro. Vendrían mi abuelo, el que vive en Detroit y va leyendo en voz alta los nombres de todas las calles cuando vas con él en el autobús, y mis tías —tengo como cincuenta—, y los idiotas de mis primos. Cuando murió Allie vinieron todos y había que ver qué hatajo de imbéciles eran. Según me contó D. B., una de mis tías, la que tiene una halitosis que tira de espaldas, se pasó todo el tiempo diciendo que daba gusto la paz que respiraba el cuerpo de Allie. Yo no fui. Estaba en el hospital por eso que les conté de lo que me había hecho en la mano. Pero, volviendo a lo del parque, me pasé un buen rato sentado en aquel banco preocupado por los trocitos de hielo y pensando que iba a morirme. Lo sentía muchísimo por mis padres, sobre todo por mi madre, que aún no se ha recuperado de la muerte de Allie. Me la imaginé sin saber qué hacer con mi ropa, y mi equipo de deporte, y todas mis cosas. Lo único que me consolaba es que no dejarían a Phoebe venir a mi entierro porque aún era una cría. Ésa fue la única cosa que me animó. Después me los imaginé metiéndome en una tumba horrible con mi nombre escrito en la lápida y todo. Me dejarían allí rodeado de muertos. ¡Jo! ¡Buena te la hacen cuando te mueres! Espero que cuando me llegue el momento, alguien tendrá el sentido suficiente como para tirarme al río o algo así. Cualquier cosa menos que me dejen en un cementerio. Eso de que vengan todos los domingos a ponerte ramos de flores en el estómago y todas esas puñetas… ¿Quién necesita flores cuando ya se ha muerto? Nadie.

Cuando hace buen tiempo, mis padres suelen ir a dejar flores en la tumba de Allie. Yo fui con ellos unas cuantas veces pero después no quise volver más. No me gusta verle en el cementerio rodeado de muertos y de losas. Cuando hace sol aún lo aguanto, pero dos veces empezó a llover mientras estábamos allí. Fue horrible. El agua empezó a caer sobre su tumba empapando la hierba que tiene sobre el estómago. Llovía muchísimo y la gente que había en el cementerio empezó a correr hacia los coches. Aquello fue lo que más me reventó. Todos podían meterse en su automóvil, y poner la radio, y después irse a cenar a un restaurante menos Allie. No pude soportarlo. Ya sé que lo que está en el cementerio es sólo su cuerpo y que su espíritu está en el Cielo y todo eso, pero no pude aguantarlo. Daría cualquier cosa porque no estuviera allí. Claro, ustedes no le conocían. Si le hubieran conocido entenderían lo que quiero decir. Cuando hace sol puede pasar, pero el sol no sale más que cuando le da la gana.

Al cabo de un rato, para dejar de pensar en pulmonías y cosas de esas, saqué el dinero que me quedaba y me puse a contarlo a la poca luz que daba la farola. No me quedaban más que tres billetes de un dólar, cinco monedas de veinticinco centavos, y una de cinco. ¡Jo! Desde que había salido de Pencey había gastado una verdadera fortuna. Me acerqué al lago y tiré las monedas en la parte que no estaba helada. No sé por qué lo hice. Supongo que para dejar de pensar en que me iba a morir. Pero no me sirvió de nada.

De pronto se me ocurrió qué haría la pobre Phoebe si me diera una pulmonía y la diñara. Era una tontería, pero no podía sacármelo de la cabeza. Supongo que se llevaría un disgusto terrible. Me quiere mucho. De verdad. No podía dejar de pensar en ello, así que decidí colarme en casa sin que nadie me viera y verla por si acaso luego me moría. Tenía la llave de la puerta. Podía entrar a escondidas y hablar un rato con ella. Lo único que me preocupaba era que la puerta principal chirría como loca. Es una casa de pisos bastante vieja. El administrador es un vago y todo cruje y rechina que es un gusto. Pero aun así, me decidí a intentarlo.

Salí del parque y me fui a casa. Anduve todo el camino. No estaba muy lejos y además no me sentía ni cansado ni borracho. Sólo hacía un frío terrible y no se veía un alma.

