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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

El equipaje del rey José (27 page)

—Carlos —repuso la joven con ardor—, si no me crees lo que te he dicho, me enojaré, me pondré enferma, me consumiré de tristeza, me moriré de pesadumbre. Carlos, no lo dudes ni un momento. Si bajé aquella noche a la empalizada de la huerta, fue porque confundí a Salvador contigo… hizo la misma señal… No había dicho dos palabras el traidor, cuando llegaste tú… ¿Lo crees, Carlos? Dime que lo crees, dime que no queda en tu alma una chispa de recelo, y seré la mujer más feliz de la tierra.

—Bien, Genara —dijo Navarro—. Aunque no fuera verdad, debería creerlo. ¿Oíste lo que dijo tu abuelo cuando nos encontramos hace poco? Su deseo era el mismo de mi desgraciado padre, y también el mismo que ha sido por mucho tiempo y es hoy la más cara, la más dulce, la más risueña ilusión de mi vida. Dime una palabra y nuestro destino quedará fijado para siempre, y la noble pasión de mi alma satisfecha, y la elección suprema de la vida santificada por un leal juramento, ante las miradas de Dios que desde el cielo nos está mirando y nos bendice. ¿Genara, quieres ser mi mujer?

Genara contestó arrojándose en los brazos del guerrillero, que la estrechó en ellos amorosamente. Casi en el mismo instante, ambos jóvenes hicieron un movimiento de sorpresa y temor. Alguien les miraba; frente a ellos y a distancia como de cuatro varas estaba una figura delgada y sombría, un hombre completamente vestido de negro, con la cabeza descubierta. Después de dar algunos pasos, se detuvo. Tras él veíase una especie de choza formada por cajas vacías, y en el angosto recinto, de tal manera formado, clareaba la llama de un hogar y se oían algunas voces.

—Aquí es —dijo Navarro viendo la barraca—. Entra y da a esas pobres gentes lo que les traes.

Genara después de dar algunos pasos, lanzó un grito de espanto.

—Navarro, Navarro, defiéndeme —exclamó con angustiosa voz, corriendo a arrojarse en los brazos del guerrillero y dejando caer en el suelo las viandas que llevaba.

—¿Quién es, quién va? —dijo Navarro con turbación en el breve momento que tardó en conocer a la sombría figura que tenía delante.

—Defiéndeme —gritó Genara dando diente con diente—; ese hombre me quiere matar.

El aparecido no había hecho movimiento alguno. Llegose a él Navarro, dejando atrás y a regular trecho a la atemorizada joven y le observó con calma.

—¡Ah!… es Monsalud… poca cosa, poca cosa… No temas, Genara… Esto ni pincha ni corta… A fe que no esperaba verte, Salvador. Creí que habías muerto.

—Hubiera hecho muy mal en morirme —dijo Monsalud— sin cobrar una deuda que tengo contigo.

—¿Conmigo?… ¡ah, ya! —añadió Navarro flemáticamente—. Cuando quieras… ¿Era para ti para quien pedía esa mujer, llamándote seminarista y guerrillero del
Fraile
?

—¿Qué dices? —preguntó Monsalud, ajeno a las jerarquías inventadas por doña Pepita.

—¡Que eres un farsante, un embustero! —exclamó Navarro perdiendo la serenidad.

—Sí, un embustero, un farsante —repitió Genara alejándose más.

—Pero observo aquí la mano de Dios —añadió Carlos con petulancia—. Con tu disfraz y tu cambio de nombre te has ocultado de todo el ejército, pero no te has ocultado de mí.

—Es verdad —dijo Monsalud con enérgica ira—. Pues aquí me tienes. Puedes delatarme, denunciarme, llevarme arrastrado por los cabellos a donde tus salvajes jefes están haciendo cuentas por ver si algún jurado se escapó de la carnicería de anoche. Yo me salvé; pero ahora te proporciono ocasión de ganar un elogio, quizás un grado… Anda, llévame; di que me has descubierto, que me has cogido, y quizás te den un cigarro.

—Si yo fuera tú, te delataría… —dijo Navarro dando un paso hacia adelante—. Puedes vivir y engañar hasta dentro de un rato… Pero me olvidaba de que te hemos traído de comer.

Navarro, recogiendo del suelo lo que había caído, lo arrojó a los pies de Monsalud, que no hizo ademán alguno, dando a entender que no recibía limosna.

—¿Hasta dentro de un rato? —dijo Salvador—. ¿Por qué no ahora mismo?

