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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (28 page)

BOOK: El general en su laberinto
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Había atravesado cuatro veces el Atlántico y recorrido a caballo los territorios liberados más que nadie volvería a hacerlo jamás, y nunca había hecho un testamento, cosa insólita para la época. «No tengo nada que dejarle a nadie», decía. El general Pedro Alcántara Herrán se lo había sugerido en Santa Fe cuando se preparaba el viaje, con el argumento de que era una precaución normal de todo pasajero, y él le había dicho más en serio que en broma que la muerte no estaba en sus planes inmediatos. Sin embargo, en San Pedro Alejandrino fue él quien tomó la iniciativa de dictar los borradores de su última voluntad y su última proclama. Nunca se supo si fue un acto consciente, o un paso en falso de su corazón atribulado.

Como Fernando estaba enfermo, empezó por dictarle a José Laurencio Silva una serie de notas un poco descosidas que no expresaban tanto sus deseos como sus desengaños: la América es ingobernable, el que sirve una revolución ara en el mar, este país caerá sin remedio en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas, y muchos otros pensamientos lúgubres que ya circulaban dispersos en cartas a distintos amigos.

Siguió dictándolas durante varias horas, como en un trance de clarividencia, sin interrumpirse apenas para las crisis de tos. José Laurencio Silva no logró seguirle el paso y Andrés Ibarra no pudo hacer por mucho rato el esfuerzo de escribir con la mano izquierda. Cuando todos los amanuenses y edecanes se cansaron, quedó en pie el teniente de caballería Nicolás Mariano de Paz, que copió el dictado con rigor y buena letra hasta donde le alcanzó el papel. Pidió más, pero se demoraban tanto para llevárselo, que siguió escribiendo en la pared hasta casi llenarla. El general quedó tan agradecido, que le regaló las dos pistolas para duelos de amor del general Lorenzo Cárcamo.

Fue su última voluntad que sus restos se llevaran a Venezuela, que los dos libros que habían pertenecido a Napoleón se depositaran en la Universidad de Caracas, que se le dieran ocho mil pesos a José Palacios en reconocimiento a sus constantes servicios, que fueran quemados los papeles que dejó en Cartagena al cuidado del señor Pavajeau, que se devolviera a su lugar de origen la medalla con que lo distinguió el congreso de Bolivia, que se restituyera a la viuda del mariscal Sucre la espada de oro con incrustaciones de piedras preciosas que el mariscal le había regalado, y que el resto de sus bienes, incluidas las minas de Aroa, fuera repartido entre sus dos hermanas y los hijos de su hermano muerto. No había para más, pues de los mismos bienes había que pagar varias deudas pendientes, grandes y pequeñas, y entre ellas los veinte mil duros de pesadilla recurrente del profesor Lancaster.

En medio de las cláusulas de rigor, había tenido el cuidado de incluir una excepcional para dar las gracias a sir Robert Wilson por el buen comportamiento y la fidelidad de su hijo. No era extraña esta distinción, pero sí lo era que no se la hubiera hecho también al general O'Leary, que no sería testigo de su muerte sólo porque no alcanzaría a llegar a tiempo desde Cartagena, donde permanecía por orden suya a disposición del presidente Urdaneta.

Ambos nombres quedarían vinculados para siempre al del general. Wilson sería más tarde encargado de negocios de Gran Bretaña en Lima, y después en Caracas, y seguiría participando en primera línea en los asuntos políticos y militares de los dos países. O'Leary había de radicarse en Kingston, y más tarde en Santa Fe, donde fue cónsul de su país por largo tiempo, y donde murió a la edad de cincuenta y un años, habiendo recogido en treinta y cuatro volúmenes un testimonio colosal de su vida junto al general de las Américas. El suyo fue un crepúsculo callado y fructífero, que él redujo a una frase: «Muerto El Libertador, y destruida su grande obra, me retiré a Jamaica, donde me dediqué a arreglar sus papeles y a escribir mis memorias».

Desde el día en que el general hizo su testamento el médico agotó con él los paliativos de su ciencia: sinapismos en los pies, frotaciones en la espina dorsal, emplastos anodinos por todo el cuerpo. Le redujo el estreñimiento congénito con lavativas de un efecto inmediato pero arrasador. Temiendo una congestión cerebral, lo sometió a un tratamiento de vejigatorios para evacuar el catarro acumulado en la cabeza. Este tratamiento consistía en un parche de cantárida, un insecto cáustico que al ser molido y aplicado sobre la piel producía vejigas capaces de absorber los medicamentos. El doctor Revérend le aplicó al general moribundo cinco vejigatorios en la nuca y uno en la pantorrilla. Un siglo y medio después, numerosos médicos seguían pensando que la causa inmediata de la muerte habían sido estos parches abrasivos, que provocaron un desorden urinario con misiones involuntarias, y luego dolorosas y por último ensangrentadas, hasta dejar la vejiga seca y pegada a la pelvis, como el doctor Révérend lo comprobó en la autopsia

El olfato del general se había vuelto tan sensible que obligaba al médico y al boticario Augusto Tomasín a mantenerse a distancia por sus tufos de linimentos. Entonces más que nunca hacía asperjar la habitación con su agua de colonia, y siguió tomando los baños ilusorios, afeitándose con sus manos, limpiándose los dientes con un encarnizamiento feroz, en un empeño sobrenatural por defenderse de las inmundicias de la muerte.

