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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (16 page)

BOOK: El general en su laberinto
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«Lástima», dijo. «El hombre era Sucre».

«El más digno de los generales», sonrió De Francisco.

La frase era ya célebre en el país a pesar de los esfuerzos que el general había hecho para impedir que se divulgara.

«¡Frase genial de Urdaneta!», bromeó Montilla.

El general pasó por alto la interrupción y se dispuso a conocer las intimidades de la política local, más en broma que en serio, pero Montilla volvió a imponer de golpe la solemnidad que él mismo acababa de romper. «Me perdona, Excelencia», dijo, «usted sabe mejor que nadie la devoción que le profeso al Gran Mariscal, pero el hombre no es él». Y remató con un énfasis teatral:

«El hombre es usted».

El general lo cortó de un tajo:

«Yo no existo».

Luego, retomando el hilo, relató la forma en que el mariscal Sucre resistió a sus ruegos de que aceptara la presidencia de Colombia. «Lo tiene todo para salvarnos de la anarquía», dijo, «pero se dejó cautivar por el canto de las sirenas». García del Río pensaba que el motivo verdadero era que Sucre carecía por completo de vocación para el poder. Al general no le pareció un obstáculo insalvable. «En la larga historia de la humanidad se ha demostrado muchas veces que la vocación es hija legítima de la necesidad», dijo. En todo caso, eran nostalgias tardías porque él sabía como nadie que el general más digno de la república pertenecía entonces a otras huestes menos efímeras que las suyas.

«El gran poder está en la fuerza del amor», dijo, y completó su picardía: «El mismo Sucre lo dijo».

Mientras él lo evocaba en Turbaco, el mariscal Sucre salía de Santa Fe hacia Quito, desencantado y solo, pero en el esplendor de la edad y la salud, y en pleno goce de su gloria. Su última diligencia de la víspera había sido visitar en secreto a una conocida pitonisa del barrio de Egipto, que lo había orientado en varias de sus empresas de guerra, y ella había visto en el naipe que aun en aquellos tiempos de borrascas los caminos más venturosos para él seguían siendo los del mar. Al Gran Mariscal de Ayacucho le parecieron demasiado lentos para sus urgencias de amor, y se sometió a los azares de tierra firme contra el buen juicio de las barajas.

«De modo que no hay nada que hacer», concluyó el general. «Estamos tan fregados, que nuestro mejor gobierno es el peor».

Conocía a sus partidarios locales. Habían sido próceres ilustres con títulos de sobra en la gesta libertadora, pero en la política menuda eran cubileteros cebados, pequeños traficantes de empleos, que incluso habían llegado a hacer alianzas con Montilla en contra suya. Como a tantos otros, él no les había dado tregua hasta que no logró seducirlos. Así que les pidió apoyar al gobierno, aun a costa de sus intereses personales. Sus motivos, como de costumbre, tenían un aliento profético: mañana, cuando él no estuviera, el propio gobierno que ahora pedía apoyar haría venir a Santander, y éste regresaría coronado de gloria a liquidar los escombros de sus sueños, la patria inmensa y única que él había forjado en tantos años de guerras y sacrificios sucumbiría en pedazos, los partidos se descuartizarían entre sí, su nombre sería vituperado y su obra pervertida en la memoria de los siglos. Pero nada de eso le importaba en aquel momento si al menos podía impedirse un nuevo episodio de sangre. «Las insurrecciones son como las olas del mar, que se suceden unas a otras», dijo. «Por eso no me han gustado nunca». Y ante el asombro de los visitantes, concluyó:

«Cómo será, que en estos días estoy deplorando hasta la que hicimos contra los españoles».

El general Montilla y sus amigos sintieron que aquel era el final. Antes de despedirse, recibieron de él una medalla de oro con su efigie, y no pudieron evitar la impresión de que era un regalo póstumo. Mientras se dirigían a la puerta, García del Río dijo en voz baja:

«Ya tiene cara de muerto».

La frase ampliada y repetida por los ecos de la casa, persiguió al general toda la noche. Sin embargo, el general Francisco Carmena se sorprendió al día siguiente de su buen semblante. Lo encontró en el patio perfumado de azahares, en una hamaca con su nombre bordado en hilos de seda que le habían hecho en la vecina población de San Jacinto, y que José Palacios había colgado entre dos naranjos. Acababa de bañarse, y el cabello estirado hacia atrás y la casaca de paño azul, sin camisa, le infundían un aura de inocencia. Mientras se mecía muy despacio dictaba a su sobrino Fernando una carta indignada para el presidente Caycedo. Al general Carmona no le pareció tan moribundo como le habían dicho, quizás porque estaba embriagado por una de sus iras legendarias.

Carmena era demasiado visible para pasar inadvertido en ninguna parte, pero él lo miró sin verlo mientras dictaba una frase contra la perfidia de sus detractores. Sólo al final se volvió hacia el gigante que lo miraba sin parpadear, plantado con todo su cuerpo frente a la hamaca, y le preguntó sin saludarlo:

«¿Y usted también me cree un promotor de insurrecciones?»

