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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (23 page)

BOOK: El general en su laberinto
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José Palacios, por su parte, dejó al cuidado de donjuán de Dios Amador una caja que durante varios años había viajado con ellos de un lado para otro, y de cuyo contenido no se sabía nada a ciencia cierta. Era algo propio del general, que en un instante no podía resistir una voracidad posesiva por los objetos menos pensados, o por los hombres sin mayores méritos, y al cabo de cierto tiempo tenía que llevarlos a rastras sin saber cómo quitárselos de encima. Aquella caja la había llevado de Lima a Santa Fe, en 1826, y seguía con él después del atentado del 25 de septiembre, cuando regresó al sur para su última guerra. «No podemos dejarla, mientras no sepamos al menos si es nuestra», decía. Cuando volvió a Santa Fe por última vez, dispuesto a presentar su renuncia definitiva ante el congreso constituyente, la caja volvió entre lo poco que quedaba de su antiguo equipaje imperial. Por fin decidieron abrirla en Cartagena, en el curso de un inventario general de sus bienes, y descubrieron adentro un revoltijo de cosas personales que desde tiempo atrás se daban por perdidas. Había cuatrocientas quince onzas de oro del cuño colombiano, un retrato del general George Washington con un mechón de su cabello, una caja de oro para rapé regalada por el rey de Inglaterra, un estuche de oro con llaves de brillantes dentro del cual había un relicario, y la gran estrella de Bolivia con brillantes incrustados. José Palacios dejó todo esto en la casa de De Francisco Martín, descrito y anotado, y pidió el recibo en regla. El equipaje quedó entonces reducido a un tamaño más racional, aunque sobraban todavía tres de los cuatro baúles con su ropa de uso, otro con diez manteles de algodón y lino, muy usados, y una caja con cubiertos de oro y de plata de varios estilos revueltos, que el general no quiso dejar ni vender, por si más adelante necesitaban servir la mesa para huéspedes meritorios. Muchas veces le habían sugerido rematar aquellas cosas para aumentar sus recursos escasos, pero él se negó siempre con el argumento de que eran bienes del estado.

Con el equipaje aligerado y el séquito disminuido hicieron su primera jornada hasta Turbaco. Prosiguieron al día siguiente con buen tiempo, pero antes del mediodía tuvieron que guarecerse bajo un campano, donde pasaron la noche expuestos a la lluvia y a los vientos malignos de las ciénagas. El general se quejó de dolores en el bazo y en el hígado, y José Palacios le preparó una pócima del manual francés, pero los dolores se hicieron más intensos y la fiebre aumentó. Al amanecer estaba en tal estado de postración, que lo llevaron sin sentido a la villa de Soledad, donde un viejo amigo suyo, don Pedro Juan Visbal, lo recibió en su casa. Allí permaneció más de un mes, con toda clase de dolores recrudecidos por las lluvias opresivas de octubre.

Soledad tenía el nombre bien puesto: cuatro calles de casas de pobres, ardientes y desoladas, a unas dos leguas de la antigua Barranca de San Nicolás, que en pocos años había de convertirse en la ciudad más próspera y hospitalaria del país. El general no hubiera podido encontrar un sitio más apacible, ni una casa más propicia para su estado, con seis balcones andaluces que la desbordaban de luz, y un patio bueno para meditar bajo la ceiba centenaria. Desde la ventana del dormitorio dominaba la placita desierta, con la iglesia en ruinas y las casas con techos de palma amarga pintadas con colores de aguinaldo.

Tampoco la paz doméstica le sirvió de nada. La primera noche sufrió un ligero vahído, pero se negó a admitir que fuera un nuevo indicio de su postración. De acuerdo con el manual francés describió sus males como una atrabilis agravada por un resfriado general, y un antiguo reumatismo repetido por la intemperie. Este diagnóstico múltiple le aumentó los resabios contra las medicinas simultáneas para varios males, pues decía que las buenas para unos eran dañinas para los otros. Pero también reconocía que no hay buen medicamento para el que no lo toma, y se quejaba a diario de no tener un buen médico, mientras se resistía a dejarse ver por los muchos que le mandaban.

El coronel Wilson, en una carta que escribió a su padre por aquellos días, le había dicho que el general podía morir en cualquier momento, pero que su rechazo a los médicos no era por menosprecio sino por lucidez. En realidad, decía Wilson, la enfermedad era el único enemigo al que el general le temía, y se negaba a enfrentarlo para que no lo distrajera de la empresa mayor de su vida. «Atender una enfermedad es como estar empleado en un buque», le había dicho el general. Cuatro años antes, en Lima, O'Leary le había sugerido que aceptara un tratamiento médico a fondo mientras preparaba la constitución de Bolivia, y su respuesta fue terminante:

«No se ganan dos carreras al mismo tiempo».

