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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

El equipaje del rey José (22 page)

El oidor exhibió nuevamente su fisonomía, en la cual una palidez cadavérica anunciaba el miedo causado por la peor noticia que un oidor ha podido oír en el mundo.

—¡Pie a tierra todo el mundo! —gritó una voz estentórea—. Las ruedas no pueden seguir…

—Aún hay zapatos y herraduras —clamó Jean-Jean…

Casi todos los jinetes echaron pie a tierra, y muchos viajeros arrojáronse fuera de los coches, despavoridos y aterrados. El concierto de imprecaciones y lastimosas quejas, excedía a todo encarecimiento.

—Salgamos también —dijo Pepita, llevando el pañuelo a sus ojos para enjugar una lágrima—. Pero me es imposible andar… Sr. Monsalud, me desmayaré sin remedio… No se separe Vd. ni un momento de mí.

El oidor salió del coche y perezosamente estiró el acecinado y árido cuerpo para devolverle su posición y forma prístina, semejante a la que tienen los mortales, cuando no han pasado ocho horas dentro de un coche. No lo consiguió fácilmente el respetable varón, cuya figura, después que a sus anchas se desperezó y dejó caer los brazos y echó sobre las piernas el liviano peso del cuerpo, se asemejaba mucho a un gran paraguas cerrado.

—¡Esto es horrible, espantoso! —clamaba la dama—. ¿Y a dónde vamos? ¿Qué se hace? ¿Qué nos pasa? ¿Hay esperanza de seguir? ¿Nos quedamos aquí?… ¿Retrocedemos?… ¿Tomaremos un bocado?… ¿Nos cogerán los ingleses?… ¿Pues y nuestro dinero?… ¡Oh, Sr. Monsalud de mi alma, Vd. que es tan bueno y tan generoso, sálveme Vd.!

—No es tan desesperada nuestra situación —repuso el joven, notando que el cuerpo de doña Pepita, al buscar en su brazo indolente apoyo, no era un cuerpo de sílfide, de fantástica forma e imaginaria pesadumbre.

—¡Qué espantoso es esto!… —añadió la dama—. ¡Los hombres gritan y blasfeman!… ¡Las mujeres lloran!… ¡Qué desolación!… Sr. Monsalud, andemos un poquito para desentumecernos… Todos lloran la hacienda perdida… ¿pues y nosotros? ¡traemos tanta plata, tantas alhajas!… ¡Yo también lloro, Dios mío!… ¿Será posible que nos cojan esos perros ingleses?… Adelante; vamos por aquí… Busquemos a alguien que nos de buenas noticias… no pueden ir las cosas tan mal como dicen… ¡Oh, los ingleses! ¡Cogerla a una los ingleses!… pero no, mil veces no, esclarecido joven, Vd. me defenderá hasta morir… Me horripilo de pensar que un inglés pondrá la mano sobre mí… Sigamos más allá… ¿No habrá nadie que diga: «la batalla se ha ganado»?… ¿Pero dónde estamos? ¿Dónde está mi marido? ¡Se ha perdido!…¡Lo hemos dejado atrás! ¡Urbanito, Urbanito!

—El señor oidor habrá ido en busca del jefe para saber la verdad de todo.

—¡Oh, qué horroroso aspecto ofrecen estas pobres gentes!… Vea Vd. en aquella pobre mujer que abraza llorando a sus niños… Estos otros no hablan más que de huir… ¡Jesús crucificado! ¿a dónde iremos nosotros?… Será preciso abandonarlo todo… ¡Aquí están diciendo que no hay esperanza!… Allí gritan «sálvese el que pueda». Mire Vd. a esos sacando atropelladamente su ropa de las arcas. Será preciso llevarlo todo a cuestas… ¡Oh! ¿aquellos que por allí vienen, no son los heridos de la batalla?… ¡Malditos ingleses!… Por piedad, Monsalud, no me abandone Vd… Es imposible huir en coche… yo no sé montar a caballo… ¿podré ir a la grupa?… ¡Qué desolación!… Vamos por aquí… los gritos, las blasfemias, los juramentos de esos hombres desesperados que parecen demonios, me hacen temblar, y me pongo mala… Por aquí… Qué bullicio, qué algarabía… ¿Y mis alhajas, y mis encajes, y mis ropas?… Corramos allá, corramos… Mas no veo a mi marido por ninguna parte. ¡Urbanito, Urbanito!

—Vamos por aquí… En estos casos es triste llevar consigo el valor de un alfiler. Pobre y desvalido yo, lo mismo tengo vencedor que vencido.

