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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (15 page)

Después de sacar las entradas tomé un taxi hasta el parque. Debí coger el metro porque se me estaba acabando la pasta, pero quería salir de Broadway lo antes posible.

El parque estaba que daba asco. No es que hiciera mucho frío pero estaba muy nublado. No se veían más que plastas de perro, y escupitajos, y colillas que habían tirado los viejos. Los bancos estaban tan mojados que no se podía sentar uno en ellos. Era tan deprimente que de vez en cuando se le ponía a uno la carne de gallina. No parecía que Navidad estuviera tan cerca. En realidad no parecía que estuviera cerca nada. Pero seguí andando en dirección al Mall porque allí es donde suele ir Phoebe los domingos. Le gusta patinar cerca del quiosco de la música. Tiene gracia porque allí era también donde me gustaba patinar a mí cuando era chico.

Pero cuando llegué, no la vi por ninguna parte. Había unos cuantos críos patinando y otros dos jugando a la pelota, pero de Phoebe ni rastro. En un banco vi a una niña de su edad ajustándose los patines. Pensé que a lo mejor la conocía y podía decirme dónde estaba, así que me senté a su lado y le pregunté:

—¿Conoces a Phoebe Caulfield?

—¿A quién? —dijo. Llevaba unos pantalones vaqueros y como veinte jerséis. Se notaba que se los había hecho su madre porque estaban todos llenos de bollos y con el punto desigual.

—Phoebe Caulfield. Vive en la calle 71. Está en el cuarto grado…

—¿Tú la conoces?

—Soy su hermano. ¿Sabes dónde está?

—Es de la clase de la señorita Calloun, ¿verdad?

—No lo sé. Sí, creo que sí.

—Entonces debe estar en el museo. Nosotros fuimos el sábado pasado.

—¿Qué museo?

Se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo—. El museo.

—Pero ¿el museo de cuadros o el museo donde están los indios?

—El de los indios.

—Gracias —le dije.

Me levanté y estaba a punto de irme cuando recordé que era domingo.

—Es domingo —le dije a la niña.

Me miró y me dijo:

—Es verdad. Entonces no.

No podía ajustarse el patín. No llevaba guantes ni nada y tenía las manos rojas y heladas. La ayudé. ¡Jo! Hacía años que no cogía una llave de ajustar patines. No saben lo que sudé. Si hace algo así como un siglo me hubieran puesto un cacharro de ésos en la mano en medio de la oscuridad, habría sabido perfectamente qué hacer con él. Cuando acabé de ajustárselo me dio las gracias. Era una niña muy mona y muy bien educada. Da gusto ayudar a una niña así. Y la mayoría son como ella. De verdad. Le pregunté si quería tomar una taza de chocolate conmigo y me dijo que no. Que muchas gracias, pero que había quedado con una amiga. Los críos siempre quedan a todas horas con sus amigos. Son un caso.

A pesar de la lluvia, y a pesar de que era domingo y sabía que no iba a encontrar a Phoebe allí, atravesé todo el parque para ir al Museo de Historia Natural. Sabía que era ése al que se refería la niña del patín. Me lo sabía de memoria. De pequeño había ido al mismo colegio que Phoebe y nos llevaban a verlo todo el tiempo. Teníamos una profesora que se llamaba la señorita Aigletinger y que nos hacía ir allí todos los sábados. Unas veces íbamos a ver los animales y otras las cosas que habían hecho los indios. Cacharros de cerámica, cestos y cosas así. Cuando me acuerdo de todo aquello me animo muchísimo. Después de visitar las salas, solíamos ver una película en el auditorio. Una de Colón. Siempre nos lo enseñaban descubriendo América y sudando tinta para convencer a la tal Isabel y al tal Fernando de que le prestaran la pasta para comprar los barcos. Luego venía lo de los marineros amotinándose y todo eso. A nadie le importaba un pito Colón, pero siempre llevábamos en los bolsillos un montón de caramelos y de chicles, y además dentro del auditorio olía muy bien. Olía siempre como si en la calle estuviera lloviendo y aquél fuera el único sitio seco y acogedor del mundo entero. ¡Cuánto me gustaba aquel museo! Para ir al auditorio había que atravesar la Sala India. Era muy, muy larga y allí había que hablar siempre en voz baja. La profesora entraba la primera y luego la clase entera. Íbamos en fila doble, cada uno con su compañero. Yo solía ir de pareja con una niña que se llamaba Gertrude Lavine. Se empeñaba en darle a uno la mano y siempre la tenía toda sudada o pegajosa. El suelo era de piedra y si llevabas canicas en la mano y las soltabas todas de golpe, botaban todas armando un escándalo horroroso. La profesora paraba entonces a toda la clase y se acercaba a ver qué pasaba. Pero la señorita Aigletinger nunca se enfadaba. Luego pasábamos junto a una canoa india que era tan larga como tres Cadillacs puestos uno detrás de otro, con sus veinte indios a bordo, unos remando y otros sólo de pie, con cara de muy pocos amigos toda llena de pinturas de guerra. Al final de la canoa había un tío con una máscara que daba la mar de miedo. Era el hechicero. Se me ponían los pelos de punta, pero aun así me gustaba. Si al pasar tocabas un remo o cualquier cosa, uno de los celadores te decía: «No toquéis, niños», pero muy amable, no como un policía ni nada. Luego venía una vitrina muy grande con unos indios dentro que estaban frotando palitos para hacer fuego y una
squaw
tejiendo una manta. La india estaba inclinada hacia adelante y se la veía el pecho. Todos mirábamos al pasar, hasta las chicas, porque éramos todos muy críos y ellas eran tan lisas como nosotros. Luego, justo antes de llegar al auditorio, había un esquimal. Estaba pescando en un lago a través de un agujero que había hecho en el hielo. Junto al agujero había dos peces que ya había pescado. ¡Jo! Ese museo estaba lleno de vitrinas. En el piso de arriba había muchas más, con ciervos que bebían en charcas y pájaros que emigraban al sur para pasar allí el invierno. Los que había más cerca del cristal estaban disecados y colgaban de alambres, y los de atrás estaban pintados en la pared, pero parecía que todos iban volando de verdad y si te agachabas y les mirabas desde abajo, creías que iban muy deprisa. Pero lo que más me gustaba de aquel museo era que todo estaba siempre en el mismo sitio. No cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas y el esquimal seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, y los ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas y tan bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo su manta. Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fueras mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras diferente. Eso es todo. Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señorita Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aquella mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en la calle junto a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina. Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría.

