Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
Si la memoria no le falla, ese sello es un emblema templario que data del final de las cruzadas y del establecimiento de la orden en Francia, unos años antes de su caída en desgracia y la ejecución de sus miembros.
La figura geométrica que está debajo de las líneas es sin duda alguna una de las cruces de las ocho Bienaventuranzas, el símbolo templario del Sermón de la Montaña. Cada punta de cada triángulo representa una de las ocho bienaventuranzas que el Señor enseñó a sus discípulos. Pero, en realidad, el origen de esa misteriosa cruz se pierde en la noche de los tiempos; su rastro más antiguo se encuentra en unas tablillas mexicanas que datan de varios milenios antes de Cristo. Se trata de cruces llamadas piramidales, pues, según las leyendas, se supone que representan las cuatro caras de las antiguas pirámides. Curiosamente, también se ha descubierto esa cruz en las orillas del lago Titicaca, en Bolivia, así como en ciertos templos aztecas, donde simbolizaba al dios precolombino Quetzalcóatl.
Hasta la detención de los templarios en 1307, ocho de esas cruces circulaban entre las diferentes encomiendas de la orden, o sea, una cruz por bienaventuranza. La cruz de los Pobres, la cruz de los Mansos y la de los Afligidos, la cruz de los Justos, la de los Misericordiosos y la de los Corazones Limpios, la cruz de los Pacíficos y la cruz de los Perseguidos. Ocho cruces que los más altos dignatarios del Temple llevaban bajo la túnica en signo de reconocimiento, pero no solo por eso… Esas joyas de oro y rubíes servían ante todo para intercambiar correos secretos utilizando un código basado en las figuras geométricas de la cruz en cuestión. Por esa razón, las cruces templarias de las Bienaventuranzas presentaban distintas partes geométricas separadas por trazos más o menos gruesos. El complejo conjunto de triángulos entrecruzados con incrustaciones de rubíes y un rombo de oro orientado hacia occidente contenía el secreto del código.
Curiosamente, los arqueros del rey de Francia no encontraron ni una sola de esas cruces en las innumerables encomiendas de la orden que registraron de forma simultánea el amanecer del 13 de octubre de 1307. Como si se hubieran esfumado de repente junto con el fabuloso tesoro del Temple justo antes de que se pusiera en marcha la mayor operación policial de la historia. No obstante, los inquisidores terminaron por recuperar algunos documentos contables y un pergamino en el que aparecía representada la cruz de los Pobres, cuyo triángulo superior derecho era el único que estaba relleno. La primera de las ocho Bienaventuranzas. Así pues, lo que Carzo tiene ante los ojos es una reproducción de ese dibujo encontrado en 1307: la cara visible de la primera cruz, que manda sobre todas las demás.
Pese a ese dibujo, el código del Temple resistió durante siglos a los mejores criptólogos de la cristiandad. Luego, a fuerza de comparar las diversas hipótesis con las inscripciones que los templarios prisioneros grabaron en los calabozos de Gisors y de París en espera de la muerte, la parte visible del código acabó por revelar su secreto bajo la lupa de los matemáticos y de los teólogos del Vaticano. Se trataba de un código alfabético. Sin embargo, a falta de números, se dedujo que era sin duda alguna el reverso de las cruces lo que facilitaba la parte numérica del código templario.
Por eso nunca habían podido comprender el significado de los mensajes dejados por los miembros de la orden en las paredes de los calabozos. Y también por eso nunca habían encontrado el lugar donde escondieron su tesoro antes de marcharse de Tierra Santa, un escondrijo cuyo emplazamiento solo podía ser revelado por el conjunto de los ocho códigos geométricos grabados en las ocho cruces perdidas. El mapa del tesoro de los templarios.
Desde que los especialistas del Vaticano habían penetrado el código alfabético de la cruz de los Pobres, tan solo algunos iniciados, de los que Carzo formaba parte, conocían el secreto, pues las claves que circulaban en los manuales esotéricos y las logias masónicas eran copias en las que faltaba lo esencial. El problema era que ese grabado, tras haber sido encontrado en 1307, había sido cuidadosamente dividido en cuatro partes, guardadas respectivamente en una caja fuerte de un banco de Suiza, de Malta, de Mónaco y de San Marino. El interrogante era: ¿cómo una reproducción tan fiel de la cruz de los Pobres podía hallarse ante los ojos de Carzo a once mil metros de altitud sobre el golfo de México? A no ser que quien había dibujado ese código fuera el afortunado poseedor de esa cruz perdida desde hacía siglos. Lo que significaba que era un descendiente por línea directa de los dignatarios del Temple.
El padre Carzo baja la mesita del asiento contiguo, sobre la que dispone parte de los documentos. Después abre un cuaderno y reproduce a pulso las veinticuatro figuras geométricas que componen la cruz de los Pobres. Puesto que cada una representa una letra del alfabeto, las separa una tras otra y anota al lado la letra a la que corresponde. A continuación empieza a descifrar las líneas del código, sin dejar de girar para cada símbolo la cruz, a fin de orientar el rombo de oro y el punto superior en la dirección correcta.
