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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (25 page)

BOOK: El general en su laberinto
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En uno de esos escrutinios del pasado, perdido en la lluvia, triste de esperar sin saber qué ni a quién, ni para qué, el general tocó fondo: lloró dormido. Al oír los quejidos mínimos, José Palacios creyó que eran del perro vagabundo recogido en el río. Pero eran de su señor. Se desconcertó, porque en sus largos años de intimidad sólo lo vio llorar una vez, y no había sido de aflicción sino de rabia. Llamó al capitán Ibarra, que velaba en el corredor, y también éste escuchó el rumor de las lágrimas.

«Eso lo ayudará», dijo Ibarra.

«Nos ayudará a todos», dijo José Palacios.

El general durmió hasta más tarde que de costumbre.

No lo despertaron los pájaros en el huerto vecino ni las campanas de la iglesia, y José Palacios se inclinó varias veces sobre la hamaca para sentir si respiraba. Cuando abrió los ojos eran más de las ocho y había empezado el calor.

«Sábado 16 de octubre», dijo José Palacios. «Día de santa Margarita María Alacoque».

El general se levantó de la hamaca y contempló por la ventana la plaza solitaria y polvorienta, la iglesia de muros descascarados, y un pleito de gallinazos por las piltrafas de un perro muerto. La crudeza de los primeros soles anunciaba un día sofocante.

«Vámonos de aquí, volando», dijo el general. «No quiero oír los tiros de la ejecución».

José Palacios se estremeció. Había vivido ese instante en otro lugar y otro tiempo, y el general estaba idéntico a entonces, descalzo en los ladrillos crudos del piso, con los calzoncillos largos y el gorro de dormir en la cabeza rapada. Era un antiguo sueño repetido en la realidad.

«No los oiremos», dijo José Palacios, y agregó con una precisión deliberada: «Ya el general Piar fue fusilado en Angostura, y no hoy a las cinco de la tarde, sino un día como hoy de hace trece años».

El general Manuel Piar, un mulato duro de Curazao, de treinta y cinco años y con tantas glorias como el que más en las milicias patriotas, había puesto a prueba la autoridad del general, cuando el ejército libertador requería como nunca de sus fuerzas unidas para frenar los ímpetus de Morillo.

Piar convocaba a negros, mulatos y zambos, y a todos los desvalidos del país, contra la aristocracia blanca de Caracas encarnada por el general. Su popularidad y su aura mesiánica eran sólo comparables a las de José Antonio Páez, o a las de Boves, el realista, y estaba impresionando en favor suyo a algunos oficiales blancos del ejército libertador. El general había agotado con él sus artes de persuasión. Arrestado por orden suya, Piar fue conducido a Angostura, la capital provisoria, donde el general se había hecho fuerte con sus oficiales cercanos, entre ellos varios de los que habrían de acompañarlo en su viaje final por el río Magdalena. Un consejo de guerra nombrado por él con militares amigos de Piar hizo el juicio sumario. José María Carreño actuó como vocal. El defensor de oficio no tuvo que mentir para exaltar a Piar como uno de los varones esclarecidos de la lucha contra el poder español. Fue declarado culpable de deserción, insurrección y traición, y condenado a la pena de muerte con pérdida de sus títulos militares. Conociendo sus méritos no se creía posible que la sentencia fuera confirmada por el general, y menos en un momento en que Morillo había recuperado varias provincias y era tan baja la moral de los patriotas que se temía por una desbandada. El general recibió presiones de toda índole, escuchó con amabilidad el parecer de sus amigos más próximos, Briceño Méndez entre ellos, pero su determinación fue inapelable. Revocó la pena de degradación y confirmó la de fusilamiento, agravada con la orden de que éste fuera en espectáculo público. Fue la noche interminable en que todo lo malo pudo ocurrir. El 16 de octubre, a las cinco de la tarde, la sentencia se cumplió bajo el sol desalmado de la plaza mayor de Angostura, la ciudad que el mismo Piar había arrebatado seis meses antes a los españoles. El jefe del pelotón había hecho recoger las sobras de un perro muerto que se estaban comiendo los gallinazos, y cerró las entradas para impedir que los animales sueltos pudieran perturbar la dignidad de la ejecución. Le negó a Piar el último honor de dar la orden de fuego al pelotón, y le vendó los ojos a la fuerza, pero no pudo impedir que se despidiera del mundo con un beso al crucifijo y un adiós a la bandera.

El general se había negado a presenciar la ejecución. El único que estaba con él en su casa era José Palacios, y éste lo vio luchando por reprimir las lágrimas cuando oyó la descarga. En la proclama con que informó a las tropas, dijo: «Ayer ha sido un día de dolor para mi corazón». Por el resto de su vida había de repetir que fue una exigencia política que salvó al país, persuadió a los rebeldes y evitó la guerra civil. En todo caso fue el acto de poder más feroz de su vida, pero también el más oportuno, con el cual consolidó de inmediato su autoridad, unificó el mando y despejó el camino de su gloria.