Saqué la gorra de casa del bolsillo y me la puse. Sabía que no iba a encontrarme con nadie conocido y la humedad era terrible. Mientras seguía andando pensé que Phoebe iba a ese museo todos los sábados como había ido yo. Pensé que vería las mismas cosas que yo había visto, y que sería distinta cada vez que fuera. Y no es que la idea me deprimiera, pero tampoco me puso como unas castañuelas. Hay cosas que no deberían cambiar, cosas que uno debería poder meter en una de esas vitrinas de cristal y dejarlas allí tranquilas. Sé que es imposible, pero es una pena. En fin, eso es lo que pensaba mientras andaba.

Pasé por un rincón del parque en que había juegos para niños y me paré a mirar a un par de críos subidos en un balancín. Uno de ellos estaba muy gordo y puse la mano en el extremo donde estaba el delgado para equilibrar un poco el peso, pero como noté que no les hacía ninguna gracia, me fui y les dejé en paz.

Luego me pasó una cosa muy curiosa. Cuando llegué a la puerta del museo, de pronto sentí que no habría entrado allí ni por un millón de dólares. Después de haber atravesado todo el parque pensando en él, no me apetecía nada entrar. Probablemente lo habría hecho si hubiera estado seguro de que iba a encontrar a Phoebe dentro, pero sabía que no estaba. Así que tomé un taxi y me fui al Biltmore. La verdad es que no tenía ninguna gana de ir, pero como había hecho la estupidez de invitar a Sally, no me quedaba más remedio.

Capítulo 17

Era aún muy pronto cuando llegué, así que decidí sentarme debajo del reloj en uno de aquellos sillones de cuero que había en el vestíbulo. En muchos colegios estaban ya de vacaciones y había como un millón de chicas esperando a su pareja: chicas con las piernas cruzadas, chicas con las piernas sin cruzar, chicas con piernas preciosas, chicas con piernas horrorosas, chicas que parecían estupendas, y chicas que debían ser unas brujas si de verdad se las llegaba a conocer bien. Era un bonito panorama, pero no sé si me entenderán lo que quiero decir. Aunque por otra parte era también bastante deprimente porque uno no podía dejar de preguntarse qué sería de todas ellas. Me refiero a cuando salieran del colegio y la universidad. La mayoría se casarían con cretinos, tipos de esos que se pasan el día hablando de cuántos kilómetros pueden sacarle a un litro de gasolina, tipos que se enfadan como niños cuando pierden al golf o a algún juego tan estúpido como el ping-pong, tipos mala gente de verdad, tipos que en su vida han leído un libro, tipos aburridos… Pero con eso de los aburridos hay que tener mucho cuidado. Es mucho más complejo de lo que parece. De verdad. Cuando estaba en Elkton Hills tuve durante dos meses como compañero de cuarto a un chico que se llamaba Harris Macklin. Era muy inteligente, pero también el tío más plomo que he conocido en mi vida. Tenía una voz chillona y se pasaba el día hablando. No paraba, y lo peor era que nunca decía nada que pudiera interesarle a uno. Sólo sabía hacer una cosa. Silbaba estupendamente. Mientras hacía la cama o colgaba sus cosas en el armario —cosa que hacía continuamente—, si no hablaba como una máquina, siempre se ponía a silbar. A veces le daba por lo clásico, pero por lo general era algo de jazz. Cogía una canción como por ejemplo
Tin Roof Blues
y la silbaba tan bien y tan suavecito —mientras colgaba sus cosas en el armario—, que daba gusto oírle. Naturalmente nunca se lo dije. Uno no se acerca a un tío de sopetón para decirle, «silbas estupendamente». Pero si le aguanté como compañero de cuarto durante dos meses a pesar del latazo que era, fue porque silbaba tan bien, mejor que ninguna otra persona que haya conocido jamás. Así que hay que tener un poco de cuidado con eso. Quizá no haya que tener tanta lástima a las chicas que se casan con tipos aburridos. Por lo general no hacen daño a nadie y puede que hasta silben estupendamente. Quién sabe. Yo desde luego no.