Como todos los códigos complejos, el del Temple fue ideado para que fuese indescifrable sin la clave, pero fácil de reproducir cuando se disponía de ella. De manera que el sacerdote tarda apenas diez minutos en traducir las dos primeras líneas. En latín.
novus ordo mundi
venit
El nuevo orden mundial se acerca. Parece una advertencia. O la divisa de una sociedad secreta muy antigua.
Las cuatro líneas siguientes son más difíciles de descifrar. Las primeras tentativas de Carzo solo dan un montón de letras y de palabras sin sentido; ni siquiera consigue identificar la lengua a la que pertenecen. Luego, a fuerza de comprobaciones, las dos primeras palabras accionan de golpe la cerradura geométrica que encierra las cuatro líneas. Curiosamente, el texto está en inglés, una lengua que la Iglesia romana jamás ha utilizado. Por eso al sacerdote le ha costado tanto traducir esas líneas, ya que esperaba un texto en latín.
Edinburgh
News
Cathay
Pacific
Carzo frunce el entrecejo. ¿Qué pintan los nombres de un periódico escocés y de una compañía aérea en un código templario? Sin duda se trata de una pista dejada por el cardenal de la cofradía del Humo Negro.
El exorcista pasa a las tres últimas líneas del código. Esta vez en francés. La lengua de la Hija Mayor de la Iglesia. El sacerdote logra descifrar fácilmente los últimos símbolos («el Humo Negro gobierna el mundo») y acerca todo el texto a la luz para leerlo:
novus ordo mundi
Venit
Edinburgh
News
Cathay
Pacific
La fumée noire
gouverne
le monde
En efecto, es una advertencia. Algo ocurrirá. O ya ha ocurrido. En cualquier caso, siguiendo la lógica del código, algo desencadenará el nuevo orden mundial y hará que el mundo caiga en manos de la cofradía del Humo Negro. Ese peligro inminente es lo que el cardenal infiltrado en el seno de la cofradía anuncia mediante ese mensaje que Jacomino debía transmitir urgentemente al Vaticano. Había dado con una información suficientemente grave para justificar que se utilizara el código templario y se disparara la alerta máxima; una información que sin duda alguna se mencionaba en las dos fotos metidas en el sobre con la hoja que contenía los símbolos.
Carzo examina la primera fotografía. El Fenimore Harbour Castle, un pequeño cottage con tejado de caña, perdido en una landa pedregosa en el extremo norte de Escocia. Según el informe encontrado en la consigna de Manaus, ahí es donde se había celebrado la última reunión de la cofradía del Humo Negro antes del inicio del Concilio Vaticano III. Foto de los salones. Un anciano lee un periódico sentado en un sillón de piel, de cara a una chimenea. La foto está tomada de lado y solo se distingue la silueta del anciano, así como un mechón de pelo gris y un mocasín Berluti. La cara del hombre queda oculta por el reposacabezas del sillón. Carzo se dispone a pasar a la segunda foto cuando el periódico que el desconocido está leyendo atrae su atención. Coge su lupa y lee: Edinburgh Evening News, lunes 22 de enero. Hace justo una semana. Un titular en grandes caracteres ocupa la mitad de la primera página:
Dramatic air crash in northern Atlantic. Flight Cathay Pacific 7890 from Baltimore to Roma disappeared early in the morning above the ocean. Destroyer USS Sherman arrived on location. Found no survivor.
El sacerdote nota que se le eriza el pelo de la nuca a medida que traduce:
—«Dramático accidente aéreo sobre las aguas del Atlántico Norte. El vuelo 7890 de la Cathay Pacific, procedente de Baltimore y con destino Roma, ha caído esta noche en medio del océano. El destructor norteamericano USS Sherman, que se encontraba en las inmediaciones, no ha encontrado ningún superviviente».
El exorcista cierra los ojos. Ahora lo recuerda. El accidente se había producido la noche del domingo al lunes y seguía siendo noticia. En primer lugar, porque las razones del siniestro eran un misterio a pesar de las cajas negras que los buzos de la marina norteamericana habían encontrado a cuatro mil metros de profundidad. Y además, porque a bordo de ese Boeing de la Cathay Pacific viajaban once obispos y cardenales para asistir al concilio que iba a celebrarse en Roma. No unos cardenales cualesquiera: hombres fieles, puros y duros del entorno más cercano del Papa. Regresaban de una gira de inspección por los obispados del continente americano, oficialmente para sondear a los responsables antes del concilio. Sin embargo, Carzo presentía que en realidad estaban encargados de investigar otra cosa.