Trece años después, en la villa de Soledad, ni siquiera pareció darse cuenta de que había sido víctima de un desvarío del tiempo. Siguió contemplando la plaza hasta que la atravesó una anciana en harapos con un burro cargado de cocos para vender el agua, y su sombra espantó a los gallinazos. Entonces volvió a la hamaca con un suspiro de alivio, y sin que nadie se lo preguntara dio la respuesta que José Palacios había querido conocer desde la noche trágica de Angostura.

«Volvería a hacerlo», dijo.

XV

El peligro mayor era caminar, no por el riesgo de una caída, sino porque se veía demasiado el trabajo que le costaba. En cambio, para subir y bajar las escaleras de la casa era comprensible que alguien lo ayudara, aun si fuera capaz de hacerlo solo. Sin embargo, cuando en realidad le hizo falta un brazo de apoyo no permitió que se lo dieran.

«Gracias», decía, «pero todavía puedo».

Un día no pudo. Se disponía a bajar solo las escaleras cuando se le desvaneció el mundo. «Me caí de mis propios pies, sin saber cómo y medio muerto», contó a un amigo. Fue peor: no se mató de milagro, porque el vahído lo fulminó al borde mismo de las escaleras, y no siguió rodando por la liviandad del cuerpo.

El doctor Gastelbondo lo llevó de urgencia a la antigua Barranca de San Nicolás en el coche de don Bartolomé Molinares, que lo había albergado en su casa en un viaje anterior, y le tenía preparada la misma alcoba grande y bien ventilada sobre la Calle Ancha. En el camino empezó a supurarle del lagrimal izquierdo una materia espesa que no le daba sosiego. Viajó ajeno a todo, y a veces parecía que estuviera rezando, cuando en realidad murmuraba estrofas completas de sus poemas predilectos. El médico le limpiaba el ojo con su pañuelo, sorprendido de que no lo hiciera él mismo, siendo tan celoso de su pulcritud personal. Se despabiló apenas a la entrada de la ciudad, cuando una partida de vacas desbocadas estuvieron a punto de atropellar el coche, y terminaron por volcar la berlina del párroco. Este dio una voltereta en el aire y enseguida se levantó de un salto, blanco de arena hasta los cabellos, y con la frente y las manos ensangrentadas. Cuando se repuso de la conmoción, los granaderos tuvieron que abrirse paso a través de los transeúntes ociosos y los niños desnudos que sólo querían gozar del accidente, sin la menor idea de quién era el pasajero que parecía un muerto sentado en la penumbra del coche.

El médico presentó al sacerdote como uno de los pocos que habían sido partidarios del general en los tiempos en que los obispos tronaban contra él en el pulpito y fue excomulgado por masón concupiscente. El general no pareció enterarse de lo que pasaba, y sólo tomó conciencia del mundo cuando vio la sangre en la sotana del párroco, y éste le pidió que interpusiera su autoridad para que las vacas no anduvieran sueltas en una ciudad donde ya no era posible caminar sin riesgos con tantos coches en la vía pública.

«No se amargue la vida Su Reverencia», le dijo él, sin mirarlo. «Todo el país está igual».

El sol de las once estaba inmóvil en los arenales de las calles, anchas y desoladas, y la ciudad entera reverberaba de calor. El general se alegró de no estar ahí más del tiempo necesario para reponerse de la caída, y para salir a navegar en un día de mala mar, porque el manual francés decía que el mareo era bueno para remover los humores de la bilis y limpiar el estómago. Del golpe se repuso pronto, pero en cambio no fue tan fácil poner de acuerdo el barco y el mal tiempo.

Furioso con la desobediencia del cuerpo, el general no tuvo fuerzas para ninguna actividad política o social, y si recibía alguna visita era de viejos amigos personales que pasaban por la ciudad para decirle sus adioses. La casa era amplia y fresca, hasta donde noviembre lo permitía, y sus dueños la convirtieron para él en un hospital de familia. Don Bartolomé Molinares era uno de los tantos arruinados por las guerras, y lo único que éstas le habían dejado era el cargo de administrador de correos, que desempeñaba sin sueldo desde hacía diez años. Era un hombre tan bondadoso que el general lo llamaba papá desde el viaje anterior. Su esposa, rozagante y con una vocación matriarcal indomable, ocupaba sus horas tejiendo encajes de bolillo que vendía bien en los barcos de Europa, pero desde que llegó el general le consagró todo su tiempo. Hasta el punto de que entró en conflicto con Fernanda Barriga porque le echaba aceite de oliva a las lentejas, convencida de que era bueno para los males del pecho, y él se las comía a la fuerza por gratitud.

Lo que más molestó al general en esos días fue la supuración del lagrimal, que lo mantuvo de un humor sombrío, hasta que cedió a los colirios de agua de manzanilla. Entonces se incorporó a las partidas de barajas, consuelo efímero contra el tormento de los zancudos y las tristezas del atardecer. En una de sus escasas crisis de arrepentimiento, discutiendo entre bromas y veras con los dueños de casa, los sorprendió con la sentencia de que más valía un buen acuerdo que mil pleitos ganados.

