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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (15 page)

BOOK: El general en su laberinto
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«Lo que hay que hacer con esos chapetones de porra es sacarlos a patadas de Venezuela», dijo. «Y le juro que lo voy a hacer».

Cuando por fin dispuso de su herencia por mayoría de edad emprendió el género de vida que el frenesí de 1-a época y los bríos de su carácter le reclamaban, y se gastó ciento cincuenta mil francos en tres meses. Tenía las habitaciones más caras del hotel más caro de París, dos criados de librea, un coche de caballos blancos con un auriga turco, y una amante distinta según la ocasión, ya fuera en su mesa preferida del café de Procope, en los bailes de Montmartre o en su palco personal en el teatro de la ópera, y le contaba a todo el que se lo creyera que había perdido tres mil pesos en una mala noche de ruleta.

De regreso a Caracas permanecía aún más cerca de Rousseau que de su propio corazón, y seguía releyendo La Nueva Eloísa con una pasión vergonzante, en un ejemplar que se le desbarataba en las manos. Sin embargo, poco antes del atentado del 25 de septiembre, cuando ya había hecho honor cumplido y sobrado a su juramento romano, le interrumpió a Manuela Sáenz la décima relectura de Emilio, porque le pareció un libro abominable. «En ninguna parte me aburrí tanto como en París en el año de cuatro», le dijo esa vez. En cambio, mientras estaba allá había creído no sólo ser feliz, sino el más feliz de la tierra, sin haber teñido su destino con las aguas augúrales del cariaquito morado.

Veinticuatro años después, absorto en la magia del río, moribundo y en derrota, tal vez se preguntó si no tendría el valor de mandar al carajo las hojas de orégano y de salvia, y las naranjas amargas de los baños de distracción de José Palacios, y de seguir el consejo de Carreño de sumergirse hasta el fondo con sus ejércitos de pordioseros, su glorias inservibles, sus errores memorables, la patria entera, en un océano redentor de cariaquito morado.

Era una noche de vastos silencios, como en los estuarios colosales de los Llanos, cuya resonancia permitía escuchar conversaciones íntimas a varias leguas de distancia. Cristóbal Colón había vivido un instante como ése, y había escrito en su diario: «Toda la noche sentí pasar las aves». Pues la tierra estaba próxima al cabo de sesenta y nueve días de navegación. También el general las sintió. Empezaron a pasar como a las ocho, mientras Carreño dormía, y una hora después había tantas sobre su cabeza, que el viento de las alas era más fuerte que el viento. Poco después empezaron a pasar por debajo de los champanes unos peces inmensos extraviados entre las estrellas del fondo, y se sintieron las primeras ráfagas de la podredumbre del nordeste. No era necesario verla para reconocer la potencia inexorable que infundía en los corazones aquella rara sensación de libertad. «¡Dios de los pobres!», suspiró el general. «Estamos llegando». Y así era. Pues ahí estaba el mar, y del otro lado del mar estaba el mundo.

VIII

De modo que estaba otra vez en Turbaco. En la misma casa de aposentos umbríos, de grandes arcos lunares y ventanas de cuerpo entero sobre la plaza de cascajo, y el patio monástico donde había visto el fantasma de don Antonio Caballero y Góngora, arzobispo y virrey de la Nueva Granada, que en noches de luna se aliviaba de sus muchas culpas y sus deudas insolubles paseándose por entre los naranjos. Al contrario del clima general de la costa, ardiente y húmedo, el de Turbaco era fresco y sano por su situación sobre el nivel del mar, y a la orilla de los arroyos había laureles inmensos de raíces tentaculares a cuya sombra se tendían a sestear los soldados.

Habían llegado dos noches antes a Barranca Nueva, término añorado del viaje fluvial, y tuvieron que maldormir en un pestilente galpón de bahareque, entre sacos de arroz arrumados y cueros sin curtir, porque no había albergue reservado para ellos ni estaban listas las mulas que habían encargado con tiempo. Así que el general llegó a Turbaco ensopado y adolorido, y ansioso de dormir, pero sin sueño.

Aún no habían acabado de descargar, y ya la noticia su llegada había pasado de largo hasta Cartagena de Indias, a sólo seis leguas de allí, donde el general Mariano Montilla, intendente general y comandante militar de la provincia, tenía preparada para el día siguiente una recepción popular. Pero él no estaba para fiestas prematuras. A quienes lo esperaron en el camino real bajo la llovizna inclemente, los saludó con una efusión de conocidos antiguos, pero les pidió con la misma franqueza que lo dejaran solo.