Entre ellos estaba el cardenal Palatine, jefe de la cancillería de las Letras Apostólicas y número dos de la secretaría de Estado del Vaticano. Otra víctima era el cardenal escocés Jonathan Galway, con poder en las finanzas de la Iglesia. Otra, su excelencia reverendísima monseñor Carlos Esteban de Almaguer, que presidía la todopoderosa organización del Opus Dei, cuyo ejército de sacerdotes y laicos había invadido poco a poco todas las esferas de la sociedad para promover el mensaje divino y devolver a las almas perdidas al buen camino. Otro personaje, mucho más importante, había encontrado la muerte en el accidente del vuelo 7890 de la Cathay Pacific: su eminencia el cardenal Miguel Luis Centenario, arzobispo de Córdoba de Argentina y posible sucesor de Su Santidad. Centenario no carecía de enemigos en el seno de la curia, ni tampoco de poderosos apoyos. Gozaba del favor de los participantes en el cónclave en nombre de la necesaria apertura de la Iglesia al continente sudamericano, que concentraba por sí solo un tercio de los mil quinientos millones de cristianos esparcidos por todo el planeta. ¿Cómo habría podido ser de otro modo en una época en que la fe abandonaba el viejo continente y en que millones de fieles llenaban las iglesias de la otra orilla del Adámico? Ese era el plan del Papa actual: preparar el traspaso de poder a manos de un pontífice sudamericano. Una opción que la cofradía del Humo Negro no podía aceptar.
El padre Carzo se pasa una mano por la frente empapada. La última foto del sobre muestra la misma imagen unos instantes más tarde. El anciano, cuyo rostro sigue sin distinguirse, ha descruzado las piernas y doblado el periódico. Sostiene, a la luz del fuego, un vaso de whisky en el que flotan unos cubitos. Carzo se fija en la mano que sostiene el vaso. Un anillo brilla en, el dedo anular, un sello con una amatista que el exorcista cree reconocer. Orienta la luz y levanta la fotografía a unos centímetros de sus ojos para observar el blasón: un león de oro rugiente sobre fondo azul. Las armas del camarlengo Campini, el segundo hombre más poderoso del Vaticano.
Marie Parks nota un picor en las fosas nasales. El olor de la celda ha cambiado. A través de las vaharadas de cera que saturan el ambiente, detecta ahora un olor de mugre y de cuerpo abandonado. La joven se agarrota. Ese humo repugnante parece emanar de todas partes y se eleva en volutas compactas.
Parks se despierta lentamente. Un silbido. Le acomete un acceso de tos. Abre los ojos en la penumbra. Las paredes están borrosas; se diría que su visión ha disminuido.
Vuelve la vista hacia la mesa y constata con terror que los pergaminos de Landegaard ya no están allí. Con la garganta seca, aguza el oído para captar los aullidos lejanos del viento. Nada. La tormenta ha cesado. «No, todavía no se ha levantado».
La joven sacude la cabeza para hacer callar a esa vocecita que suena en su cerebro. Se esfuerza en levantarse, pero vuelve a caer pesadamente sobre el camastro; de repente toma conciencia de las transformaciones que ha sufrido su cuerpo mientras dormía, de la circunferencia de sus muslos y de sus pantorrillas, de las carnes abundantes y flácidas de su abdomen y de las blandas excrecencias de sus pechos. De su olor también; un olor de turba, de orina y de sexo sucio. Ese mismo olor que acaba de despertarla y que se desprende de sus axilas y de los pliegues de su vientre.
—Dios mío, ¿qué está pasando?
Se sobresalta al oír el sonido ronco que acaba de escapar de sus labios. No son sus piernas lo que intenta bajar de la cama. No son sus muslos ni sus caderas, y todavía menos su vientre. Tampoco son sus dientes lo que su lengua toca dentro de la boca. Y, sobre todo, no es su voz lo que acaba de oír.
Marie alza los ojos hacia el calendario: sábado 16 de diciembre. El día que murió la recoleta. Cuando alarga un brazo hacia la mesilla donde había guardado las hojas que arrancó al llegar a la celda, contempla con horror la vieja y sucia mano que avanza en lugar de la suya. Una mano llena de callosidades. Inspecciona el interior del cajón. Las hojas han desaparecido.
Parks arquea el cuerpo y consigue levantarse. Nerviosa, enciende una cerilla, acerca su cara al espejo y se queda paralizada al ver el reflejo. Unos cabellos grises, unas facciones flácidas y surcadas de arrugas, unos labios gruesos y unos ojillos negros hundidos bajo unas cejas espesas. Luego, mientras la cerilla chisporrotea y se apaga, Parks siente que su memoria se llena de recuerdos que no son los suyos.
El 16 de diciembre. Dos meses atrás. Aquel día, la recoleta se despertó sobresaltada. Se levantó de la cama y se acercó al espejo. Como Marie, tocó su reflejo en el cristal y murmuró:
—Señor, me he dormido y ahora él está aquí. Ha entrado en el convento. Ha venido a por mí. Dios mío, dame fuerzas para escapar de él.