—Me dijiste que hoy por la mañana me propondrías un reto —le recordó.
—¿Nervioso?
—No mucho. Los retos me gustan, pero las adivinanzas me suscitan cierta… curiosidad.
—¿Acaso no es la curiosidad una de las mejores herramientas de un catedrático de Lingüística?
—Me temo que la mejor herramienta es la paciencia; nos esforzamos por tenerla. A los escribas les costó mucho tiempo anotar los testimonios de la vida intelectual de toda una nación o de un imperio, ya fuera historia, matemáticas, artes o ciencias. Por desgracia, a los estudiosos de hoy en día les cuesta incluso más tiempo descifrar esos antiguos trabajos, sobre todo ahora que ya no tenemos acceso a los lenguajes en los que estaban escritos. Por ejemplo, durante más de mil años nadie en este planeta supo cómo leer los jeroglíficos egipcios. Hizo falta mucha paciencia para encontrar la clave adecuada, y después mucha más para descifrar el código de su significado.
—¿Cuánto te costó descifrar
Actividades de alcoba
?
Fuera del alcance directo del sol y en la sombra, Lourds sonrió tristemente y se rascó la nuca. La traducción de aquellos documentos había despertado una gran curiosidad, tanto negativa como positiva. Seguía sin saber si el tiempo que les había dedicado era un hito en su carrera o un paso en falso.
—De hecho, esos documentos no se llamaban así. Ése fue el desafortunado nombre que le dieron los periodistas que cubrieron la historia.
—Disculpa, no era mi intención ofenderte.
—No te preocupes.
—Pero esos documentos sí que eran narraciones sobre las conquistas sexuales del autor, ¿no es así?
—Quizás, a lo mejor sólo eran fantasías. Una especie de Walter Mitty estilo Hugh Hefner. Son muy vividas.
—Y sorprendentemente explícitas.
—¿Los has leído?
—Sí. —Leslie se ruborizó—. He de decir que son muy… convincentes.
—Entonces también sabrás que algunos críticos tildaron mi traducción de pornografía de la peor especie. Algo así como la versión antigua del
Penthouse Forum
.
—Ahora estás siendo un poco obsceno —lo acusó Leslie, en cuyos ojos verdes había brillado un momentáneo destello de regocijo.
—¿Y eso? —preguntó Lourds enarcando las cejas con inocencia.
—¿Un catedrático de la universidad que conoce la revista
Penthouse
?
—Antes de ser catedrático fui estudiante. Imagino que hay pocos estudiantes masculinos que no sepan de ella, aunque sea superficialmente.
—A pesar de que la comunidad pedagógica despellejó tu traducción, conozco a varios catedráticos importantes que aseguran que fue un buen trabajo a partir de un documento muy difícil.
—Fue un reto. —Lourds, animado por el tema de conversación, no se fijó en las personas que pasaban a su lado. Voces que ofrecían gangas en árabe, francés, inglés y en dialectos locales, a las que no prestó atención—. El original estaba escrito en copto, que se basa en el alfabeto griego. La persona que lo creó añadió unas cuantas letras, algunas de las cuales sólo se utilizaban en palabras de origen griego. El documento lo escribió un hombre que decía llamarse Antonio, sin duda por el santo, aunque éste era más bien un sátiro o, al menos, así es como se imaginaba a sí mismo. Al principio parecía un galimatías.
—Hubo otros lingüistas que intentaron traducirlo, pero no consiguieron darle sentido. Sin embargo, tú imaginaste que se trataba de un código. No sabía que los códigos dataran de tan antiguo.
—Los primeros códigos que se conocen se atribuyen a los romanos. Julio César utilizó una simple sustitución de letras, o desplazamiento, para enmascarar los mensajes a sus comandantes. Su desplazamiento más conocido constaba de tres espacios.
—Lo que convertía una «a» en una «d».
—Exactamente.
—Solía hacerlo cuando era niña.
—En aquellos tiempos, los desplazamientos eran un ingenioso ardid, pero los enemigos de César lo descubrieron rápidamente. Al igual que en la actualidad. Nadie que realmente quiera mantener algo en secreto utiliza ya códigos de sustitución. Son demasiado fáciles de descifrar. En inglés la letra que más se utiliza es la «e», y después la «t». Una vez que esos valores quedan establecidos en un texto, el resto de las letras empiezan a tener sentido.
—Pero las
Act
…, quiero decir, la obra que descifraste era poco habitual.
—Bueno, en comparación con lo que habíamos descubierto sobre ese periodo de tiempo, sí. Dado el contenido del libro, el escritor tenía motivos más que suficientes para codificarlo.
—Para mí lo más interesante al leer tu traducción fue saber que los coptos eran una secta muy religiosa. Incluso en nuestros tiempos es un documento un tanto escandaloso. Algo así habría sido… —Leslie titubeó buscando las palabras, sin saber hasta dónde podía llegar.
—Exótico —la ayudó Lourds—. O incendiario, dependiendo del punto de vista. Por supuesto, en la actualidad, los valores morales están más restringidos que en el mundo antiguo, un legado que nos dejaron san Agustín, los Victorianos y los puritanos, entre otros. Aunque fue incendiario incluso para los principios de aquellos tiempos. Posiblemente fueron hasta peligrosos para la vida del escritor. En eso estoy de acuerdo. Así que tuvo cuidado. Además del código, escribió el documento en dialecto sahídico.
