Había entrado en la Sociedad de Quirino, el grupo clandestino más poderoso de la Iglesia, formado por los hombres que vigilaban sus secretos mejor guardados. Entonces hacía pocos días que acababa de cumplir los cuarenta y cinco años; llevaba en ella tres años.
La mayoría de esos secretos eran cosas sin importancia, errores papales o niños nacidos fuera de matrimonio de cardenales y arzobispos, o asuntos sobre sacerdotes de alta jerarquía que prestaban demasiada atención a los monaguillos. Eran cosas que podían resolverse con discreción, a pesar de que cada vez resultaba más difícil, en esos tiempos de atención mediática instantánea. Los casos de abusos sexuales perseguían a la Iglesia y la arrastraban a las alcantarillas haciendo que pareciera débil. En 2006 se condenó a un sacerdote que había cometido un crimen abominable.
Las cicatrices en su amada iglesia preocupaban a Murani.
Durante los últimos tres años había estado convencido de que los papas anteriores —y pensaba en él como posible papa, pues sabía que sin duda algún día estaría entre ellos— habían desperdiciado su poder y habían evitado asegurar algo que les pertenecía por derecho. La gente necesitaba fe. Sin ella no podrían entender la confusión que formaba parte del simple hecho de estar vivo. Las grandes masas seguían sintiendo un miedo animal por ella. Pero tener una fe verdadera significa ser un verdadero penitente, estar verdaderamente asustado.
El miedo perfecto era hermoso.
Le gustaba inspirarlo.
Murani quería volver a instaurar ese miedo a lospapas en el mundo.
De niño solía sentarse en el regazo de su madre y escuchar antiguas historias sobre la Iglesia. En aquellos tiempos, la bendición del Papa podía hacer que los reyes fueran más poderosos, que las guerras duraran más o acabaran enseguida, lograba provocar conquistas y derribar imperios. El mundo estaba mejor organizado y dirigido durante los tiempos en los que el papado tenía un poder absoluto.
Murani ansiaba ese tipo de poder. Su padre le había negado su ayuda, pero su madre también era rica, pues había heredado. Lo que su padre no le diera, se lo daría su madre.
Algún día, cuando fuera papa —y estaba seguro de que ese día no tardaría mucho en llegar— doblegaría a su padre y le obligaría a admitir que el rumbo que había elegido —no, su destino— le había proporcionado más poder que todas sus ganancias ilícitas.
Concentrado en su objetivo, Murani salió de la Ciudad del Vaticano y se fijó en que el Hummer azul oscuro de Gallardo esperaba junto al bordillo.
Gallardo se inclinó hacia el asiento del acompañante y abrió la puerta. Murani se apoyó en el estribo y subió.
—¿Tuvisteis más problemas en Alejandría?
Gallardo miró por encima del hombro, vio que no pasaban coches y arrancó con suavidad. Meneó la cabeza y frunció el entrecejo.
—No, nos largamos sin dejar rastro. No dejamos nada con lo que puedan localizarnos. El personal de la televisión se dedicará a otra noticia. Siempre lo hacen. Y Lourds es un catedrático de universidad. Una simple hormiga en la gran escala de las cosas realmente importantes. ¿Qué problemas podría causarnos?
—También es una de las personas más eruditas en todo el planeta en lo que se refiere a lenguas.
—Bueno, eso le viene bien para poder decir: «No me dispares, por favor», en varios idiomas. —Gallardo sonrió—. No me impresiona. La mujer que está con él vale por diez catedráticos.
Ella sola evitó que matáramos a todos los rehenes. Pero sólo es una mujer. Aunque hay que reconocer que encontró algo que te interesa.
—¿Dónde está?
—En un compartimento secreto —dijo Gallardo indicando con un grueso dedo hacia el suelo del asiento del acompañante.
—¿En el coche? —preguntó Murani mirando la alfombrilla.
—Sí, sólo hay que empujar hacia abajo, con fuerza, y girar a la derecha.
Murani le obedeció y parte del suelo se elevó casi imperceptiblemente. Si no lo hubiese estado buscando con instrucciones precisas, no lo habría encontrado.
Al cardenal le temblaron un poco las manos cuando las introdujo para cogerla. Aquel temblor le sorprendió. No era propio en él ningún tipo de debilidad física. Criarse con un tirano como su padre había propiciado que sólo mostrara sus emociones cuando quería.
Gallardo le dio la combinación de la caja cerrada.
Murani pulsó la secuencia de números y oyó un zumbido en el interior del candado. Pocos días antes había encontrado la campana en un foro dedicado a temas arqueológicos. Había estado buscando ese instrumento musical desde que había oído hablar de él a un miembro de la Sociedad de Quirino. Ninguno de sus miembros había pensado en buscarla en Internet, creyendo que seguramente era un mito o que había sido destruida.
Les bastaba con proteger su secreto. La mayoría de sus socios eran personas mayores a las que les quedaban pocos años de vida. La seguridad y las migajas de reconocimiento de la Iglesia habían hecho desaparecer la ambición y el deseo de sus huesos.
