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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

El equipaje del rey José (23 page)

Un chirrido de metales que juegan y chocan entre sí, de cadenas que se rozan, de ejes que vibran, de llantas que trepidan, de clavos que saltan, de tornillos que se aflojan, de cacharros de metralla que suenan unos contra otros como los cascabeles de un bufón, se mezclaba a los indescriptibles rumores de las balas que iban moviéndose dentro de las cajas, tocando infernal música al compás de la marcha; se mezclaba el golpear de los escobillones, cuyos mangos batían contra el maderaje de la cureña; al chasquido de cien látigos que culebreaban en el aire estallando como cohetes; a los gritos de los que querían imprimir a aquellas máquinas fugitivas el rencor, la angustia y el pánico de sus inflamados corazones.

Tras aquellas piezas vinieron otras. Calientes aún sus bocas vueltas hacia atrás, parecía que exhalaban con los últimos vapores de la pólvora y el último mugido del disparo, sorda imprecación. Treinta, sesenta, cien cañones huían desesperados: al verlos y al oírlos, creeríase que el trueno, tomando la odiosa forma de gigantesco pólipo de hierro, se arrastraba por la tierra. Las peñas de los montes desgajándose y cayendo sobre el llano y saltando en desesperado juego y carrera infernal por arte del demonio, no hubieran causado más espanto. Mientras la infantería continuaba en el fuego, dando tiempo a que el cuartel general y los cañones se pusiesen en salvo, estos ocuparon todos los huecos que quedaban en el camino y algunos destrozando cuanto hallaron al paso, pudieron ponerse en primera línea. Los demás, aprisionados al fin entre millares de ruedas de pesados bagajes y enormes fardos, se atascaron en el camino, agolpándose unos contra otros.

Entre esta aglomeración de obstáculos producida por tanta maquinaria inútil, las infortunadas familias afrancesadas y los conductores del convoy formaban grupos aflictivos, parte en el camino, parte en los sembrados, y entre lágrimas y lamentos se consultaban sobre la determinación que debían tomar en tan extremado conflicto. Unos creían conveniente abandonarlo todo y huir para salvar lo más importante, que era entonces, como siempre, la vida; otros aseguraban que por nada del mundo abandonarían su fortuna. Muchos, encontrando una solución salvadora en medio del general azoramiento, habían echado a tierra los baúles y abriéndolos sacaban de ellos lo más valioso, llenándose los bolsillos y haciendo líos con lo de poco peso. Hombres y mujeres, soldados y paisanos se consultaban, se movían de aquí para allí, repartiéndose lo que habían de llevar, aconsejándose unos a otros, animando los valerosos a los débiles, ayudándose en lo que podían. De pronto se oyeron en la parte del camino, más allá de Vitoria, las tremendas voces de «¡paso, paso!».

Algunos caballos de la guardia se esforzaban en cortar el apretado gentío, y se precipitaban rechinando aguijoneados por la espuela. Viendo los jinetes que era imposible abrir paso, esgrimieron los sables y descargando furibundos tajos a diestro y siniestro sobre soldados, paisanos y mujeres, gritaron:

—¡Paso, paso al Rey!… ¡Paso al Rey!

La multitud gimió azotada con látigo de acero, y prorrumpió en imprecaciones contra José.

—¡Paso al Rey! —repetían los de la guardia.

Exasperados por la resistencia, redoblaron su furor, y cargando sin piedad, aquí machacaban una cabeza, allí hundían un pecho. Arremolinándose a un lado y otro y aplastándose contra los coches, la turba se desgajó y en su angustioso seno pudo abrirse un surco; por una calle de maldiciones y de odio y de sed de venganza, pasó a caballo un hombre pálido, con el negro y abundante cabello en desorden, fruncido el ceño, trémulas las manos. Era José que no había podido salvar sus coches, y huía a uña de caballo por donde Dios le encaminase, llevando en su alma todas las congojas de sus cinco años de fúnebre reinado.