Parecía convencido de que el movimiento continuo y el valerse de sí mismo eran un conjuro contra la enfermedad. Fernanda Barriga tenía la costumbre de ponerle un babero y darle la comida con la cuchara, como a los niños, y él la recibía y la masticaba en silencio, y hasta volvía a abrir la boca cuando terminaba. Pero en esos días le quitaba el plato y la cuchara y comía con su propia mano, sin babero, para que todos entendieran que no necesitaba de nadie. a José Palacios se le partía el corazón cuando lo encontraba tratando de hacerse las cosas domésticas que siempre le habían hecho sus criados, o sus ordenanzas y edecanes, y no tuvo consuelo cuando lo vio vaciarse encima todo un frasco de tinta tratando de envasarla en un tintero. Fue algo insólito, porque todos se admiraban de que no le temblaran las manos por muy mal que estuviera, y que su pulso fuera tan firme que seguía cortándose y puliéndose las uñas una vez por semana, y afeitándose todos los días.

En su paraíso de Lima había vivido una noche feliz con una doncella de vellos lacios que le cubrían hasta el último milímetro de su piel de beduina. Al amanecer, mientras se afeitaba, la contempló desnuda en la cama, navegando en un sueño apacible de mujer complacida, y no pudo resistir la tentación de hacerla suya para siempre con un auto sacramental. La cubrió de pies a cabeza con espuma de jabón, y con un deleite de amor la rasuró por completo con la navaja barbera, a veces con la mano derecha, a veces con la izquierda, palmo a palmo hasta las cejas encontradas, y la dejó dos veces desnuda en su cuerpo magnífico de recién nacida. Ella le preguntó con el alma hecha trizas si de veras la amaba, y él le contestó con la misma frase ritual que a lo largo de su vida había ido regando sin piedad en tantos corazones:

«Más que a nadie jamás en este mundo».

XIV

En la villa de Soledad, también mientras se afeitaba, se sometió a la misma inmolación. Empezó por cortarse un mechón blanco y lacio de los muy escasos que le quedaban, obedeciendo al parecer a un impulso infantil. Enseguida se cortó otro de un modo más consciente, y luego todos sin ningún orden, como cortando hierba, mientras declamaba por las grietas de la voz sus estrofas preferidas de La Araucana. José Palacios entró en el dormitorio para ver con quién hablaba, y lo encontró afeitándose el cráneo cubierto de espuma. Quedó pelado al rape.

El exorcismo no logró redimirlo. Usaba el gorro de seda durante el día, y de noche se ponía la caperuza colorada, pero apenas si lograba mitigar los soplos helados del desaliento. Se levantaba a caminar en la oscuridad por la enorme casa enlunada, sólo que ya no pudo andar desnudo, sino que se envolvía en una manta para no tiritar de frío en las noches de calor. Con los días no le bastó la manta, sino que resolvió ponerse la caperuza colorada encima del gorro de seda.

Las intrigas cositeras de los militares y los abusos de los políticos lo exasperaban tanto, que una tarde decidió con un golpe en la mesa que no soportaba más ni a los unos ni a los otros. «Díganles que estoy hético para que no vuelvan», gritó. Fue una determinación tan drástica, que prohibió los uniformes y los ritos militares en la casa. Pero no logró sobrevivir sin ellos, así que las audiencias de consuelo y los conciliábulos estériles continuaron como siempre, contra sus propias órdenes. Entonces se sentía tan mal, que aceptó la visita de un médico con la condición de que no lo examinara ni le hiciera preguntas sobre sus dolores ni pretendiera darle nada de beber.

«Sólo para conversar», dijo.

El elegido no podía parecerse más a sus deseos. Se llamaba Hércules Gastelbondo, y era un anciano ungido por la felicidad, inmenso y plácido, con el cráneo radiante por la calvicie total, y una paciencia de ahogado que por sí sola aliviaba los males ajenos. Su incredulidad y su intrepidez científica eran famosas en todo el litoral. Prescribía la crema de chocolate con queso fundido para los trastornos de la bilis, aconsejaba hacer el amor en los sopores de la digestión como un buen paliativo para una larga vida, y fumaba sin reposo unos cigarros de carretero que liaba con papel de estraza, y se los recetaba a sus enfermos contra toda clase de malentendidos del cuerpo. Los mismos pacientes decían que nunca los curaba por completo sino que los entretenía con su verba florida. El soltaba una risa plebeya.

«A los otros médicos se les mueren tantos enfermos como a mí», decía. «Pero conmigo se mueren más contentos».

Llegó en la carroza del señor Bartolomé Molinares, que iba y venía varias veces al día llevando y trayendo toda clase de visitantes espontáneos, hasta que el general les prohibió ir sin ser invitados. Llegó vestido de lino blanco sin aplanchar, abriéndose paso a través de la lluvia, con los bolsillos atiborrados de cosas de comer y con un paraguas tan descosido que más bien servía para convocar las aguas que para impedirlas. Lo primero que hizo después de los saludos formales fue pedir perdón por la peste del cigarro que ya llevaba a medio fumar. El general, que no soportaba el humo del tabaco, no sólo entonces sino desde siempre, lo había dispensado de antemano.