Al fin vi a Sally que bajaba por las escaleras y me acerqué a recibirla. Estaba guapísima. De verdad. Llevaba un abrigo negro y una especie de boina del mismo color. No solía ponerse nunca sombrero pero aquella gorra le sentaba estupendamente. En el momento en que la vi me entraron ganas de casarme con ella. Estoy loco de remate. Ni siquiera me gustaba mucho, pero nada más verla me enamoré locamente. Les juro que estoy chiflado. Lo reconozco.

—¡Holden! —me dijo—. ¡Qué alegría! Hace siglos que no nos veíamos —tenía una de esas voces atipladas que le dan a uno mucha vergüenza. Podía permitírselo porque era muy guapa, pero aun así daba cien patadas.

—Yo también me alegro de verte —le dije. Y era verdad—. ¿Cómo estás?

—Maravillosamente. ¿Llego tarde?

Le dije que no, aunque la verdad es que se había retrasado diez minutos. Pero no me importaba. Todos esos chistes del
Saturday Evening Post
en que aparecen unos tíos esperando en las esquinas furiosos porque no llega su novia, son tonterías. Si la chica es guapa, ¿a quién le importa que llegue tarde? Cuando aparece se le olvida a uno enseguida.

—Tenemos que darnos prisa —le dije—. La función empieza a las dos cuarenta.

Bajamos en dirección a la parada de taxis.

—¿Qué vamos a ver? —me dijo.

—No sé. A los Lunt. No he podido conseguir entradas para otra cosa.

—¡Qué maravilla!

Ya les dije que se volvería loca cuando supiera que íbamos a ver a los Lunt.

En el taxi que nos llevaba al teatro nos besamos un poco. Al principio ella no quería porque llevaba los labios pintados, pero estuve tan seductor que al final no le quedó más remedio. Dos veces el imbécil del taxista frenó en seco en un semáforo y por poco me caigo del asiento. Podían fijarse un poco en lo que hacen, esos tíos. Luego —y eso les demostrará lo chiflado que estoy—, en el momento en que acabábamos de darnos un largo abrazo, le dije que la quería. Era mentira, desde luego, pero en aquel momento estaba convencido de que era verdad. Se lo juro.

—Yo también te quiero —me dijo ella. Y luego, sin interrupción—. Prométeme que te dejarás crecer el pelo. Al cepillo ya es hortera. Lo tienes tan bonito…

¿Bonito mi pelo? ¡Un cuerno!

La representación no estuvo tan mal como yo esperaba, pero tampoco fue ninguna maravilla. La comedia trataba de unos quinientos mil años en la vida de una pareja. Empieza cuando son jóvenes y los padres de la chica no quieren que se case con el chico, pero ella no les hace caso. Luego se van haciendo cada vez más mayores. El marido se va a la guerra y la mujer tiene un hermano que es un borracho. No lograba compenetrarme con ellos. Quiero decir que no sentía nada cuando se moría uno de la familia. Se notaba que eran sólo actores representando. El marido y la mujer eran bastante simpáticos —muy ingeniosos y eso—, pero no había forma de interesarse por ellos. En parte porque se pasaban la obra entera bebiendo té. Cada vez que salían a escena, venía un mayordomo y les plantaba la bandeja delante, o la mujer le servía una taza a alguien. Y a cada momento entraba o salía alguien en escena. Se mareaba uno de tanto ver a los actores sentarse y levantarse. Alfred Lunt y Lynn Fontanne eran el matrimonio y lo hacían muy bien, pero a mí no me gustaron. Aunque tengo que reconocer que no eran como los demás. No actuaban como actores ni como gente normal. Es difícil de explicar. Actuaban como si supieran que eran muy famosos. Vamos, que lo hacían demasiado bien. Cuando uno de ellos terminaba de decir una parrafada, el otro decía algo enseguida. Querían hacer como la gente normal, cuando se interrumpen unos a otros, pero les salía demasiado bien. Actuaban un poco como toca el piano Ernie en el Village. Cuando uno sabe hacer una cosa muy bien, si no se anda con cuidado empieza a pasarse, y entonces ya no es bueno. A pesar de todo tengo que reconocer que los Lunt eran los únicos en todo el reparto que demostraban tener algo de materia gris.

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