Capítulo 21

Hacía años que no tenía tanta suerte. Cuando llegué a casa, Pete, el ascensorista, no estaba. Le sustituía un tipo nuevo que no me conocía de nada, así que, si no me tropezaba con mis padres, podría ver a Phoebe sin que nadie se enterara siquiera de mi visita. La verdad es que fue una suerte tremenda. Y para que todo me saliera redondo, el ascensorista era más bien estúpido. Le dije con una voz de lo más natural que me subiera al piso de los Dickstein, que son los vecinos de enfrente de mis padres. Luego me quité la gorra de caza para no parecer sospechoso y me metí corriendo en el ascensor como si tuviera una prisa horrorosa. El ascensorista había cerrado ya las puertas, cuando de pronto se volvió y me dijo:

—No están. Han subido a una fiesta en el piso catorce.

—No importa —le contesté—. Me han dicho que les espere. Soy su sobrino.

Me lanzó una mirada de duda.

—Mejor será que espere en el vestíbulo, amigo.

—No me importaría —le dije—. Pero estoy mal de una pierna y tengo que tenerla siempre en cierta posición. Me sentaré en la silla que tienen al lado de la puerta.

No entendió una sola palabra de lo que le dije, así que se limitó a contestar: «¡Ah!», y me subió. ¡Vaya tío listo que soy! La verdad es que no hay nada como decir algo que nadie entienda para que todos hagan lo que te dé la gana.

Salí del ascensor cojeando como un condenado y eché a andar hacia el piso de los Dickstein. Luego, cuando oí que se cerraba el ascensor, me volví hacia nuestra puerta. Por ahora todo iba bien. Hasta se me había pasado la borrachera. Saqué la llave y abrí con muchísimo cuidado de no hacer ruido. Entré muy despacito y volví a cerrar. Debería dedicarme a ladrón.

El recibidor estaba en tinieblas y, naturalmente, no podía dar la luz. Tuve que andar con mucho cuidado para no tropezar con nada y armar un escándalo. Inmediatamente supe que estaba en casa. Nuestro recibidor huele como ninguna otra parte del mundo. No sé a qué. No es ni a coliflor ni a perfume, pero se nota enseguida que uno está en casa. Empecé a quitarme el abrigo para colgarlo en el armario, pero luego me acordé de que las perchas hacían un ruido terrible y me lo dejé puesto. Eché a andar muy despacito hacia el cuarto de Phoebe. Sabía que la criada no me sentiría porque no oye muy bien. Una vez me contó que de pequeña un hermano suyo le había metido una paja por un oído. La verdad es que estaba bastante sorda. Pero lo que es mis padres, especialmente mi madre, tienen un oído de tísico, así que tuve mucho cuidado al pasar por delante de la puerta de su cuarto. Hasta contuve el aliento. A mi padre, cuando duerme, se le puede partir una silla en la cabeza y ni se entera, pero basta con que alguien tosa en Siberia para que mi madre se despierte. Es nerviosísima. Se pasa la mitad de la noche levantada fumando un cigarrillo tras otro.

Tardé como una hora en llegar hasta el cuarto de Phoebe, pero cuando abrí la puerta no la vi. Se me había olvidado que cuando D. B. está en Hollywood, ella se va a dormir a su habitación. Le gusta porque es la más grande de toda la casa y porque tiene un escritorio inmenso que le compró mi hermano a una alcohólica de Filadelfia, y una cama que no sé de dónde habrá sacado pero que mide como diez millas de larga por otras diez de ancha. Pero, como les iba diciendo, a Phoebe le encanta dormir en el cuarto de D. B. cuando está fuera y él la deja. No se la imaginan haciendo sus tareas en ese escritorio que es como una plaza de toros. Ni se la ve. Pero ése es el tipo de cosas que a ella le vuelven loca. Dice que su cuarto no le gusta porque es muy pequeño, que necesita expandirse. Me hace una gracia horrorosa. ¿Qué tendría que expandir Phoebe? Nada.

Pero, como les decía, entré en el cuarto de D. B. y encendí la luz sin despertar a Phoebe. La miré un buen rato. Estaba dormida con la cabeza apoyada en la almohada y tenía la boca abierta. Tiene gracia. Los mayores resultan horribles cuando duermen así, pero los niños no. A los niños da gusto verlos dormidos. Aunque tengan la almohada llena de saliva no importa nada.

