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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (23 page)

Se detuvo y dio un largo sorbo a su bebida. Luego volvió a la carga. ¡Jo! ¡Se había disparado! No traté de pararle ni nada.

—Con esto no quiero decir que sólo los hombres cultivados puedan hacer una contribución significativa a la historia de la humanidad. No es así. Lo que sí afirmo, es que si esos hombres cultos tienen además genio creador, lo que desgraciadamente se da en muy pocos casos, dejan una huella mucho más profunda que los que poseen simplemente un talento innato. Tienden a expresarse con mayor claridad y a llevar su línea de pensamiento hasta las últimas consecuencias. Y lo que es más importante, el noventa por ciento de las veces tienen mayor humildad que el hombre no cultivado. ¿Me entiendes lo que quiero decir?

—Sí, señor.

Permaneció un largo rato en silencio. No sé si les habrá pasado alguna vez, pero es muy difícil estar esperando a que alguien termine de pensar y diga algo. Dificilísimo. Hice esfuerzos por no bostezar. No es que estuviera aburrido —no lo estaba—, pero de repente me había entrado un sueño tremendo.

—La educación académica te proporcionará algo más. Si la sigues con constancia, al cabo de un tiempo comenzará a darte una idea de la medida de tu inteligencia. De qué puede abarcar y qué no puede abarcar. Poco a poco comenzarás a discernir qué tipo de pensamiento halla cabida más cómodamente en tu mente. Y con ello ahorrarás tiempo porque ya no tratarás de adoptar ideas que no te van, o que no se avienen a tu inteligencia. Sabrás cuáles son exactamente tus medidas intelectuales y vestirás a tu mente de acuerdo con ellas.

De pronto, sin previo aviso, bostecé. Sé que fue una grosería, pero no pude evitarlo.

El señor Antolini se rió:

—Vamos —dijo mientras se levantaba—. Haremos la cama en el sofá.

Le seguí. Se acercó al armario y trató de bajar sábanas, mantas, y otras cosas así del estante de arriba, pero no pudo porque aún tenía el vaso en la mano. Se echó al coleto el poco líquido que quedaba dentro, lo dejó en el suelo, y luego bajó las cosas. Le ayudé a llevarlas hasta el sofá e hicimos la cama juntos. La verdad es que a él no se le daba muy bien. No estiraba las sábanas ni nada, pero me dio igual. Estaba tan cansado que podía haber dormido de pie.

—¿Qué tal tus muchas mujeres?

—Bien.

Reconozco que mi conversación no era muy brillante, pero no tenía ganas de hablar.

—¿Cómo está Sally?

Conocía a Sally Hayes. Se la había presentado una vez.

—Está bien. He salido con ella esta tarde.

¡Jo! ¡Parecía que habían pasado como veinte años desde entonces!

—Ya no tenemos mucho en común —le dije.

—Pero era una chica muy guapa. ¿Y la otra? Aquélla de que me hablaste. La que conociste en Maine.

—¿Jane Gallaher? Está bien. Probablemente la llamaré mañana.

Terminamos de hacer la cama.

—Es toda tuya —dijo el señor Antolini—. Pero no sé dónde vas a meter esas piernas que tienes.

—No se preocupe. Estoy acostumbrado a camas cortas —le dije—. Y muchas gracias. Usted y la señora Antolini me han salvado la vida esta noche.

—Ya sabes dónde está el baño. Si quieres algo, dame un grito. Aún estaré en la cocina un buen rato. ¿Te molestará la luz?

—No, claro que no. Muchas gracias.

—De nada. Buenas noches, guapetón.

—Buenas noches. Y muchas gracias.

Se fue a la cocina y yo me metí en el baño a desnudarme. No pude lavarme los dientes porque no había traído cepillo. Tampoco tenía pijama y el señor Antolini se había olvidado de prestarme uno de los suyos. Así que volví al salón, apagué la lámpara, y me acosté en calzoncillos. El sofá era cortísimo, pero aquella noche habría dormido de pie sin un solo parpadeo. Estuve pensando un par de segundos en lo que me había dicho el señor Antolini, en eso de que uno aprendía a calcular el tamaño de su inteligencia. La verdad es que era un tío muy listo. Pero no podía mantener los ojos abiertos y me dormí.