Los que le abrían paso, lograron encontrar salida al campo libre a la derecha del camino. Seguido del general Jourdan, que se había olvidado el bastón, y de otros generales que olvidaron el sombrero, y aun de otros que no se acordaban del honor, corrió por allí José lanzando su caballo a todo escape, aterrado, jadeante, sin serenidad, como el asesino que acaba de cometer un gran crimen y huye de su perseguidor a conciencia.

Poco después de este suceso, llegó el momento supremo de aflicción para los del convoy, para los artilleros, los infantes y todos los que no podían ponerse en salvo.

Una voz, cien voces gritaron con ronca desesperación:

—¡Los ingleses… los guerrilleros!

Allá lejos, hacia Vitoria, entre las columnas de infantería que se acercaban con el mayor orden posible, viose una multitud de jinetes. Brillaban en alto los sables, y los veloces caballos avanzaban con rapidez extraordinaria. Ya no quedaba más recurso que huir abandonándolo todo. ¡Horrible determinación! Viose a los artilleros desenganchar los atalajes; viose a los carreteros disponiéndose a salvar sus caballerías. Las cureñas y cajas y los furgones y las ambulancias y los coches y carromatos quedaron en un instante libres de correajes y cuerdas. Todo lo que tenía pies se puso en marcha. Aquello era un río de gente y caballos, atropellándose unos a otros en violenta confusión a la desbandada. Ciento cincuenta cañones, doscientos carros de municiones y los innumerables equipajes y vehículos particulares quedaron abandonados. Sobre un solo caballo se enracimaban hombres y mujeres, empujándose para descargar el peso de aquellas tablas de salvación. El que lograba apoderarse de un caballo defendía la grupa a puñetazos y a tiros. No había piedad, no había prójimo: reinaba el egoísmo en su brutalidad instintiva, y se luchaba por el caballo como en los naufragios por el bote. El que caía, caía.

Apartados del camino, junto a un montón de cajas y bagajes, se encontraban tres personas que ya conocemos.

—No, no puede Vd. huir —decía la dama deteniendo enérgicamente al joven y haciendo violenta presa en sus dos brazos—. ¡Qué felonía! ¡dejarme sola!… ¡mi pobre marido no podrá defenderme!… ¡Oh! llora como una mujer y se arrastra por el suelo, pidiendo a Dios misericordia, sin poner nada de su parte para conjurar este gran peligro.

—¡Señora, señora!… ¡los ingleses! ¡los guerrilleros!

—Sí… ya los veo… es preciso huir… ¿pero cómo? No hay un solo caballo.

—Corramos en busca del mío —exclamó el joven—. Lo rescataré a sablazos… Aún es tiempo.

—No… mi esposo no puede moverse… ¿A dónde va Vd.?… Me quedo sola, Virgen de las Angustias, enteramente sola… Quédese Vd., por Dios…

—Mi uniforme de jurado me pierde. No viviré ni un segundo después que me vean.

Con febril presteza e iluminada por súbita idea, abalanzose la dama hacia el joven; arrojó en tierra el sombrero de este, desabotonó su levita con dedos más ligeros que el pensamiento, arrancó el uniforme como si fuera un pañuelo puesto sobre los hombros, arrancó el tahalí, la gola, el cinturón, la cartera y en un instante no quedó sobre el cuerpo del infeliz renegado ni una sola prenda que indicara su filiación. Él la ayudaba con igual rapidez. Aquellas cuatro manos trabajaban en el desnudar y en el vestir, cual si fueran cuarenta, y sin descansar arrojaban en tierra las prendas quitadas, sacando otras de los cofres para cubrir el transformado cuerpo; ataban las cintas, prendían los botones, abrían un hoyo en el suelo para sepultar las nefandas insignias, y lo cubrían con tierra. Las cuatro manos realizaron su obra en pocos minutos, y el renegado desapareció, dejando en su lugar a un joven que podía pasar por oidor en la sala de Mil y Quinientas. Luego las mismas cuatro manos trataron de levantar del suelo al infeliz Urbanito, que ya se creía comido por los ingleses.

