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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (32 page)

BOOK: El evangelio del mal
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Capítulo 98

Los últimos fragmentos del informe Landegaard se pierden en la trama del papel. Por lo que Marie consigue descifrar, el inquisidor anuncia a Su Santidad que el rastro de la recoleta se difumina ahora en el macizo de los Dolomitas, en medio de un extenso bosque de pinos negros que rodea un viejo convento ocupado por una congregación de agustinas. Ahí es donde se dirige. Parks deja el pergamino y pasa al siguiente.

3 de septiembre de 1348. Informe número tres del inquisidor Thomas Landegaard. La escritura es compacta y ansiosa. Parks lee el documento en voz baja.

Desgraciadamente, Santidad, han transcurrido muchos días desde mi marcha de Aviñón y quedan ya muy pocos soles y todavía menos lunas antes del crepúsculo de este año de tormentos.

¿Qué puedo deciros sin derramar lágrimas sobre los lugares desolados que atravesamos? La gran peste negra extiende por doquier sus tinieblas sobre nuestras ciudades de piedras y de silencio y deja tras de sí un hedor tan abominable que los marinos afirman que el olor de su aliento se percibe hasta en el Pireo.

Dicen que la plaga, que está llegando ahora al norte de Europa, al parecer ha asolado París y está subiendo hacia Hamburgo y las murallas de Nimega.

Señor todopoderoso, ¿qué ha sido de Aviñón y de Roma, tan cercanas a los lugares donde se declaró esta epidemia, de la que la víspera de mi partida se decía que no resistiría a los ungüentos de las ancianas y a los aguardientes de especias?

Santidad, ¿ilumina aún el faro de vuestra sabiduría el Santo Palacio, o las palomas encargadas de llevaros mis mensajes solo sobrevuelan ya ruinas?

Un crujido de papel. Parks pasa al pergamino siguiente.

En lo que respecta a la investigación que instruimos en vuestro nombre, puedo anunciaros que la pista de la recoleta se pierde en el convento de las agustinas del que hablaba en mi último informe, expedido desde Bolzano.

Para llegar a ese lugar recóndito, cabalgamos horas en medio del silencio de un bosque tan espeso que los cascos de nuestras monturas no hacían ningún ruido. Guiándonos por los aullidos de los lobos y los graznidos lejanos de los cuervos fue como finalmente llegamos a un gran claro, en el centro del cual se alzaban las murallas del convento.

Enseguida nos percatamos, por las bandadas de carroñeros que sobrevolaban sus aguilones, de que la muerte se había instalado entre aquellos muros.

Hicimos sonar el cuerno para alertar a posibles supervivientes antes de romper las vigas y forzar las puertas. Tuvimos que golpear con la espuela los flancos de nuestros caballos, que piafaban y resoplaban como si percibieran alguna presencia maléfica.

Tal como temíamos, ningún alma salió a nuestro encuentro de aquel lugar desierto. Lo registramos y recorrimos los pasillos oscuros gritando vuestro nombre en latín.

En todas las celdas encontramos charcos de sangre seca y restos humanos.

A continuación llegamos al cementerio del convento, donde descubrimos catorce tumbas recientes, trece de las cuales parecían haber sido profanadas.

Abrimos la decimocuarta tumba, que había permanecido intacta, y en el interior de esa fosa es donde por fin encontramos a la recoleta del Cervino. Pero del evangelio maldito que se había llevado no había ni rastro. Así pues, registramos el edificio y pusimos la biblioteca patas arriba. En vano.

En el documento siguiente, la parte superior del pergamino parece chamuscada por el fuego. Las dos primeras frases resultan casi ilegibles por efecto del calor. Con todo, Marie consigue descifrar las palabras «pesar» y «espanto». Luego, el relato prosigue.

Dejamos el cementerio y llevamos nuestra inspección hasta los sótanos de la fortaleza. Y allí fue donde encontramos los trece restos mortales de las trece tumbas. Trece cuerpos de agustinas que parecían haber vagado entre las tinieblas antes de volver a morir de extenuación.

Digo «volver a morir» porque todas las religiosas iban envueltas en un sudario, como si las hubieran enterrado primero en las tumbas del cementerio y después se hubieran levantado de entre los muertos para recorrer esos lugares sin luz.

Otro detalle me intriga: la mayoría de los cadáveres estaban arrodillados contra las paredes, con las manos aferradas a las asperezas de la piedra, como si las no muertas hubieran agotado sus últimas fuerzas rascando las paredes en busca de algo.

Tal como establece el rito, trasladamos los restos fuera de los muros del convento para enterrarlos en el bosque, a fin de que su alma atormentada no turbara a las que descansan en la tierra consagrada del cementerio.

Por desgracia, no tenemos noticias de la superiora de esas desdichadas, una tal madre Yseult de Trento, de la que, ni en el cementerio ni en los registros de la congregación, hemos encontrado indicios de que haya fallecido. ¿Se marchó precipitadamente del convento después de la matanza de sus religiosas? ¿Huyó llevándose a su vez el evangelio bajo las ropas? En el momento en que escribo estas líneas, ese punto continúa siendo tan misterioso como el resto.