La segunda semana de diciembre pasó por Santa Marta el coronel Luis Perú de Lacroix, un joven veterano de los ejércitos de Napoleón que había sido edecán del general hasta hacía poco, y lo primero que hizo después de visitarlo fue escribirle la carta de la verdad a Manuela Sáenz. Tan pronto como la recibió; Manuela emprendió viaje hacia Santa Marta, pero en Guaduas le anunciaron que ya llevaba toda una vida de retraso La noticia la borró del mundo. Se hundió en sus propias sombras, sin más cuidados que dos cofres con papeles del general, que logró esconder en un sitio seguro de Santa Fe hasta que Daniel O'Leary los rescató varios años después por instrucciones suyas. El general Santander, en uno de sus primeros actos de gobierno, la desterró del país. Manuela se sometió a su suerte con una dignidad enconada, primero en Jamaica, y luego en una errancia triste que había de terminar en Paita, un sórdido puerto del Pacífico adonde iban a reposar los barcos balleneros de todos los océanos. Allí entretuvo el olvido con los tejidos de punto, los tabacos de arriero y los animalitos de dulce que fabricaba y vendía a los marineros mientras se lo permitió la artritis de las manos. Al doctor Thorne, su marido, lo asesinaron a cuchillo en un descampado de Lima para robarle lo poco que llevaba encima, y en el testamento le dejaba a Manuela una suma igual a la dote que ésta aportó al matrimonio, pero nunca le fue entregada. Tres visitas memorables la consolaron de su abandono: la del maestro Simón Rodríguez, con quien compartió las cenizas de la gloria; la de Giuseppe Garibaldi, el patriota italiano que regresaba de luchar contra la dictadura de Rosas en Argentina, y la del novelista Herman Melville, que andaba por las aguas del mundo documentándose para Moby Dick. Ya mayor, inválida en una hamaca por una fractura de la cadera, leía la suerte en las barajas y daba consejos de amor a los enamorados. Murió en una epidemia de peste, a la edad de cincuenta y nueve años, y su cabaña fue incinerada por la policía sanitaria con los preciosos papeles del general, y entre ellos sus cartas íntimas. Las únicas reliquias personales que le quedaban de él, según le dijo a Perú de Lacroix, eran un mechón de su cabello, y un guante.

El estado en que Perú de Lacroix encontró a La Florida de San Pedro Alejandrino era ya el desorden de la muerte. La casa estaba al garete. Los oficiales dormían a cualquier hora en que los venciera el sueño, y estaban tan irritables que el cauteloso José Laurencio Silva llegó a desenvainar la espada para enfrentarse a las súplicas de silencio del doctor Révérend. A Fernanda Barriga no le alcanzaban los ímpetus y el buen humor para atender a tantas solicitudes de comida a las horas menos pensadas. Los más desmoralizados jugaban a las barajas de día y de noche, sin cuidarse de que todo lo que decían a gritos lo escuchaba el moribundo en el cuarto contiguo. Una tarde, mientras el general yacía en el sopor de la fiebre, alguien en la terraza despotricaba a voz en cuello por el abuso de cobrar doce pesos con veintitrés centavos por media docena de tablas, doscientos veinticinco clavos, seiscientas tachuelas corrientes, cincuenta de las doradas, diez varas de madapolán, diez varas de cinta de manila y seis varas de cinta negra.

Era una letanía a gritos que silenció las otras voces y terminó por ocupar el ámbito de la hacienda. El doctor Révérend estaba en el dormitorio cambiándole las vendas de la mano fracturada al general Montilla, y ambos comprendieron que también el enfermo, en la lucidez del duermevela, estaba pendiente de las cuentas. Montilla se asomó a la ventana, y gritó con toda la voz:

«¡Cállense, carajos!»

El general intervino sin abrir los ojos.

«Déjelos en paz», dijo. «Al fin y al cabo, ya no hay cuentas que yo no pueda oír».

Sólo José Palacios sabía que el general no necesitaba escuchar nada más para entender que las cuentas gritadas eran de los doscientos cincuenta y tres pesos, siete reales y tres cuartillos de una colecta pública para sus funerales, hecha por el municipio entre algunos particulares y los fondos de carnicería y cárcel, y que las listas eran de los materiales para fabricar el ataúd y construir la tumba. José Palacios, por orden de Montilla, se hizo cargo desde entonces de impedir que nadie entrara en la alcoba, cualesquiera fuesen su grado, su título o su dignidad, y él mismo se impuso un régimen tan drástico en la custodia del enfermo, que muy poco se distinguía de su propia muerte.