—¡Qué felicidad! —continuó la dama, que por no encontrarse bien en ninguna parte, quería estar al mismo tiempo en todas—. Así quisiera ser yo; libre como el aire, y con la galana pobreza de los pájaros que no tienen más que un vestido, y a donde quiera que van, llevan todo su ajuar consigo… Huyamos de este sitio. Los llantos de esas mujeres me hacen llorar también a mí… Aquéllos dicen que los ingleses nos sorprenderán aquí… ¡esto es espantoso! ¡Los ingleses, los guerrilleros!… Me parece que muchas personas han emprendido la fuga por el llano adelante… ¿No ve Vd.? Llevan un lío a las espaldas, y los zapatos en la mano para correr mejor… Observe Vd. a aquel infeliz que se da de cabezadas contra un cañón… estos de aquí hablan de quitarse ellos mismos la vida… Por Dios, si forman Vds. de nuevo, no me abandone Vd… deserte Vd. si es preciso, deserte Vd.. Si me veo sola, me moriré de pavor… ¡Yo que pensaba ir a Francia y regresar a Madrid para el otoño!… En medio de mis desgracias, he tenido la sin igual ventura de conocerle a Vd., de encontrar a un joven tan leal como modesto que está dispuesto a ampararme contra esos vándalos de ingleses… Estos pobres jurados y míseros lacayos del Rey José, hablan de morir matando o abrirse paso por entre los vencedores… Les será imposible, ¿no es verdad? Por Dios, no se abra Vd. paso, no se abra usted paso y quédese aquí… más vale rendirse… ríndase Vd.; nos rendiremos los dos… vamos, vamos pronto… no puedo ver tanta desolación… escondámonos en algún sitio… ¿Ve usted a mi esposo?… Busquémosle… es capaz de dejarse dominar por la desesperación, y hará alguna locura… ¿En dónde dejamos nuestro coche?… A prisa, a prisa, Sr. Monsalud, sosténgame Vd. si me caigo; creo que me caeré, sí… me caigo sin remedio… ¡Dios mío! ¿No le parece a Vd. que me voy a caer?

- XXIII -

Pero no se cayó. Corrieron Monsalud y Pepita por entre la revuelta masa de gente y vehículos, espantados una y otro del triste espectáculo que el detenido convoy ofrecía, y antes que refiramos lo que resultó de su improvisada amistad y de las extrañas vicisitudes del viaje, es de todo punto indispensable advertir, que esta gallarda dama del lunar, cuyas quirotecas tendremos ocasión de ver más adelante en el escenario de otras historias, pertenecía a la familia de Sanahúja, no siendo ella misma desconocida para nuestros lectores, pues algún incidente de sus verdes abriles tuvo cabida en otro libro
[5]
. Enteramente nuevo para mí y para los que me leen, es el oidor; pero recientemente han llegado a estas manos documentos y apuntes, cuyo interés me mueve a asegurar una poderosa intervención de este personaje en las páginas que leerá el que las leyere. Por ahora, sólo corresponde decir, que en aquel tumulto de lágrimas y blasfemias, de desesperación y hondo desaliento, el jurado y doña Pepa buscaban a Urbanito por todas partes, sin que Urbanito pareciese.

Entretanto un suceso importante y decisivo llevó al último extremo el terror de los infelices empleados, bagajeros y conductores; y fue que por el llano adelante aparecieron varias columnas francesas marchando en desorden y con precipitación. Aparecieron luego caballos a escape, cubiertos de espumoso sudor, anhelantes y como poseídos de insensata cólera, y después muchos heridos transportados en camillas o en palanquines, o simplemente cargados entre dos por los hombros y los pies. Tras esto sintiose el rodar estrepitoso de algunos cañones.

—¡Paso, paso a la artillería! —gritó una voz que parecía un huracán.

Los carros que obstruían el camino procuraron abrir calle; pero si lo consiguieron en un pequeño trecho, después los cañones tuvieron que hacer alto. Juraban los artilleros y votaban los carreteros. Los de infantería, desparramándose a un lado y otro del camino, siguieron adelante. La velocidad adquirida en los primeros momentos de la retirada, era tal, que no podían contenerse, y miraban hacia atrás creyendo sentir en sus espaldas las herraduras de la caballería inglesa.