En conclusión, Santidad, si bien no dispongo por el momento de ninguna clave para resolver estos enigmas, debo constatar, por la angustia que se ha apoderado de nuestras almas, que este misterio es sin ninguna duda obra del Diablo y que su presencia todavía merodea por aquí.

Santidad, confío a un correo estas líneas que leeréis muy pronto si vuestro palacio se ha librado de la plaga. Los demás mensajes, si me queda alguno que enviaros antes de regresar a Aviñón, partirán bajo las alas de mi última paloma mensajera.

Los hombres de mi escolta están demasiado exhaustos para continuar viajando a la luz declinante del día, de modo que nos quedaremos a pasar la noche aquí y nos relevaremos ante una fogata a fin de expulsar de nuestros corazones el miedo que se instale en ellos.

No me gusta la idea, pues la presencia maléfica que mató a las agustinas sin duda solo espera la caída de la noche para despertar, pero así sabré a qué atenerme. Además, haré vigilar el cementerio para asegurarme de que los últimos muertos que alberga no escapen bajo la luna llena.

Santidad, beso vuestras manos y que las de Dios nos guíen, a vos en vuestra lucha contra las tinieblas que cubren el mundo y a mí en la búsqueda más oscura todavía que ha conducido a mi alma a este cementerio de las almas.

Parks pasa al último informe. La escritura del inquisidor, cuidada hasta ese momento, se vuelve ahora irregular e inclinada, como si hubiera estado bajo un inmenso terror. Este mensaje fue redactado unas horas después del que la joven acaba de leer.

Santidad:

La luna acaba de salir sobre las entrañas del Infierno en que se ha convertido este lugar abandonado. Pese a la fogata que habíamos encendido en el refugio consagrado del cementerio, algo ha conseguido matar a los últimos hombres de mi escolta. Conservo en mi memoria los gritos desgarradores que han proferido mientras la cosa los destripaba. Los ha matado un monje. Un monje sin rostro y sin alma.

En estos momentos me encuentro refugiado en la sala más alta del torreón y, al mismo tiempo que os escribo estas últimas líneas, veo a mis hermanos muertos vagando en mi busca.

Os ruego que creáis, Santidad, que estas palabras, aunque inspiradas por el terror, no son las de un loco. Oigo ahora los pasos de mis hermanos, que suben la escalera gritando mi nombre. Supongo que han visto mi cara mientras los contemplaba por la ventana. Me llaman. Están llegando. Santidad, el Diablo se encuentra entre estos muros. Mi camino termina aquí y aquí es donde voy a morir. Antes de que la puerta ceda, confío estas últimas palabras a la paloma mensajera que me dispongo a liberar. Si este mensaje os llega, os ruego que enviéis a vuestra noble guardia a arrasar este convento y a rellenar sus cimientos con cal empapada de agua bendita.

¡Dios mío, la puerta está a punto de ceder! ¡Señor, han llegado!

Marie lee de nuevo las últimas palabras del inquisidor. ¡De modo que era ahí donde la búsqueda de ese hombre de Dios había terminado, en ese convento en el que la anciana recoleta había encontrado refugio para morir!

Extenuada, se tiende en el camastro y contempla el techo. Presta atención para oír los lejanos aullidos del viento. La tormenta arrecia. Un extraño sopor la invade. Lucha durante unos momentos; luego, sin darse cuenta, se sume en un sueño agitado.

Capítulo 99

El chisporroteo de una antorcha en la oscuridad. El padre Carzo avanza por los sótanos del templo azteca. Hace frío. Los frescos que la llama muestra están cubiertos de escarcha. Las primeras criaturas, la destrucción del paraíso, el mensajero prehistórico, las pirámides y las inmensas ciudades que los olmecas habían construido en honor de la Luz. Al final del pasillo, el sacerdote llega a una amplia gruta. Una forma permanece en el centro de un círculo de velas. Se acerca. La cosa lo mira.

El padre Carzo se agita en sueños. Otra visión: un cielo crepuscular cubre la jungla, rojo con un cuarto de sol inmóvil en el horizonte. Los ríos, llenos de esqueletos de animales y de moscas muertas, se han secado. Los árboles también están secos y una espesa capa de cenizas cubre ahora el suelo. Ni un canto de pájaro, ni el menor zumbido de insecto. El gran mal ha ganado.

El sacerdote camina en medio de los árboles muertos. Las ramas se parten cuando las aparta para abrirse camino. Los colores han desaparecido, aspirados junto con la vida que reflejaban.

El exorcista avanza levantando nubes de ceniza con las sandalias. Aunque hace muchísimo calor, su frente y su espalda están secas. Apenas nota las correas de la mochila que se le clavan en los hombros. Anda mirando la cima de la enorme pirámide que aparece a través de los árboles muertos. Oumaxaya, la ciudad perdida que el gran mal devoró cuando los olmecas se apartaron de la Luz.