Me paseé por la habitación sin hacer ruido, mirándolo todo. Al fin me sentía completamente a gusto. Ya no pensaba siquiera en que iba a morirme de pulmonía. Simplemente me encontraba bien. En una silla que había al lado de la cama estaba la ropa de Phoebe. Para ser tan cría es la mar de cuidadosa. No se parece nada a esos niños que dejan todas sus cosas desparramadas por ahí. Ella es muy ordenada. En el respaldo había colgado la chaqueta de un traje marrón que le había comprado mi madre en Canadá. Sobre el asiento había puesto la blusa y el resto de sus cosas. Debajo, muy colocaditos el uno junto al otro, estaban sus zapatos con los calcetines dentro. Era la primera vez que los veía. Debían ser nuevos. Eran unos mocasines, muy parecidos a los que yo tengo, que iban perfectamente con el traje marrón. Mi madre la viste muy bien. De verdad. Para algunas cosas tiene un gusto estupendo. No sabe comprar patines ni nada por el estilo, pero para eso de los vestidos es estupenda. Phoebe lleva siempre unos modelos que te dejan bizco. La mayoría de las crías de su edad, por mucho dinero que tengan sus padres, van por lo general hechas unos adefesios. En cambio, no se imaginan cómo iba Phoebe con ese traje que le había traído mi madre de Canadá. En serio.

Me senté en el escritorio de D. B. y me puse a mirar lo que había encima. Eran las cosas de Phoebe del colegio. Sobre todo libros. El que estaba encima de todo el montón se llamaba
La aritmética es divertida
. Lo abrí y miré la primera página donde Phoebe había escrito:

Phoebe Weatherfield Caulfield 4B-1

Aquello me hizo muchísima gracia. ¡Qué trasto de niña! Se llama Phoebe Josephine, no Phoebe Weatherfield. Pero a ella eso del Josephine no le gusta nada. Cada vez que la veo se ha inventado un nombre nuevo. El libro que había debajo del de matemática era el de geografía, y el tercero el de ortografía. Para la ortografía es un genio. Se le dan bien todas las asignaturas, pero sobre todo ésa. Debajo de los libros había un cuaderno. Tiene como cinco mil. Lo abrí y miré la primera página. Había escrito:

Bernice, habla conmigo en el recreo. Tengo algo muy importante que decirte.

Eso es todo lo que había en la primera página. En la segunda decía:

¿Por qué hay tantas fábricas de conservas en el sureste de Alaska?

Porque hay mucho salmón.

¿Por qué hay allí unos bosques tan extensos y valiosos?

Porque tiene el clima adecuado para ellos.

¿Qué ha hecho nuestro gobierno para ayudar al esquimal de Alaska?

Averiguarlo para mañana.

Phoebe Weatherfield Caulfield

Phoebe Weatherfield Caulfield

Phoebe Weatherfield Caulfield

Phoebe W. Caulfield

Sr. D. Phoebe Weatherfield Caulfield

¡Por favor, pásale esto a Shirley!

Shirley, dijiste que eras sagitario, pero no eres más que tauro. Tráete los patines cuando vengas a casa.

Me leí el cuaderno entero sin levantarme del escritorio de D. B. No me llevó mucho tiempo y además puedo pasarme horas y horas leyendo cuadernos de críos, de Phoebe o de cualquier otro. Me encantan. Luego encendí un cigarrillo, el último que me quedaba. Debía haberme fumado ese día como tres cartones. Al final la desperté. No podía seguir sentado en aquel escritorio el resto de mi vida y además me entró miedo de que me descubrieran mis padres sin que me hubiera dado tiempo a decirle hola siquiera. Así que la desperté.

No me costó ningún trabajo. A Phoebe no hace falta gritarle ni nada por el estilo. Basta con sentarse en su cama y decirle «Despierta, Phoebe», y ¡zas!, ya se ha despertado.

—¡Holden! —dijo enseguida, y me echó los brazos al cuello. Para la edad que tiene es muy cariñosa. A veces hasta demasiado. Le di un beso mientras me decía:

—¿Cuándo has llegado a casa? —estaba contentísima de verme. Se le notaba.

—No grites. Ahora mismo. ¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Has recibido mi carta? Te escribí cinco páginas…

—Sí. Oye, baja la voz. Gracias.

Es cierto que me había escrito una carta que yo no había podido contestar. En ella me contaba que iban a hacer una función en el colegio y me pedía que no quedara con nadie para ese viernes porque quería que fuera a verla.

—¿Qué tal va la función? —le pregunté—. ¿Cómo dijiste que se llamaba?


Cuadro navideño para americanos
. Es malísima, pero yo hago de Benedict Arnold. Es casi el papel más importante.

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