De pronto ocurrió algo. No quiero ni hablar de ello. No sé qué hora sería, pero el caso es que me desperté. Sentí algo en la cabeza. Era la mano de un tío. ¡Jo! ¡Vaya susto que me pegué! Era la mano del señor Antolini. Se había sentado en el suelo junto al sofá en medio de la oscuridad y estaba como acariciándome o dándome palmaditas en la cabeza. ¡Jo! ¡Les aseguro que pegué un salto hasta el techo!

—¿Qué está haciendo?

—Nada. Estaba sentado aquí admirando…

—Pero ¿qué hace? —le pregunté de nuevo. No sabía ni qué decir. Estaba desconcertadísimo.

—¿Y si bajaras la voz? Ya te digo que estaba sentado aquí…

—Bueno, tengo que irme —le dije. ¡Jo! ¡Qué nervios! Empecé a ponerme los pantalones sin dar la luz ni nada. Pero estaba tan nervioso que no acertaba. En todos los colegios a los que he ido he conocido a un montón de pervertidos, más de los que se pueden imaginar, y siempre les da por montar el numerito cuando estoy delante.

—¿Que tienes que irte? ¿Adónde? —dijo el señor Antolini.

Trataba de hacerse el muy natural, como si todo fuera de lo más normal, pero de eso nada. Se lo digo yo.

—He dejado las maletas en la estación. Creo que será mejor que vaya a recogerlas. Tengo allí todas mis cosas.

—No tengas miedo que no va a llevárselas nadie. Vuelve a la cama. Yo voy a acostarme también. Pero ¿qué te pasa?

—No me pasa nada. Es que tengo el dinero y todas mis cosas en esas maletas. Volveré enseguida. Tomaré un taxi y volveré inmediatamente.

¡Jo! No daba pie con bola en medio de aquella oscuridad.

—Es que el dinero no es mío. Es de mi madre.

—No digas tonterías, Holden. Vuelve a la cama. Yo me voy a dormir. El dinero seguirá allí por la mañana.

—No, de verdad. Tengo que irme. En serio.

Había terminado de vestirme, pero no encontraba la corbata. No me acordaba de dónde la había puesto. Dejé de buscarla y me puse la chaqueta sin más. El señor Antolini se había sentado ahora en un sillón que había a poca distancia del sofá. Estaba muy oscuro y no se veía muy bien, pero supe que me miraba. Seguía bebiendo como un cosaco porque llevaba su fiel compañero en la mano.

—Eres un chico muy raro.

—Lo sé —le dije.

Me cansé de buscar la corbata y decidí irme sin ella.

—Adiós —le dije—. Muchas gracias por todo. De verdad.

Me siguió hasta la puerta y se me quedó mirando desde el umbral mientras yo llamaba al ascensor. No me dijo nada, sólo repetía para sí eso de que era «un chico muy raro». ¡De raro, nada! Siguió allí de pie sin quitarme ojo de encima. En mi vida he esperado tanto tiempo a un ascensor. Se lo juro.

Como no se me ocurría de qué hablar y él seguía clavado sin moverse, al final le dije:

—Voy a empezar a leer libros buenos. De verdad.

Algo tenía que decir. Era una situación de lo más desairada.

—Recoge tus maletas y vuelve aquí inmediatamente. Dejaré la puerta abierta.

—Muchas gracias —le dije—. Adiós.

Por fin llegó el ascensor. Entré en él y bajé hasta el vestíbulo. ¡Jo! Iba temblando como un condenado. Cosas así me han pasado ya como veinte veces desde muy pequeño. No lo aguanto.

Capítulo 25

Cuando salí estaba empezando a amanecer. Hacía mucho frío pero me vino bien porque estaba sudando. No tenía ni idea de dónde meterme. No quería ir a un hotel y gastarme todo el dinero que me había dado Phoebe, así que me fui andando hasta Lexington y allí tomé el metro a la estación de Grand Central. Tenía las maletas en esa consigna y pensé que podría dormir un poco en esa horrible sala de espera donde hay un montón de bancos. Y eso es lo que hice. Al principio no estuvo tan mal porque como no había mucha gente pude echarme todo lo largo que era en un banco. Pero prefiero no hablarles de aquello. No fue nada agradable. No se les ocurra intentarlo nunca, de verdad. No saben lo deprimente que es.