Bajo los pies del padre Carzo, la capa de ceniza se endurece. Acaba de llegar a la base de la pirámide. Alza los ojos y contempla a lo lejos las tres cruces en la cúspide del edificio. El sol en el horizonte ilumina la escena con una luz escarlata.

A medida que el sacerdote sube los peldaños, el aire se vuelve cada vez más caliente. Carzo domina ahora la jungla, la abarca con una mirada circular: árboles muertos y ceniza hasta el infinito. Ya está a tan solo una veintena de peldaños de la cúspide. Distingue los rostros de los crucificados, que miran cómo avanza. Los dos olmecas torturados tienen el cuerpo atrozmente quemado por el sol. Sus párpados han quedado pulverizados y sus ojos se han fundido dentro de las órbitas. Sin embargo, todavía no están muertos; sonríen.

Carzo contempla a Jesucristo clavado en el centro. El mismo rostro y los mismos ojos que el Salvador de los Evangelios. La misma barba y los mismos cabellos largos y sucios. Tan solo la mirada es distinta. Es una mirada llena de odio y de malicia. El sacerdote se agarrota mientras una voz átona escapa de los labios del crucificado:

—¡Esto no ha terminado, Carzo! ¿Me oyes? ¡No ha hecho más que empezar!

* * *

El sacerdote, sobresaltado, se yergue en el sillón. Percibe el siseo de los reactores y el ligero temblor de la carlinga por efecto de las turbulencias. La cabina del 767 se halla sumida en la oscuridad, pero una extraña luz gris se filtra a través de las persianas de plástico que cubren los ojos de buey.

Carzo consulta las indicaciones de vuelo en los paneles luminosos de la cabina. Hace algo más de ocho horas que el 767 salió de Manaus y el aparato está sobrevolando las aguas templadas del golfo de México. Dentro de unos minutos pasará sobre La Habana. Carzo levanta una persiana y distingue las luces de la capital cubana a lo lejos. Mira su reloj. Todavía quedan tres horas de vuelo y ya no tiene sueño. Alarga el brazo y pulsa un botón situado encima de él. La luz blanca salpica su cara. Sobre la tablilla, un sándwich envuelto en papel de celofán, una botella de agua mineral y la carpeta que recogió en la consigna del aeropuerto de Manaus, que contiene una treintena de páginas y unas fotos borrosas tomadas en pequeños hoteles perdidos en lo más recóndito de Australia y de Estados Unidos o en los silenciosos salones de las grandes instalaciones del planeta: el Sultan of Doha de Qatar, el Manama Palace de Bahrein, el Bello Horizonte de Los Ángeles y el Karbov de San Petersburgo.

Según el expediente, en esos lugares alejados de Roma era donde habían tenido lugar las últimas reuniones secretas de la cofradía del Humo Negro, que congregaban a algunos cardenales vestidos de seglar a los que los objetivos de las cámaras habían intentado sorprender mientras bajaban de las limusinas. Carzo deja escapar un suspiro mientras examina de nuevo las fotos adjuntas al informe. Solo sombras borrosas y siluetas mal encuadradas.

El exorcista, pensativo, da vueltas al grueso sobre acolchado que contenía las fotos. Parece vacío. Sin embargo, tiene la impresión de que contiene algo más. Examina la superficie presionando en diversos puntos. De pronto, sus dedos se detienen. Acaba de localizar una parte más dura, como si las burbujas de aire del forro contuvieran algo en su interior.

Carzo rasga el envoltorio y extrae otro sobre, gris y ligero; despega los bordes. Contiene dos fotos y una hoja en blanco, de grano grueso. El sacerdote la despliega sobre la mesita abatible.

Pasando la mano sobre el papel, nota bajo la yema de los dedos trazos y huecos, como marcas invisibles grabadas con una punta seca. Pasa delicadamente por encima la mina de un lápiz para hacerlos aparecer por contraste. Una forma se precisa: un sello antiguo con cruz paté y una flor de lis abajo, a la izquierda. Continúa rayando la hoja hacia abajo. Un vacío. Luego aparecen otros signos: nueve líneas en total, un código cuyos símbolos le son familiares.

La mina, que se ha detenido al final de la última línea, reanuda su avance hacia abajo. Otro blanco; a continuación, lo que parece el extremo superior de una figura geométrica se precisa poco a poco ante los ojos de Carzo. Cuatro brazos en forma de V, compuestos por dos triángulos entrecruzados y coronados por un punto. El triángulo superior derecho está relleno. Una cruz paté en el centro, la misma que la del sello. Carzo amplía los movimientos de su mano para poner de relieve las partes laterales de la figura, pero hace más presión con el lápiz al acercarse a la zona inferior de la hoja. Los mismos triángulos entrecruzados aparecen en el extremo de los cuatro brazos de la cruz que figura en el sello. Carzo levanta el documento hacia la luz y observa el conjunto del mensaje.

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