Murani tenía más ambición que todos ellos juntos.
Pasó las yemas de los dedos con codicia por la superficie de la campana. Las inscripciones estaban desgastadas y las sintió suaves en vez de cortantes. Lo había supuesto, tras cinco mil años o más de existencia, el que hubiera sobrevivido era un milagro.
«¿Intervención divina?», pensó. Siasí había sido, era obra del Dios del Antiguo Testamento, nodel nuevo. La divinidad que había permitido la existencia dela campana era lo suficientemente vengativo y celoso comopara haber inundado el mundo no sólo una vez, sino dos.
La campana guardaba muchos secretos. Murani conocía parte de su historia, pero no toda y tampoco sabía lo suficiente sobre cómo usarla.
—¿Puedes leerlo? —preguntó Gallardo.
Murani negó con la cabeza. Había estudiado varias lenguas, tanto orales como escritas, además de su conocimiento de lenguajes en el campo informático. Según la leyenda, sólo unas pocas personas especiales nacidas cada generación podían leer lo que estaba escrito en los instrumentos.
—No.
—Entonces, ¿por qué la quieres tan desesperadamente?
Murani volvió a dejar la campana en el estuche con delicadeza, encajándola en su molde recortado en espuma.
—Porque esta campana es una de las cinco llaves que abren el mayor tesoro en la historia de la humanidad —le explicó sin dejar de mirarla—. Gracias a ella estaremos mucho más cerca que nunca de saber cuál era el deseo de Dios.
El móvil del cardenal empezó a vibrar en el bolsillo. Contestó suavemente, disimilando el entusiasmo que le invadía.
—Su Eminencia —dijo el secretario de Murani, un joven emprendedor.
—¿Qué pasa? Di órdenes muy claras de que no se me molestara esta tarde.
—Lo sé, Su Eminencia, pero el Papa ha pedido que todo el personal de todos los departamentos firme una declaración para apoyar unas excavaciones en Cádiz. Lo quiere ahora mismo.
—¿Por qué?
—Porque esas excavaciones arqueológicas están atrayendo la atención de ciertos medios de comunicación.
—Pero el Papa puede hacer una declaración en nombre de la Iglesia.
—El Papa opina que lleva tan poco tiempo en el cargo que esa declaración debería estar firmada también por los miembros más antiguos del colegio cardenalicio. Usted es uno de los que nombró.
Murani aceptó y dijo que se ocuparía de ese asunto en cuanto llegara; después colgó.
—¿Algún problema? —preguntó Gallardo.
—El Papa está preocupado por el trabajo del padre Emil Sebastian, en Cádiz.
—La radio no hace otra cosa que especular sobre por qué el Vaticano tiene tanto interés en esas ruinas de Cádiz.
En un semáforo cercano a la Piazza del Popolo, Gallardo buscó en el asiento de atrás un ejemplar de
La Repubblica
. Abrió el periódico nacional para que lo pudiera leer Murani. Un gran titular decía:
¿ESTÁ BUSCANDO EL VATICANO EL TESORO PERDIDO DE LA ATLÁNTIDA?
Murani frunció el entrecejo.
—Ese periódico se está burlando de los intereses de la Iglesia —comentó Gallardo.
Murani leyó rápidamente el relato de unos círculos concéntricos captados por un satélite en las marismas cercanas a Cádiz. El lugar estaba situado en las proximidades del parque natural, no lejos de la cuenca del Guadalquivir, al norte de Cádiz.
Cádiz es la ciudad más antigua de España. En el año 1100 a.C., fue fundada como centro de comercio. Los fenicios la bautizaron como Gadir. La mayoría de las mercancías que se exportaban desde allí eran plata y ámbar. Los cartagineses construyeron un puerto e incrementaron el comercio. Después la ocuparon los moros, pero Cádiz ya tenía personalidad propia y había llegado a ser el principal puerto comercial desde el que se hacían negocios con el Nuevo Mundo. Dos de los viajes de Cristóbal Colón salieron desde el puerto de esa ciudad. Más tarde fue invadida por sir Francis Drake, y los enemigos de Napoleón Bonaparte casi lo capturan allí.
En ese momento, quizás, habían encontrado la Atlántida.
Durante miles de años, desde que Platónhabía escrito acerca de la legendaria ciudad que había sufridoalgún tipo de catástrofe y se había hundido en el mar, toda la humanidadhabía hablado del esplendor de aquella perdida civilización. Teorías de que la Atlántida era una ciudad de científicos extraordinarios, de magos e incluso de extraterrestres circulaban a todas horas en Internet.
Nadie sabía la verdad.
Nadie, excepto la Sociedad de Quirino.
Y el cardenal Stefano Murani.
Y no tenía pensado revelar lo que sabía.
—La verdad, no sé qué interés puede tener la Iglesia en Cádiz —comentó Gallardo.