El general Carmona, anticipándose a una recepción hostil, preguntó con un punto de altivez:

«¿Y de dónde lo infiere mi general?»

«De donde mismo lo infirieron éstos», dijo él.

Le dio unos recortes de prensa acabados de recibir en el correo de Santa Fe, en los cuales lo acusaban una vez más de haber promovido en secreto la rebelión de los granaderos para volver al poder contra la decisión del congreso. «Groserías infames», dijo. «Mientras yo pierdo mi tiempo predicando la unión, estos sietemesinos me acusan de conspirador». El general Carmona sufrió una desilusión con la lectura de los recortes.

«Pues yo no sólo lo creía», dijo, «sino que estaba muy complacido de que fuera cierto».

«Me lo imagino», dijo él.

No dio muestras de contrariedad, sino que le pidió esperarlo mientras terminaba de dictar la carta, en la cual pedía una vez más la franquicia oficial para salir del país. Cuando terminó había recobrado la calma con la misma facilidad fulminante con que la había perdido al leer la prensa. Se levantó sin ayuda, y llevó del brazo al general Carmona para pasearse alrededor del aljibe.

La luz era una harina de oro que se filtraba por la fronda de los naranjos al cabo de tres días de lluvias, y alborotaba a los pájaros entre los azahares. El general les puso atención un instante, los sintió en el alma, y casi suspiró: «Menos mal que todavía cantan». Luego le hizo al general Carmena una explicación erudita de por qué los pájaros de las Antillas cantan mejor en abril que en junio, y enseguida, sin transición, lo llevó a sus asuntos. No necesitó más de diez minutos para convencerlo de acatar sin condiciones la autoridad del nuevo gobierno. Después lo acompañó hasta la puerta, y fue al dormitorio a escribirle de su puño y letra a Manuela Sáenz, que seguía quejándose de los estorbos que el gobierno le ponía a sus cartas.

Apenas si almorzó un plato de mazamorra de maíz biche que Fernanda Barriga le llevó al dormitorio mientras escribía. A la hora de la siesta le pidió a Fernando que le siguiera leyendo un libro de botánica china que habían empezado la noche anterior. José Palacios entró poco después en el dormitorio con el agua de orégano para el baño caliente, y encontró a Fernando dormido en la silla con el libro abierto en el regazo. El general estaba despierto en la hamaca y se cruzó los labios con el índice en señal de silencio. No tenía fiebre por primera vez en dos semanas.

Así, dándole largas al tiempo, entre un correo y otro, .se quedó veintinueve días en Turbaco. Había estado allí dos veces, pero cuando en realidad apreció las virtudes medicinales del lugar fue la segunda vez, tres años antes, cuando regresaba de Caracas a Santa Fe para impedir los planes separatistas de Santander. Le había sentado tan bien el temperamento del pueblo, que entonces se quedó diez días en lugar de las dos noches previstas. Fueron jornadas enteras de fiestas patrias. Al final hubo una corraleja de las grandes, contrariando su aversión a las corridas de toros, y él mismo se midió con una vaquilla que le arrebató la manta de las manos y arrancó un grito de susto a la muchedumbre. Ahora, en la tercera visita, su destino de lástima estaba consumado, y el paso de los días lo confirmaba hasta la exasperación. Las lluvias se hicieron más frecuentes, y más desoladas, y la vida se redujo a esperar las noticias de nuevos reveses. Una noche, en la lucidez de la alta vigilia, José Palacios le oyó suspirar en la hamaca:

«¡Sabe Dios por dónde andará Sucre!»

El general Montilla había vuelto dos veces más, y lo había encontrado mucho mejor que el primer día. Más aún: le pareció que poco a poco iba recobrando sus ímpetus de otros tiempos, sobre todo por la insistencia con que le reclamó que Cartagena no hubiera votado todavía la nueva constitución ni reconocido al nuevo gobierno, de acuerdo con el compromiso de la visita anterior. El general Montilla improvisó la excusa de que estaban esperando saber primero si Joaquín Mosquera aceptaba la presidencia.

«Quedarán mejor si se anticipan», dijo el general.

En la visita siguiente volvió a reclamarlo con mayor energía, pues conocía a Montilla desde niño, y sabía que la resistencia que éste atribuía a otros no podía ser sino suya. No sólo los ligaba una amistad de clase y de oficio, sino que habían hecho toda una vida en común. En una época sus relaciones se enfriaron hasta el punto de que no volvieron a dirigirse la palabra, porque Montilla dejó al general sin auxilios militares en Mompox, en uno de los momentos más peligrosos de la guerra contra Morillo, y el general lo acusó de ser un disolvente moral y el autor de todas las calamidades. La reacción de Montilla fue tan apasionada que lo desafió a duelo, pero siguió al servicio de la independencia por encima de los rencores personales.