«Si me hubieran dado un poder así desde el principio, este hombre habría vivido cien años», dijo. Fernanda Barriga quiso entrar.

«Con lo que le han gustado las mujeres a ese pobre huérfano», dijo, «no se puede morir sin una sola en su cabecera, así sea vieja y fea, y tan inservible como yo».

No se lo permitieron. Así que se sentó junto a la ventana, tratando de santificar con responsos los delirios paganos del moribundo. Allí se quedó al amparo de la caridad pública, sumergida en un luto eterno, hasta la edad de ciento y un años.

Fue ella quien cubrió de flores el camino y dirigió los cantos cuando el cura de la vecina aldea de Mamatoco apareció con el viático a la prima noche del miércoles. Lo precedía una doble fila de indias descalzas con balandranes de lienzo crudo y coronas de astromelias, que le alumbraban el camino con candiles de aceite y cantaban plegarias fúnebres en su lengua. Atravesaron el sendero que Fernanda iba tapizando con pétalos delante de ellos, y fue un instante tan estremecedor, que nadie se atrevió a detenerlos. El general se incorporó en la cama cuando los sintió entrar en la alcoba, se cubrió los ojos con el brazo para no encandilarse, y los hizo salir con un grito:

«Llévense esas luminarias, que esto parece una procesión de ánimas».

Tratando de que el mal humor de la casa no acabara de matar al sentenciado, Fernando llevó una murga de Mamatoco, que tocó sin respiro durante un día entero bajo los tamarindos del patio. El general reaccionó de buen modo a la virtud sedante de la música. Se hizo repetir varias veces La Trinitaria, su contradanza favorita, que se había hecho popular porque él mismo repartía en otra época las copias de la partitura por dondequiera que andaba.

Los esclavos pararon los trapiches y contemplaron al general un largo rato entre las enredaderas de la ventana. Estaba envuelto en una sábana blanca, más demacrado y ceniciento que después de la muerte, y llevaba el compás con la cabeza erizada por los troncos del cabello que le empezaba a renacer. Al final de cada pieza aplaudía con la decencia convencional que aprendió en la ópera de París.

Al mediodía, alentado por la música, se tomó una taza de caldo y comió masas de sagú y pollo hervido. Después pidió un espejo de mano para mirarse en la hamaca, y dijo: «Con estos ojos no me muero». La esperanza casi perdida de que el doctor Révérend hiciera un milagro volvió a renacer en todos. Pero cuando mejor parecía, el enfermo confundió al general Sarda con un oficial español de los treinta y ocho que Santander había hecho fusilar en un día y sin juicio previo después de la batalla de Boyacá. Más tarde sufrió una recaída súbita de la cual no se volvió a recuperar, y gritó con lo poco que le quedaba de voz que se llevaran los músicos lejos de la casa, donde no perturbaran la paz de su agonía. Cuando recobró la calma le ordenó a Wilson redactar una carta para el general Justo Briceño, pidiéndole corno un homenaje casi póstumo que se reconciliara con el general Urdaneta para salvar al país de los horrores de la anarquía. Lo único que le dictó textual fue el encabezado: "En los últimos momentos de mi vida le escribo esta carta".

Por la noche conversó hasta muy tarde con Fernando, y por primera vez le dio consejos sobre el porvenir. La idea de escribir juntos las memorias se quedaba en proyecto, pero el sobrino había vivido bastante a su lado para intentar escribirlas como un simple ejercicio del corazón, de modo que sus hijos tuvieran una idea de aquellos años de glorias y desdichas. «O'Leary escribirá algo si persevera en sus deseos», dijo el general. «Pero será distinto». Fernando tenía entonces veintiséis años, y había de vivir hasta los ochenta y ocho sin escribir nada más que unas cuantas páginas descosidas, porque el destino le deparó la inmensa fortuna de perder la memoria.

José Palacios había estado en el dormitorio mientras el general dictaba el testamento. Ni él ni nadie dijo una palabra en un acto que estuvo revestido de una solemnidad sacramental. Pero en la noche, durante el proceso del baño emoliente, le suplicó al general que cambiara su voluntad.

«Siempre hemos sido pobres y nada nos ha faltado», le dijo.

«La verdad es la contraria», le dijo el general. «Siempre hemos sido ricos y nada nos ha sobrado».

Ambos extremos eran ciertos. José Palacios había entrado muy joven a su servicio, por disposición de la madre del general, que era su dueña, y no fue emancipado de una manera formal. Quedó flotando en un limbo civil, en el que nunca se le asignó un sueldo, ni se le definió un estado, sino que sus necesidades personales formaban parte de las necesidades privadas del general. Se identificó con él hasta en el modo de vestir y de comer, y exageró su sobriedad. El general no estaba dispuesto a dejarlo a la deriva sin un grado militar ni una cédula de invalidez, y a una edad en que ya no estaba para empezar a vivir. Así que no había alternativa: la cláusula de los ocho mil pesos no sólo era irrevocable sino irrenunciable.

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