Dormí sólo hasta las nueve porque a esa hora empezaron a entrar miles de personas y tuve que poner los pies en el suelo. Como así no podía seguir durmiendo, acabé sentándome. Me seguía doliendo la cabeza y ahora mucho más fuerte. Creo que nunca en mi vida me había sentido tan deprimido.

Sin querer empecé a pensar en el señor Antolini y en qué le diría a su mujer cuando ella le preguntara por qué no había dormido allí. No me preocupé mucho porque sabía que era un tío inteligente y se le ocurriría alguna explicación. Le diría que me había ido a mi casa o algo así. Eso no era problema. Lo que sí me preocupaba era haberme despertado y haberme encontrado al señor Antolini acariciándome la cabeza. Me pregunté si me habría equivocado al pensar que era marica. A lo mejor simplemente le gustaba acariciar cabezas de tíos dormidos. ¿Cómo se puede saber esas cosas con seguridad? Es imposible. Hasta llegué a pensar que a lo mejor debía haber recogido las maletas y haber vuelto a su casa como le había dicho. Pensé que aunque fuera marica de verdad, lo cierto es que se había portado muy bien conmigo. No le había importado nada que le hubiera llamado a media noche y hasta me había dicho que fuera inmediatamente si quería. Pensé que se había molestado en darme todas esas explicaciones acerca de cómo averiguar qué tamaño tienes de inteligencia, y pensé también que fue el único que se acercó a James Castle cuando estaba muerto. Pensé en todas estas cosas, y cuanto más pensaba, más me deprimía. Quizá debía haber vuelto a su casa. Quizá me había acariciado la cabeza sólo porque le apetecía. Pero cuantas más vueltas le daba en la cabeza a todo aquel asunto, peor me sentía. Me dolían muchísimo los ojos. Me escocían de no dormir. Y para colmo estaba cogiendo un catarro y no llevaba pañuelo. Tenía unos cuantos en la maleta, pero no me apetecía abrirla en medio de toda aquella gente. Alguien se había dejado una revista en el banco de al lado, así que me puse a ojearla a ver si con eso dejaba de pensar en el señor Antolini y en muchas otras cosas. Pero el artículo que empecé a leer me deprimió aún más. Hablaba de hormonas. Te decía cómo tenías que tener la cara y los ojos y todo lo demás cuando las hormonas te funcionaban bien, y yo no respondía para nada a la descripción. Era igualito, en cambio, al tipo que según el artículo tenía unas hormonas horribles, así que de pronto empecé a preocuparme por las dichosas hormonas. Luego me puse a leer otro artículo sobre cómo descubrir si tienes cáncer. Decía que si te sale una pupa en los labios y tarda mucho en curarse es probablemente señal de que lo tienes. Precisamente hacía dos semanas que tenía una calentura que no se secaba, así que inmediatamente me imaginé que tenía cáncer. Aquella revistita era como para levantarle la moral a cualquiera. Dejé de leer y salí a dar un paseo. Estaba seguro de que me quedaban como dos meses de vida. De verdad. Completamente seguro de ello. Y la idea no me produjo precisamente una alegría desbordante.

Parecía como si fuera a empezar a llover de un momento a otro, pero aun así me fui a dar un paseo. Iría a desayunar. No tenía mucha hambre, pero pensé que tenía que comer algo que tuviera unas cuantas vitaminas. Así que crucé la Quinta Avenida y eché a andar hacia donde están los restaurantes baratos porque no quería gastar mucho dinero.

Mientras caminaba pasé junto a dos tíos que descargaban de un camión un enorme árbol de Navidad. Uno le gritaba al otro: «¡Cuidado! ¡Que se cae el muy hijoputa! ¡Agárralo bien!»

¡Vaya manera de hablar de un árbol de Navidad! Como, a pesar de todo, tenía gracia, solté la carcajada. No pude hacer nada peor porque en el momento en que me eché a reír me entraron unas ganas horribles de vomitar. De verdad. Hasta devolví un poco, pero luego se me pasó. No entiendo por qué fue. No había comido nada que hubiera podido sentarme mal y además tengo un estómago bastante fuerte. Pero, como les decía, se me pasó y decidí tomar algo. Entré en un bar con pinta de barato y pedí un café y un par de donuts, pero no pude con ellos. Cuando uno está muy deprimido le resulta dificilísimo tragar. Pero por suerte el camarero era un tipo muy amable y se los volvió a llevar sin cobrármelos ni nada. Me tomé el café y luego volví a la Quinta Avenida.