Murani no dijo nada mientras leía el artículo. Por suerte, no era nada consistente, simple especulación. No aportaba datos concretos, sólo las conjeturas del periodista. Se citaba al padre Emil Sebastian, director de las excavaciones, y se decía que el Vaticano estaba interesado en recuperar todo objeto que pudiera haber pertenecido a la Iglesia. Una columna lateral, mucho más objetiva, documentaba la anterior implicación del padre Sebastian en anteriores excavaciones arqueológicas. Se le citaba como archivero en la Ciudad del Vaticano.
—La Iglesia obra de forma misteriosa —comentó Murani, pero estaba pensando que el periodista habría estado más interesado, incluso habría puesto más ahínco en intentar encontrar la verdad si hubiese sabido cuál era realmente el campo de estudio del padre Sebastian. El título de arqueólogo se quedaba muy en la superficie de lo que realmente hacía. Aquel hombre había escondido muchos más secretos de los que había sacado a la luz.
—¿Qué se supone que vas a hacer por el padre Sebastian? —preguntó Gallardo.
Murani dobló el periódico y lo volvió a dejar en el asiento de atrás.
—Escribir una carta para alabar su trabajo.
—¿Su trabajo en qué?
—En restaurar el pasado de la Iglesia.
—¿La Iglesia ya estaba allí? —preguntó Gallardo meneando la cabeza dubitativo—. Por lo que he leído y visto en la CNN, esa parte de las marismas de España ha estado cubierta de agua durante miles de años.
—Seguramente.
—¿Y la Iglesia se hallaba en esa zona?
—Posiblemente. La Iglesia lleva en Europa desde tiempos inmemoriales. A menudo nos ocupamos de excavaciones muy notables.
Gallardo condujo en silencio un rato.
Murani estaba inmerso en sus pensamientos. No había contado con que las excavaciones en Cádiz atrajeran tanta atención. Eso podía ser un problema. Los asuntos de la sociedad debían llevarse en el más absoluto secreto.
—Podría ir a Cádiz, echar un vistazo y contarte lo que encuentre —propuso Gallardo.
—Todavía no. Tengo otra cosa para ti.
—¿Qué?
—He localizado otro objeto que quiero que adquieras para mí.
—¿El qué?
—Un címbalo —dijo Murani sacando un DVD y un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta.
—¿Un símbolo de qué?
Murani desdobló el papel y le enseñó el címbalo de arcilla, un disco gris verdoso recortado sobre un fondo negro.
—En el DVD hay más información sobre su paradero.
Gallardo cogió el DVD y se lo metió en el bolsillo.
—¿Puede conseguirlo cualquiera?
—Si sabe dónde buscar…
—¿Cuántos competidores voy a encontrar?
—No muchos más de los que tuviste en Alejandría.
—Uno de mis hombres todavía está echando papilla después de recibir un disparo en el estómago.
—¿Te importa?
—No.
—Entonces, sigue buscando le pidió Murani, que acunaba la caja en la que estaba la campana.
—Esto va a salir caro.
—Si necesitas más dinero, pídemelo —le espetó Murani, que se encogió de hombros.
Gallardo asintió.
—¿Dónde está el címbalo?
—En Riazán, Rusia. ¿Has estado allí alguna vez?
—Sí.
Murani no se sorprendió. Gallardo había viajado mucho.
—Tengo la dirección de la doctora Yuliya Hapaev. Ella tiene el címbalo.
Gallardo asintió.
—¿En qué es doctora?
—En Arqueología.
—Parece que te ha dado por los lingüistas y las arqueólogas.
—Es donde han aparecido los objetos. No controlo esas cosas. Están donde están.
—¿Se conocen Hapaev y Lourds?
—Sí, son colegas y amigos. —La investigación que había hecho le había aportado ese detalle—. Lourds ha aconsejado en muchas ocasiones a la doctora Hapaev.
—Entonces, eso será un problema. Esa conexión puede hacer que la gente empiece a atar cabos —señaló Gallardo—. Primero Lourds pierde un objeto y luego Hapaev. Si lo consigo, claro.
—Tengo en ti toda la confianza del mundo.
—Me siento halagado, pero seguiremos teniendo el problema de la conexión. ¿Se ha puesto Hapaev en contacto con Lourds respecto a la campana? —dijo Gallardo sonriendo.
—No.
—¿No tiene ningún motivo para pensar que alguien va a ir a hacerle una visita?
Murani meneó la cabeza.
—¿Cuándo salgo? —preguntó Gallardo.
—Cuanto antes, mejor —contestó el cardenal.
Montazah Sheraton
Alejandría, Egipto
19 de agosto de 2009
L
a llamada en la puerta devolvió a Lourds a la realidad, lejos del sosegado lugar en el que solía retirarse cuando estaba resolviendo algún problema especialmente complicado. Miró a través de las halconeras y vio que la noche había caído sobre la ciudad. Era tarde. Sobre todo para alguien que llegaba sin previo aviso.