Doña Pepita atraída por las voces, presenciaba la singular escena sin comprender una palabra; mas no se le ocultaba que allí había peligro para Monsalud, y llegándose al otro, le dijo con amargura:

—Señor militar, no delate Vd. a mi pobre hermano… No, ¿para qué mentir? no es mi hermano, es mi amigo… Es un muchacho honrado y leal. Ya que escapó, déjele Vd. vivir.

Una figura macilenta y oscura se arrastraba a cuatro pies por el suelo, semejándose por la oscuridad de la noche a un gran perro de Terranova. Era el oidor que recogía los restos de la comida.

—¡Yo delatar! —exclamó Navarro—. Señora, esté Vd. tranquila. No haremos ningún daño a su…

—A su amigo —murmuró Genara acercándose al grupo y clavando sus ojos con ansiedad profunda en el semblante de la desconocida señora.

—No le haremos ningún daño —añadió con ironía Navarro, tomando la mano de Genara, como para retirarse con ella—, pero el amiguito se muere de hambre y de miedo: cuídele Vd.

Volvieron la espalda Navarro y Genara. Después de una breve disputa con doña Pepita, Salvador se separó de esta para seguir a los prometidos esposos.

—Detengámonos —dijo Navarro a su presunta consorte—. Viene detrás, y puede herirnos por la espalda.

—¡Pero aquella mujer, aquella mujer! —exclamó Genara apretando los puños y temblando de ira—. ¿La viste? ¿Has oído insolencia igual? ¿Pues no dijo que era su?…

—Su cortejo… Salvador es muchacho de muy malas costumbres.

—¡Cuando tal dijo…! —añadió Genara con la exaltación propia de su carácter en determinadas ocasiones —. ¡Oh! Navarro, no tienes alma… ¿por qué no abofeteaste a esa infame mujer?

Baraona y los tres amigos, viendo la tardanza de los dos jóvenes, se adelantaban a su encuentro.

—Vamos, que es muy tarde. Aprisa, niños… ¿qué habláis ahí?… Hombre, ¡como si no tuvieran tiempo de charlar hasta que se les seque la lengua!…

—Aprisita, aprisita —dijo el capellán, arropándose con su manteo—. La noche está fresca.

—Ya se ve… Como ellos están en la flor de su edad y conservan todo el calor de la vida —murmuró el canónigo con cierta expresión envidiosa.

Genara y Navarro llegaron al fin.

—¿Qué tienes, hijita? —dijo Baraona advirtiendo mucha palidez y trastorno en el semblante de su nieta.

—No es nada —replicó Carlos—. Hemos visto escenas muy lastimosas en la barraca. ¡Cuánta desgracia y miseria en este triste campo, señor Baraona!

—Sí, lo comprendo; pero la guerra es guerra.

—La guerra tiene que ser guerra, es claro —repitió el capellán.

—Pues claro: ¿qué ha de ser la guerra sino guerra? —murmuró el canónigo.

—Evidentemente la guerra es y será siempre guerra —añadió el secretario de la Inquisición.

—Al coche, pronto al coche.

Un vehículo, del cual no se podía decir fijamente si era coche o catedral, se acercó al sitio donde estaban los amigos.

—Carlos, supongo que no podrás venir con nosotros —indicó Baraona, subiendo penosamente con el auxilio de un criado.

—Me es imposible.

—¡Ah! no había visto a esa persona que te acompaña, buenas noches, Sr… —dijo D. Miguel saludando a Monsalud, el cual siguiendo a Carlos, había quedado a cierta distancia.

—Es un amigo a quien casualmente acabo de encontrar.

—¡Ah! muy señor mío… —dijo Baraona.

—Por muchos años… —gruñó el capellán.

—¡En marcha, en marcha! —exclamó el canónigo.

—Hasta mañana —dijo Navarro a Genara cuando subía y se internaba dentro de la máquina—. Hasta mañana.

Genara miraba hacia fuera con estupor.

—¿No me contestas? Te he dicho que hasta mañana —añadió Navarro ofendido de la profunda abstracción de su futura esposa.

—¡Si Dios quiere! —repuso al fin Genara.

Y el monumental coche partió arrastrado por poderosas mulas.

- XXVIII -

—Ya estamos solos —dijo Navarro a Monsalud.

—Ya estamos solos, y en lugar a propósito —repuso Salvador—. Podemos alejarnos del camino. La noche está oscura…

—¿Qué armas tienes?

—Ninguna. Dame la que quieras.

—Renegado —exclamó Navarro—, estamos en el campo del convoy. Aquí dejaste tu vestido para ponerte el que llevas, aquí han de estar tus armas.