- XXIV -

Los ingleses llegaron despiadados, horribles, hambrientos de matanza y de botín, como hombres que habían estado luchando todo el día por ambas cosas. Precipitáronse entre la multitud, mas como no podían avanzar a causa de los entorpecimientos del camino, les fue difícil perseguir a los fugitivos, y toda la saña recayó sobre los que no habían podido escapar.

El botín era el más magnífico, el más rico y grande sin duda que en batalla alguna ha podido quedar a merced de vencedor furioso. Componíase de todo: en él había armas, material de guerra, víveres, alhajas, dinero y hermosura. No puede formarse idea de la apasionada codicia, de la brutal concupiscencia, del vengativo ardor con que los ingleses primero y los guerrilleros después cayeron sobre el magnífico tesoro abandonado. La menor resistencia producía la muerte. En poco tiempo todas las cajas fueron abiertas, todos los tesoros aprehendidos, muchas riquezas holladas.

Joyas, ropas, telas finísimas, muebles, cuadros, plata labrada, monedas, víveres de lujo que constituían la despensa ambulante de José, fueron esparcidos por tierra, y mil manos febriles arrebataban de un lado para otro los preciosos objetos. Según el genio de cada cual así se iban derechos los unos al oro, otros a las mujeres, y algunos a destrozar por puro instinto dañino cuanto veían delante. Entre las desgraciadas familias que se vieron en tan tremenda hora, hubo algún individuo que se dio la muerte antes que le pusieran la mano encima los feroces partidarios. Las señoras imploraban de rodillas piedad para sí y sus tiernos hijos, siendo muy contadas las que la alcanzaron. El vencedor es la más brutal e insensata bestia que engendra el mal en las tempestades humanas. Para esta electricidad furibunda que sabe elegir el sitio donde cae, no existe pararrayos
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En los primeros momentos, tanto salvaje atropello y brutal codicia produjeron un tumulto horroroso, en el cual los lamentos de mil y mil víctimas no permitían oír las voces y mandos militares. En la vasta extensión del camino, los soldados cometieron todo linaje de excesos, robando y asesinando. En vano algunos oficiales quisieron proteger a las infelices familias de paisanos: la soldadesca, aparentando obedecer, tan sólo cambiaba la escena de sus infames tropelías. Por aquí un soldado avanzaba en irrisoria apoteosis esgrimiendo el bastón de mando del general Jourdan, jefe de Estado Mayor del ejército fugitivo; otro cubríase acullá con el sombrero de José Bonaparte, y un tercero repartía a sus camaradas las pelucas que en vistosa y variada colección llevaba en su equipaje otro familiar del pobre Rey intruso.

Atreviose un sujeto de mal genio a descalabrar a cierto inglés, porque quiso posesionarse de la menor y más hermosa de sus hijas, y este rasgo de entereza costole la vida, salvándose su esposa, una de sus hijas y dos niños de corta edad, por milagro del cielo y la intervención compasiva de otros soldados. En lo de meter mano a los cofres de dinero, a los bolsones de cuero y a las cajas de guerra que contenían inmensos caudales, distinguíanse principalmente los aldeanos de los alrededores de Vitoria y multitud de individuos de equívoca conducta, que de la misma ciudad habían acudido.

Cuando la tristísima noche empezó a cubrir de oscuridad la fatal escena, mercaderes al menudeo, trajineros y gentezuela de esa que acude a todos los desastres para pescar algo, se reunieron allí en gran número. Como ellos lo querían todo para sí, hubo dimes y diretes y aun porrazos con los guerrilleros y los ingleses. Sin pedir permiso a Dios ni al diablo, los aldeanos cargaban sus caballerías de objetos preciosos, como si todo cuanto allí yacía hubiera sido siempre de su exclusiva propiedad; y mientras tanto no cesaban de aclamar a Fernando VII como el más grande de los Reyes, al
lord
como el más insigne de los generales nacidos y por nacer y a los guerrilleros como lo más selecto entre las hechuras de Dios.

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