«¿También en la política?», preguntó el señor Molinares.

«Sobre todo en la política», dijo el general. «El no habernos compuesto con Santander nos ha perdido a todos».

«Mientras queden amigos quedan esperanzas», dijo Molinares.

«Todo lo contrario», dijo el general. «No fue la perfidia de mis enemigos sino la diligencia de mis amigos lo que acabó con mi gloria. Fueron ellos los que me embarcaron en el desastre de la Convención de Ocaña, los que me enredaron en la vaina de la monarquía, los que me obligaron primero a buscar la reelección con las mismas razones con que después me hicieron renunciar, y ahora me tienen preso en este país donde ya nada se me ha perdido».

La lluvia se hizo eterna, y la humedad empezaba a abrir grietas en la memoria. El calor era tan intenso, aun de noche, que el general debía cambiarse varias veces la camisa ensopada. «Me siento como cocinado al bañomaría», se quejaba. Una tarde estuvo más de tres horas sentado en el balcón, viendo pasar por la calle los escombros de los barrios pobres, los útiles domésticos, los cadáveres de animales arrastrados por el torrente de un aguacero sísmico que pretendía arrancar las casas de raíz.

El comandante Juan Glen, prefecto de la ciudad, apareció en medio de la tormenta con la noticia de que había arrestado a una mujer del servicio del señor Visbal, porque estaba vendiendo como reliquias sagradas los cabellos que el general se había cortado en Soledad. Una vez más lo deprimió el desconsuelo de que todo lo suyo se convirtiera en mercancía de ocasión.

«Ya me tratan como si me hubiera muerto», dijo.

La señora Molinares había arrimado el mecedor a la mesa de juego para no perder palabra.

«Lo tratan como lo que es», dijo: «un santo».

«Bueno», dijo él, «si es así, que suelten a esa pobre inocente».

No volvió a leer. Si tenía que escribir cartas se contentaba con instruir a Fernando, y no revisaba ni siquiera las pocas que debía rubricar. Pasaba la mañana contemplando desde el balcón el desierto de arena de las calles, viendo pasar el burro del agua, la negra descarada y feliz que vendía mojarras achicharradas por el sol, los niños de las escuelas a las once en punto, el párroco con la sotana de trapo llena de remiendos que lo bendecía desde el atrio de la iglesia y se fundía en el calor. A la una de la tarde, mientras los otros hacían la siesta, se iba por la orilla de los caños podridos espantando con la sola sombra las bandadas de gallinazos del mercado, saludando aquí y allá a los pocos que lo reconocían medio muerto y de civil, y llegaba hasta el cuartel de los granaderos, un galpón de bahareque frente al puerto fluvial. Le preocupaba la moral de la tropa, carcomida por el tedio, y esto le parecía demasiado evidente en el desorden de los cuarteles, cuya pestilencia había llegado a ser insoportable. Pero un sargento que parecía en estado de estupor por el bochorno de la hora, lo apabulló con la verdad.

«Lo que nos tiene jodidos no es la moral, Excelencia», le dijo. «Es la gonorrea».

Sólo entonces lo supo. Los médicos locales, habiendo agotado su ciencia con lavativas de permanganato y paliativos de azúcar de leche, remitieron el problema a los mandos militares, y éstos no habían logrado ponerse de acuerdo sobre lo que debían hacer. Toda la ciudad estaba ya al corriente del riesgo que la amenazaba, y el glorioso ejército de la república era visto como el emisario de la peste. El general, menos alarmado de lo que se temía, lo resolvió de un trazo con la cuarentena absoluta.

Cuando la falta de noticias buenas o malas empezaba a ser desesperante, un propio de a caballo le llevó de Santa Marta un recado obscuro del general Montilla: «El hombre es ya nuestro y los trámites van por buen camino». Al general le había parecido tan extraño el mensaje, y tan irregular el modo, que lo entendió como un asunto de estado mayor de la más grande importancia. Y tal vez relacionado con la campaña de Riohacha, a la cual le atribuía una prioridad histórica que nadie quería entender.

Era normal en esa época que se enrevesaran los recados y que los partes militares fueran embrollados a propósito por razones de seguridad, desde que la desidia de los gobiernos acabó con los sistemas de mensajes cifrados que fueron tan útiles durante las primeras conspiraciones contra España. La idea de que los militares lo engañaban era una preocupación antigua, que Montilla compartía, y esto complicó más el enigma del recado y agravó la ansiedad del general. Entonces mandó a José Palacios a Santa Marta, con la argucia de que consiguiera frutas y legumbres frescas y unas pocas botellas de jerez seco y cerveza blanca, que no se encontraban en el mercado local. Pero el propósito real era que le descifrara el misterio. Fue muy simple: Montilla quería decir que el marido de Miranda Lyndsay había sido trasladado de la cárcel de Honda a la de Cartagena, y el indulto era cuestión de días. El general se sintió tan defraudado con la facilidad del enigma, que ni siquiera se alegró del bien que le había hecho a su salvadora de Jamaica.

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