«Estoy acostumbrado», le dijo. «Manuela fuma unos más asquerosos que los suyos, hasta en la cama, y desde luego me echa el humo mucho más cerca que usted». El doctor Gastelbondo agarró al vuelo una ocasión que le quemaba el alma.

«Por cierto», dijo. «¿Cómo está?»

«¿Quién?»

«Doña Manuela».

El general respondió en seco:

«Bien».

Y cambió de tema de un modo tan ostensible que el médico soltó una carcajada para disimular su impertinencia. El general sabía, sin duda, que ninguna de sus travesuras galantes estaba a salvo de los murmullos de su séquito. Nunca hizo alarde de sus conquistas, pero habían sido tantas y de tanto estrépito, que sus secretos de alcoba eran de dominio público. Una carta ordinaria demoraba tres meses de Lima a Caracas, pero los chismes de sus aventuras parecían volar con el pensamiento. El escándalo lo perseguía como otra sombra y sus amantes quedaban señaladas para siempre con una cruz de ceniza, pero él cumplía con el deber inútil de mantener los secretos de amor protegidos por un fuero sagrado. Nadie tuvo de él una infidencia sobre una mujer que hubiera sido suya, salvo José Palacios, que era su cómplice de todo. Ni siquiera por complacer una curiosidad tan inocente como la del doctor Gastelbondo, y referida a Manuela Sáenz, cuya intimidad era tan pública que ya tenía muy poco que cuidar.

Salvo por ese incidente instantáneo, el doctor Gastelbondo fue para él una aparición providencial. Lo reanimó con sus locuras sabias, compartía con él los animalitos de almíbar, los alfajores de leche, los diabolines de almidón de yuca que llevaba en los bolsillos, y que él aceptaba por gentileza y se comía por distracción. Un día se quejó de que esas golosinas de salón sólo servían para entretener el hambre pero no para recobrar el peso, que era lo que él quería. «No se preocupe, Excelencia», le replicó el médico. «Todo lo que entra por la boca engorda y todo lo que sale de ella envilece». El argumento le pareció tan divertido al general, que aceptó tomarse con el médico una copa de vino generoso y una taza de sagú.

Sin embargo, el humor que el médico le mejoraba con tanto esmero, se lo descomponían las malas noticias. Alguien le contó que el dueño de la casa donde vivía en Cartagena había quemado por temor al contagio el catre en que él dormía, junto con el colchón y las sábanas, y todo cuanto había pasado por sus manos durante la estancia. Él ordenó a donjuán de Dios Amador que del dinero que le había dejado pagara las cosas destruidas como si fueran nuevas, además del alquiler de la casa. Pero ni aun así logró aplacar la amargura.

Peor aún se sintió unos días después, cuando supo que don Joaquín Mosquera había pasado por ahí de tránsito para los Estados Unidos y no se había dignado visitarlo. Preguntando a unos y a otros sin disimular su ansiedad, se enteró de que en efecto había permanecido en la costa más de una semana mientras esperaba el barco, que había visto a muchos amigos comunes y también a algunos enemigos suyos, y que a todos les había expresado su disgusto por lo que él calificaba como las ingratitudes del general. En el momento de zarpar, ya en la chalupa que lo conducía a bordo, había resumido su idea fija para quienes fueron a despedirlo.

«Recuérdenlo bien», les dijo. «Ese tipo no quiere a nadie».

José Palacios sabía cuan sensible era el general a semejante reproche. Nada le dolía tanto, ni lo ofuscaba tanto como que alguien pusiera en duda sus afectos, y era capaz de apartar océanos y derribar montañas con su terrible poder de seducción, hasta convencerlo de su error. En la plenitud de la gloria, Delfina Guardiola, la bella de Angostura, le había cerrado en las narices las puertas de su casa, enfurecida por sus veleidades. «Usted es un hombre eminente, general, más que ninguno», le dijo. «Pero el amor le queda grande». Él se metió por la ventana de la cocina y permaneció con ella durante tres días, y no sólo estuvo a punto de perder una batalla, sino también el pellejo, hasta lograr que Delfina confiara en su corazón.

Mosquera estaba entonces fuera de su alcance, pero comentó su rencor con todo el que pudo. Se preguntó hasta la saciedad con qué derecho podía hablar de amor un hombre que había permitido que le comunicaran a él en una nota oficial la resolución venezolana de su repudio y su destierro. «Y que dé gracias que no le contesté para dejarlo a salvo de una condena histórica», gritó. Recordó todo cuanto había hecho por él, cuánto lo había ayudado a ser lo que era, cuánto había tenido que soportar las necedades de su narcisismo rural. Por último escribió a un amigo común una carta extensa y desesperada, para estar seguro de que las voces de su angustia alcanzarían a Mosquera en cualquier parte del mundo.

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