Había estudiado matemáticas y filosofía en la Academia Militar de Madrid, y fue guardia de corps del rey don Fernando VII hasta el mismo día en que le llegaron las primeras noticias de la emancipación de Venezuela. Fue buen conspirador en México, buen contrabandista de armas en Curazao y buen guerrero en todas partes desde que sufrió sus primeras heridas a los diecisiete años. En 1821 limpió de españoles el litoral, desde Riohacha hasta Panamá, y se tomó Cartagena contra un ejército más numeroso y mejor armado. Entonces ofreció la reconciliación al general con un gesto gallardo: le mandó las llaves de oro de la ciudad, y el general se las devolvió con el ascenso a general de brigada, y la orden de hacerse cargo del gobierno del litoral. No era un gobernante amado, aunque solía mitigar sus excesos con el sentido del humor. Su casa era la mejor de la ciudad, su hacienda de Aguas Vivas era una de las más codiciadas de la provincia, y el pueblo le preguntaba con letreros en las paredes de dónde había sacado el dinero para comprarlas. Pero allí seguía, después de ocho años de un duro y solitario ejercicio del poder, convertido además en un político astuto y difícil de contrariar.

Ante cada insistencia, Montilla replicaba con un argumento distinto. Sin embargo, por una vez dijo la verdad sin adornos: los bolivaristas cartageneros estaban resueltos a no jurar una constitución de compromiso ni a reconocer un gobierno endeble, cuyo origen no se fundaba en el acuerdo sino en la discordia de todos. Era típico de la política local, cuyas divergencias habían sido la causa de grandes tragedias históricas. «Y no les falta razón, si Su Excelencia, el más liberal de todos, nos deja a merced de los que se han apropiado el título de liberales para liquidar su obra», dijo Montilla. Así que la única fórmula de arreglo era que el general se quedara en el país para impedir su desintegración.

«Bueno, si es así, dígale a Carmona que venga otra vez, y lo convencemos de que se subleve», replicó el general, con un sarcasmo muy suyo. «Será menos sangriento que la guerra civil que los cartageneros van a provocar con su impertinencia».

Pero antes de despedirse de Montilla había recobrado el dominio, y le pidió que llevara a Turbaco la plana mayor de sus partidarios para ventilar el desacuerdo. Todavía los estaba esperando cuando el general Carreño le llevó el rumor de que Joaquín Mosquera había asumido la presidencia. Él se dio una palmada en la frente.

«¡La pinga!», exclamó. «No lo creo ni si me lo muestran vivo».

El general Montilla fue a confirmárselo esa misma tarde, bajo un aguacero de vientos cruzados que arrancó árboles de raíz, desmanteló medio pueblo, desbarató el corral de la casa y se llevó a los animales ahogados. Pero también contrarrestó el ímpetu de la mala noticia. La escolta oficial, que agonizaba de tedio por la vacuidad de los días, impidió que los desastres fueran mayores. Montilla se echó encima un impermeable de campaña y dirigió el salvamento. El general permaneció sentado en un mecedor frente a la ventana, envuelto en la manta de dormir, con la mirada pensativa y la respiración sosegada, contemplando el torrente de lodo que arrastraba los escombros del desastre. Aquellas perturbaciones del Caribe le eran familiares desde niño. Sin embargo, mientras la tropa se apresuraba a restablecer el orden en la casa, él le dijo a José Palacios que no recordaba haber visto nada igual. Cuando por fin volvió la calma, Montilla entró en la sala chorreando agua y embarrado hasta las rodillas. El general seguía inmóvil en su idea.

«Pues bien, Montilla», le dijo, «ya Mosquera es presidente, y Cartagena sigue sin reconocerlo».

Pero Montilla tampoco se dejaba distraer por las tormentas.

«Si Su Excelencia estuviera en Cartagena sería mucho más fácil», dijo.

«Habría el riesgo de que se interpretara como una intromisión mía, y no quiero ser protagonista de nada», dijo él. «Es más: no me moveré de aquí mientras ese asunto no esté resuelto».

Esa noche escribió al general Mosquera una carta de compromiso. «Acabo de saber, no sin sorpresa, que usted admitió la presidencia del estado, de lo que me alegro por el país y por mí mismo», le decía. «Pero lo siento y lo sentiré siempre por usted». Y cerró la carta con una posdata ladina: «No me he ido porque no me ha llegado el pasaporte, pero me voy sin falta cuando venga».

El domingo llegó a Turbaco y se incorporó a su séquito el general Daniel Florencio O'Leary, miembro prominente de la Legión Británica, que había sido por largo tiempo edecán y amanuense bilingüe del general. Montilla lo acompañó desde Cartagena, de mejor humor que nunca, y ambos pasaron con el general una buena tarde de amigos bajo los naranjos. Al término de una larga conversación con O'Leary sobre su gestión militar, el general apeló a la muletilla de siempre:

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