En realidad, estaba peor de lo que revelaba su mal humor, así se empeñara en ocultarlo, y hasta su mismo séquito observaba día tras día su erosión insaciable. No podía con su alma. El color de su piel había pasado del verde pálido al amarillo mortal. Tenía fiebre, y el dolor de cabeza se había vuelto eterno. El párroco se ofreció para llamar a un médico, pero él se opuso: «Si hubiera hecho caso de mis médicos llevaría muchos años enterrado». Había llegado con la disposición de continuar al día siguiente para Cartagena, pero en el curso de la mañana tuvo noticias de que no había en puerto ningún barco para Europa, ni le había llegado el pasaporte en el último correo. Así que decidió quedarse a descansar tres días. Sus oficiales lo celebraron no sólo por el bien de su cuerpo, sino también porque las primeras noticias que llegaban en secreto sobre la situación en Venezuela no eran las más saludables para su alma.

No pudo impedir, sin embargo, que siguieran reventando cohetes hasta que se acabó la pólvora, y que instalaran muy cerca de allí un conjunto de gaitas que había de seguir tocando hasta muy avanzada la noche. También le llevaron de los vecinos pantanos de Marialabaja una comparsa de hombres y mujeres negros, vestidos como los cortesanos europeos del siglo xvi, que bailaban en burla y con arte africano las danzas españolas de salón. Se la llevaron porque en la visita anterior le había gustado tanto que la hizo llamar varias veces, pero ahora no la miró siquiera.

«Llévense lejos de aquí ese bochinche», dijo.

El virrey Caballero y Góngora había construido la casa y vivido en ella durante unos tres años, y al hechizo de su alma en pena se atribuían los ecos fantasmales de los aposentos. El general no quiso volver al dormitorio donde había estado la vez anterior, que recordaba como el cuarto de las pesadillas, porque todas las noches en que durmió allí soñó con una mujer de cabellos iluminados que le ataba en el cuello una cinta roja hasta despertarlo, y así otra vez y otra vez, hasta el amanecer. De modo que se hizo colgar la hamaca en las argollas de la sala y se durmió un rato sin soñar. Llovía a mares, y un grupo de niños permaneció asomado en las ventanas de la calle para verlo dormir. Uno de ellos lo despertó con voz sigilosa: «Bolívar, Bolívar». Él lo buscó en las brumas de la fiebre, y el niño le preguntó:

«¿Tú me quieres?»

El general afirmó con una sonrisa trémula, pero luego ordenó que espantaran las gallinas que se paseaban por la casa a toda hora, que retiraran a los niños y cerraran las ventanas, y se durmió de nuevo. Cuando volvió a despertar continuaba lloviendo, y José Palacios preparaba el mosquitero para la hamaca.

«Soñé que un niño de la calle me hacía preguntas raras por la ventana», le dijo el general.

Aceptó tomarse una taza de infusión, la primera en veinticuatro horas, pero no alcanzó a terminarla. Se volvió a tender en la hamaca, presa de un desvanecimiento, y permaneció largo rato sumergido en una meditación crepuscular, contemplando la hilera de murciélagos colgados en las vigas del techo. Al final suspiró:

«Estamos para enterrar de limosna».

Había sido tan pródigo con los antiguos oficiales y simples soldados del ejército libertador que le contaron sus desgracias a lo largo del río, que en Turbaco no le quedaba más de la cuarta parte de sus recursos de viaje. Aún faltaba por ver si el gobierno provincial tenía fondos disponibles en sus arcas maltrechas para cubrir la libranza, o al menos la posibilidad de negociarla con un agiotista. Para su instalación inmediata en Europa contaba con la gratitud de Inglaterra, a la que había hecho tantos favores. «Los ingleses me quieren», solía decir. Para sobrevivir con el decoro digno de sus nostalgias, con sus criados y el séquito mínimo, contaba con la ilusión de vender las minas de Aroa. Sin embargo, si de veras quería irse, los pasajes y los gastos del viaje para él y su séquito eran una urgencia del día siguiente, y su saldo efectivo no le alcanzaba ni para pensarlo. Pero ni más faltaba que fuera a renunciar a su infinita capacidad de ilusión en el momento en que más le convenía. Al contrario. A pesar de que veía luciérnagas donde no las había, a causa de la fiebre y el dolor de cabeza, se sobrepuso a la somnolencia que le entorpecía los sentidos, y le dictó tres cartas a Fernando.

La primera fue una respuesta del corazón a la despedida del mariscal Sucre, en la cual no hizo ningún comentario sobre su enfermedad, a pesar de que solía hacerlo en situaciones como la de aquella tarde, en la que estaba tan urgido de compasión. La segunda carta fue para donjuán de Dios Amador, prefecto de Cartagena, encareciéndole el pago de los ocho mil pesos de la libranza contra el tesoro provincial. «Estoy pobre y necesitado de ese dinero para mi partida», le decía. La súplica fue eficaz, pues antes de cuatro días recibió respuesta favorable, y Fernando fue a Cartagena por el dinero. La tercera fue para el ministro de Colombia en Londres, el poeta José Fernández Madrid, pidiéndole que pagara una letra que el general había girado en favor de sir Robert Wilson, y otra del profesor inglés José Lancaster, a quien se le debían veinte mil pesos por implantar en Caracas su novedoso sistema de educación mutua. «Mi honor está comprometido en ello», le decía. Pues confiaba en que su viejo pleito judicial se hubiera resuelto para entonces, y que ya las minas se hubieran vendido. Diligencia inútil: cuando la carta llegó a Londres, el ministro Fernández Madrid había muerto.