Los heridos fueron depositados en tierra y cuando el furor de las armas había cesado para ellos, sacaron las suyas los cirujanos. Con la presteza inconcebible que ponen en sus operaciones los médicos de los ejércitos, se atendió a todos ellos. Vendajes, emplastos, amputaciones, cuantos remiendos se aplican a la persona humana después de una batalla, fueron aplicados sobre el suelo y al aire libre. Corría la sangre sobre las camillas y por la tierra; pero los lastimeros ayes de los infelices que habían sido mutilados por el cañón y la fusilería, no eran más que un accidente superficial en aquel tumulto de tan diversos ruidos compuesto, en aquella atmósfera de pánico que se extendía por todo el camino hasta más alla de Vitoria. Era de ver la frialdad de los cirujanos disponiendo se cortase un brazo o pierna, haciendo brillar a la luz del sol el fúnebre esplendor de sus instrumentos, para no dar tiempo a la víctima ni aun a quejarse de su malhadada suerte. En aquella carpintería de carne humana, no había consuelos morales ni físicos para el infeliz paciente, ni narcóticos, ni atenuantes, sino la crueldad fría, desnuda, impasible de la ciencia quirúrgica, que como su parienta la ciencia militar, no repara en la carne y sangre de los hombres para ir a su fin.

Conforme los curaban mal o bien, les iban transportando a otro lugar o a los carros que habían de llevarlos a paraje más seguro; pero llegaron tantos, que los cirujanos no pudieron atenderles, aunque tenían las mejores manos del mundo. Arrojados de aquí para allí, clamaban al cielo; pero el cielo debía de estar ocupado en otra cosa, porque no les hacía caso.

Por otro lado ocurrían parecidas escenas, porque si el ejército de Gazan emprendió su retirada por el lado de Berrosteguieta, cerca de donde estaba el convoy, los de Erlon y Reille lo hicieron más allá de Vitoria; así es que en una extensión de más de dos leguas se ofrecía el espectáculo de los soldados furiosos abriéndose camino por entre un dédalo de carros y cureñas y furgones y ambulancias y coches de viaje, y cirujanos ocupados, y heridos que no podían moverse.

Aunque en todo el camino reinaba gran confusión, pudo oírse y generalizarse la orden de que la retirada no se emprendiera por el camino de Francia, sino por el de Salvatierra y Pamplona. Esto parecía una salvación, y muchos vehículos y casi toda la artillería se dirigieron allá; pero la mala estrella de los franceses en aquel día quiso que el camino de Salvatierra estuviese lleno de zanjas y cortaduras hechas por los guerrilleros de Mina y Longa poco antes para molestar a Foy y L'Abbé, por cuyo motivo ninguna rueda pudo pasar más allá de Harrazo. En el camino de Francia seis o siete coches de lujo seguidos de otros carros con equipajes y gran repuesto de víveres finos, pugnaban por retroceder hacia Vitoria para tomar la vía de Salvatierra; pero no les fue posible abrirse paso. Eran los carruajes de José y su comitiva, que dispuestos a la cabecera del convoy para emprender la retirada hacia el Norte, habían tropezado con las tropas de Graham y Longa.

Hacia las tres de la tarde la irrupción de soldados en retirada aumentó de una manera horrorosa. Hambrientos y abrasados de sed, se abalanzaban a las cajas de víveres y a las cantinas arrebatando entre aullidos siniestros todo lo que hallaban al alcance de sus manos. Agotado todo, las tropas se apoderaban de los víveres de los particulares, penetrando brutalmente en los coches para arrancar el pedazo de pan de las manos de un niño o de una mujer. No pudiendo seguir el camino saltaban los setos y se esparcían por los sembrados en varias direcciones, siguiendo todas las veredas con tal que llegasen a parajes lejos del malhadado Zadorra.

Pero cuando el tumulto y el delirante estrépito y el barullo llegaron a su colmo, fue cuando aparecieron, procedentes del campo de batalla, veinte o treinta piezas de artillería, furiosas, ardientes, impetuosas, no hallando ante sí bastante camino para volar; arrastradas por caballos locos, verdaderos dragones, cuyo resoplido quemaba y que parecían llevar en sus venas todo el fuego que inflamara los aires durante la batalla. Aquellas máquinas, simulacro de las ignotas fuerzas que en el cielo producen el trueno y el rayo, huían para no caer en manos del enemigo. Los artilleros, semejantes a fabulosos aurigas, herían los caballos con el látigo primero, y después con los sables, para precipitarlos en delirante carrera. Todo lo atropellaban ante sí por salvarse. Si un grupo de heridos o de familias desvalidas se interponía en su camino, las ciegas máquinas compuestas de cureña, cañón, artilleros y caballos, pasaban por encima de los cuerpos humanos, como el brutal dios de la India. Las ruedas, lanzadas en furioso torbellino exterminador, dejaban hondos surcos en el suelo aplastando todo lo que se les ponía por delante, la yerba y el hombre.

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