Era lunes, faltaban muy pocos días para Navidad y todas las tiendas estaban abiertas. Daba gusto pasear por allí. Había un ambiente muy navideño con todos esos Santa Claus tan cochambrosos que te encontrabas en todas las esquinas y las mujeres del Ejército de Salvación, ésas que no se pintan ni nada, todos tocando campanillas. Miré a ver si encontraba a las monjas que había conocido el día anterior, pero no las vi. Ya me lo imaginaba porque me habían dicho que venían a Nueva York a enseñar, así que dejé de buscarlas. Pero, como les decía, se notaba mucho que era época de Navidad. Había millones de niños subiendo y bajando de autobuses y entrando y saliendo de tiendas con sus madres. Eché de menos a Phoebe. Ya no es tan pequeña como para volverse loca en el departamento de juguetes, pero le gusta pasear por ahí y ver a la gente. Dos años antes la había llevado de compras conmigo por esas fechas y lo pasamos estupendamente. Creo que fuimos a Bloomingdale’s. Entramos en el departamento de zapatería e hicimos como si ella —¡qué Phoebe esa!— hubiera querido comprarse unas botas de las que tienen miles de agujeros para pasar los cordones. Volvimos loco al dependiente. Phoebe se probó como veinte pares y el pobre hombre tuvo que abrochárselas todas. Le hicimos una buena faena, pero Phoebe se divirtió como loca. Al final compramos un par de mocasines y lo cargamos a la cuenta de mamá. El empleado estuvo muy amable. Creo que se dio cuenta de que estábamos tomándole el pelo, porque Phoebe acaba siempre soltando el trapo.

Pero, como les decía, me recorrí toda la Quinta Avenida sin corbata ni nada. De pronto empezó a pasarme una cosa horrible. Cada vez que iba a cruzar una calle y bajaba el bordillo de la acera, me entraba la sensación de que no iba a llegar al otro lado. Me parecía que iba a hundirme, a hundirme, y que nadie volvería a verme jamás. ¡Jo! ¡No me asusté poco! No se imaginan. Empecé a sudar como un condenado hasta que se me empapó toda la camisa y la ropa interior y todo.

Luego me pasó otra cosa. Cuando llegaba al final de cada manzana me ponía a hablar con mi hermano muerto y le decía: «Allie, no me dejes desaparecer. No dejes que desaparezca. Por favor, Allie». Y cuando acababa de cruzar la calle, le daba las gracias. Cuando llegaba a la esquina siguiente, volvía a hacer lo mismo. Pero seguí andando. Creo que tenía miedo de detenerme, pero si quieren que les diga la verdad, no me acuerdo muy bien. Sé que no paré hasta que llegué a la calle sesenta y tantos, pasado el Zoo y todo. Allí me senté en un banco. Apenas podía respirar y sudaba como un loco. Me pasé sin moverme como una hora, y al final decidí irme de Nueva York. Decidí no volver jamás a casa ni a ningún otro colegio. Decidí despedirme de Phoebe, decirle adiós, devolverle el dinero que me había prestado, y marcharme al Oeste haciendo autostop. Iría al túnel Holland, pararía un coche, y luego a otro, y a otro, y a otro, y en pocos días llegaría a un lugar donde haría sol y mucho calor y nadie me conocería. Buscaría un empleo. Pensé que encontraría trabajo en una gasolinera poniendo a los coches aceite y gasolina. Pero la verdad es que no me importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en paz. Yo les llenaría los depósitos de gasolina, ellos me pagarían, y con el dinero me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida. La levantaría cerca del bosque, pero no entre los árboles, porque quería ver el sol todo el tiempo. Me haría la comida, y luego, si me daba la gana de casarme, conocería a una chica guapísima que sería también sordomuda y nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quería decirme algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegábamos a tener hijos, los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros y les enseñaríamos a leer y escribir nosotros solos.

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