José Palacios les hizo una señal de silencio a los oficiales que disputaban a gritos jugando a las barajas en la galería interior, pero ellos siguieron disputando en susurros hasta que sonaron las once en la iglesia cercana. Poco después se apagaron las gaitas y los tambores de la fiesta pública, la brisa del mar distante se llevó los nubarrones oscuros que habían vuelto a acumularse después del aguacero de la tarde, y la luna llena se encendió en el patio de los naranjos.

José Palacios no descuidó un instante al general, que había delirado de fiebre en la hamaca desde el atardecer. Le preparó una pócima de rutina y le puso una lavativa de sen, en espera de que alguien con más autoridad se atreviera a proponerle un médico, pero nadie lo hizo. Apenas si dormitó una hora al amanecer.

Aquel día fue a visitarlo el general Mariano Montilla con un grupo selecto de sus amigos de Cartagena, entre ellos los conocidos como los tres Juanes del partido bolivarista: Juan García del Río, Juan de Francisco Martín y Juan de Dios Amador. Los tres se quedaron horrorizados ante aquel cuerpo en pena que trató de incorporarse en la hamaca, y el aire no le alcanzó para abrazarlos a todos. Lo habían visto en el Congreso Admirable, del que formaban parte, y no podían creer que se hubiera desmigajado tanto en tan poco tiempo. Los huesos eran visibles a través de la piel, y no conseguía fijar la mirada. Debía estar consciente de la fetidez y el calor de su aliento, pues se cuidaba de hablar a distancia y casi de perfil. Pero lo que más les impresionó fue la evidencia de que había disminuido de estatura, hasta el punto de que al general Montilla le pareció al abrazarlo que le llegaba a la cintura.

Pesaba ochenta y ocho libras, y había de tener diez menos la víspera de la muerte. Su estatura oficial era de un metro con sesenta y cinco, aunque sus fichas médicas no coincidían siempre con las militares, y en la mesa de autopsias tendría cuatro centímetros menos. Sus pies eran tan pequeños como sus manos en relación con el cuerpo, y también parecían disminuidos. José Palacios había notado que llevaba los pantalones casi a la altura del pecho, y tenía que darle una vuelta a los puños de la camisa. El general advirtió la curiosidad de sus visitantes y admitió que las botas de siempre, del número treinta y cinco en puntos franceses, le quedaban grandes desde enero. El general Montilla, célebre por sus chispazos de ingenio aun en las situaciones menos oportunas, acabó con el patetismo.

«Lo importante», dijo, «es que Su Excelencia no se nos disminuya por dentro».

Como de costumbre, subrayó su propia ocurrencia con una carcajada de perdigones. El general le devolvió una sonrisa de viejo compinche, y cambió de tema. El tiempo había mejorado, y la intemperie era buena para conversar, pero él prefirió recibir a sus visitantes sentado en la hamaca y en la misma sala donde había dormido.

El tema dominante fue el estado de la nación. Los bolivaristas de Cartagena se negaban a reconocer la nueva constitución y a los mandatarios elegidos, con el pretexto de que los estudiantes santanderistas habían ejercido presiones inadmisibles sobre el congreso. En cambio, los militares leales se habían mantenido al margen, por orden del general, y el clero rural que lo apoyaba no tuvo oportunidad de movilizarse. El general Francisco Carmona, comandante de una guarnición de Cartagena y leal a su causa, había estado a punto de promover una insurrección, y aún mantenía su amenaza. El general le pidió a Montilla que le mandara a Carmona para tratar de apaciguarlo. Luego, dirigiéndose a todos pero sin mirar a nadie, les hizo una síntesis brutal del nuevo gobierno:

«Mosquera es un pendejo y Caycedo es un pastelero, y ambos están acoquinados por los niños del San Bartolomé».

Lo que quería decir, en jerga caribe, que el presidente era un débil, y el vicepresidente un oportunista capaz de cambiar de partido según los rumbos del viento. Anotó además, con una acidez típica de sus tiempos peores, que no era extraño que cada uno de ellos fuera hermano de un arzobispo. En cambio, la nueva constitución le pareció mejor de lo que podía esperarse, en un momento histórico en que el peligro no era la derrota electoral, sino la guerra civil que Santander fomentaba con sus cartas desde París. El presidente electo había hecho en Popayán toda clase de llamados al orden y la unidad, pero no había dicho aún si aceptaba la presidencia.

IX

«Está esperando que Caycedo haga el trabajo sucio», dijo el general.

«Ya Mosquera debe estar en Santa Fe», dijo Montilla. «Salió de Popayán el lunes».

El general lo ignoraba, pero no se sorprendió. «Ya verán que se desinfla como una calabaza cuando tenga que actuar», dijo. «Ése no sirve ni para portero de un gobierno». Hizo una larga reflexión y sucumbió a la tristeza.

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