—Escondidas bajo tierra —repuso Salvador con desaliento—, pero si me fuera en ello la vida, no sabría encontrar entre tanta confusión el sitio donde las pusimos.

—Salvador —gritó el guerrillero con ira—, si de esa manera piensas evadirte de tu compromiso…

—No me insultes, no eches más ignominia sobre mí —dijo Monsalud con emoción profunda, y antes que colérico, conmovido y sin aliento—. Soy un desgraciado, el más desgraciado de los hombres. Si no tienes lástima de mí, guárdame al menos la consideración que merece el infortunio… ¿Me aborreces? ¿Te estorbo? ¿Te soy odioso? ¿Te molesta que viva? ¿Te mortifica que respire el aire que Dios hizo para todos? Pues delátame, denúnciame… Marcha delante y te seguiré.

—¡Qué miserable cobardía! —exclamó Navarro acompañando sus palabras de un enérgico gesto—. Si tienes miedo, si quieres renunciar a tu compromiso, dilo, y no me llames delator.

—Vamos a donde quieras —murmuró Monsalud dando algunos pasos—. Nada te costará buscarme el arma que más te guste.

—Vamos —repitió Garrote.

Ambos dieron algunos pasos: Navarro, decidido, impetuoso, resuelto; Salvador, indolente, desmayado… Pasaban junto a un árbol próximo a la cerca del camino, cuando el infeliz renegado apoyó sus brazos en el tronco y echó la cabeza hacia atrás, diciendo:

—No puedo más… me muero…

Sus piernas se aflojaron y cayó de rodillas. Ni la energía de su alma, ni la emoción que en aquel momento sentía, ni la presencia de su enemigo que renovaba en él odios implacables, podían vencer el desmayo de su cuerpo, en el cual apenas había entrado algún mezquino alimento durante cuarenta y ocho horas.

—¿Qué mimos son esos? —preguntó Navarro.

Me muero… —murmuró Salvador—. Si tienes prisa y quieres acabar pronto, saca tu espada y atraviésame. No puedo vivir; no tengo ánimo para defenderme.

La extremada palidez y extenuación del desgraciado joven, no se ocultaron a su enemigo. Navarro comprendió cuán indigno sería provocar a duelo a un moribundo. Compasivo y generoso, acercose al joven y, echándole ambos brazos al cuerpo, le levantó.

—Vamos, no has comido hoy —dijo—. Debí empezar por lo primero.., pues para todo hay tiempo. Ven conmigo.

Monsalud se dejó levantar y conducir maquinalmente, apoyado en el brazo de su rival. Así anduvieron largo trecho, despaciosamente y sin hablar palabra. Parecían dos tiernos amigos, dos cariñosos hermanos, de los cuales el fuerte sostenía y amparaba al débil. Nadie al verlos hubiera dicho que entre ellos y en torno a ellos, envolviendo sus hermosas cabezas con fúnebre celaje, flotaba el fantasma horroroso de la guerra civil. Caía la frente del uno sobre el pecho del otro, se enlazaban sus manos, se confundían sus alientos; pero no había ni la más mínima porción de afecto en aquel abrazo de muerte. Quizás el aborrecimiento mismo impulsaba al fuerte a ser generoso; quizás la propia causa impulsaba al débil a ser condescendiente.

Llegaron a una gran barraca improvisada con cajas y lienzos, de la cual salía humo, mucha bulla, y un olor fuertísimo a aceite frito y a guisotes de campaña. Los dos jóvenes entraron. Soldados y guerrilleros bebían y comían allí, sin dar reposo a la lengua un solo momento. Entraban o salían atropelladamente trayendo y llevando víveres y pellejos de vino.

Monsalud se dejó caer en el suelo, mientras Navarro decía, dirigiéndose a uno de los más alborotadores:

—Roque, da de comer y de beber a este amigo.

Todos se fijaron en la abatida persona de Monsalud, que parecía moribundo.

—¿Es jurado? —preguntó uno.

—Es un hermano del cura de Nájera; es mi amigo —repuso Navarro—. Iba a Francia, cuando tropezó con el convoy y me lo dejaron como lo veis… ¡Eh, Sr. Soldevilla! —añadió sacudiendo a Salvador por el brazo—, ahora se pondrá Vd. como nuevo… Désele primero un buen vaso de vino.

—Mejor es un par de tajadas… —indicó un guerrillero que era riojano y conocía al señor cura de Nájera—. ¡Por vida de…! conozco a todos los Soldevillas de Nájera y de Cameros, y juro que esa cara no es de ningún Soldevilla de aquella tierra… Como que yo conozco esa cara.

—Y yo también —añadió otro del mismo estambre.

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