—¿Cuál es la diferencia? ¿No sigue siendo copto?
—No exactamente. El dialecto sahídico fue una rama de la lengua copta original.
—Que empezó siendo griego.
Lourds asintió. Le gustaba aquella joven. Era rápida, estaba bien informada y parecía interesarse realmente por lo que decía. Parte de las dudas que tuvo cuando aceptó mantener aquella entrevista empezaron a disiparse. La universidad siempre había buscado formas de darse a conocer al público, algo que no siempre había resultado favorable para los catedráticos que habían puesto en primera línea. La mayoría de los periodistas y reporteros sólo escuchaban hasta el momento en el que oían la frase breve que podían utilizar —incluso fuera de contexto— para llegar al punto que querían. Lourds ya había experimentado lo que pasa cuando los medios de comunicación destrozan a un catedrático. No era nada agradable. Hasta el momento había conseguido evitarlo, pero con
Actividades de alcoba
había estado más cerca de lo que le hubiese gustado.
—En un principio, al sahídico se le llamó tebano, y se utilizó en forma literaria alrededor del 300 a. C. La mayor parte de la Biblia se tradujo al sahídico. El copto se convirtió en el dialecto estándar de la iglesia ortodoxa copta. Más tarde, en el siglo XI, Al-Hakim bi Amri Allah abolió prácticamente la fe cristiana, con lo que tuvo que ocultarse.
—Vaya caos.
—Aquí y en todo el mundo. Los conquistadores a menudo intentan destruir la lengua de la civilización que derrotan. Mira lo que pasó con el gaélico cuando los ingleses conquistaron a los escoceses. Se prohibió que los clanes lo hablaran, que vistieran sus trajes tradicionales, incluso que tocaran la gaita. Al suprimir una lengua se rompe la conexión del pueblo conquistado con su pasado.
—¿Te refieres a que le priva de sus conocimientos?
—Más que eso. La lengua está arraigada en las personas. Creo que es lo que da sentido a lo que son y adonde dirigen sus vidas. Les da forma.
—Según esa definición, hasta los cantantes de rap han creado un lenguaje.
—No, realmente no lo han creado. Lo han recogido de su gente y lo han convertido en una forma artística única. Es muy parecido a lo que Shakespeare hizo con el inglés.
—¿Estás comparando a los cantantes de rap con Shakespeare? En algunos círculos académicos lo considerarían escandaloso, incluso peligroso.
Lourds esbozó una sonrisa.
—Quizá. Seguramente sería más una violación flagrante de erudición que cuestión de asesinato. Pero es verdad. Al igual que los catedráticos y periodistas, cada uno en un campo definido, inventan palabras especializadas para tener una jerga que les permita hablar entre ellos. Una cultura también puede desarrollar un lenguaje nuevo para evitar que se les entienda. Un ejemplo podrían ser los gitanos.
—Sabía que tenían su propia lengua —aseguró Leslie.
—¿Sabes de dónde proceden los gitanos?
—¿De papá y mamá gitanos?
Lourds se echó a reír.
—Hasta cierto punto sí, pero en tiempos seguramente fueron una casta baja india reclutada para crear un ejército mercenario con el que luchar contra el invasor musulmán. O quizá fueron esclavos que llevaron los conquistadores musulmanes. En cualquier caso, o en otro si ninguno de estos dos es el correcto, llegaron a ser un pueblo y crearon su propia lengua.
—¿El sometimiento conduce a la creación de una lengua?
—Puede hacerlo. El lenguaje es una de las colecciones de herramientas y técnicas más evolucionada que la humanidad ha creado nunca. La lengua puede unir o dividir a las personas con tanta rapidez y facilidad como el color de la piel, la política, las creencias religiosas o la riqueza. —Lourds la miró, sorprendido consigo mismo por hablar tanto y por el hecho de que los ojos de aquella mujer todavía no se hubieran puesto vidriosos—. Perdona por el sermón que te estoy soltando. ¿Te aburro?
—¡Qué va! Me siento aún más fascinada y estoy deseando enseñarte nuestro misterioso reto. ¿Has desayunado? —preguntó Leslie.
—No.
—Estupendo, entonces te invito a desayunar.
—Me siento honrado, y hambriento. —«Y esperanzado ante la posibilidad de tener un desayuno interesante», pensó, aunque no se lo dijo a su anfitriona.
Lourds se echó al hombro la mochila. En ella llevaba su portátil y unos textos sin los que no podía viajar. La mayoría de esa información estaba copiada en el disco duro, pero si tenía oportunidad de elegir entre textos virtuales o escritos, prefería el tacto y olor de los libros. Algunos llevaban viajando con él más de veinte años.
Caminó al lado de Leslie mientras se abrían paso entre la gente y los vendedores, y escuchaban unas cantarínas voces que ensalzaban sus mercancías. Alejandría rebosaba actividad y se buscaba la vida un día más, entre turistas y ladrones.
Tuvo la desagradable sensación de que le estaban observando. Tras años de viajar por países extranjeros, incluidos muchos con problemas internos, en los rincones más remotos de la Tierra, había aprendido a prestar atención a esos presentimientos. En más de una ocasión le habían salvado la vida.
Se detuvo y miró hacia atrás intentando divisar si alguien entre la multitud mostraba algún interés especial por él. Sin embargo, lo único que vio fue un mar de caras, moviéndose y empujándose mientras esquivaban aquella marea humana.
—¿Pasa algo? —preguntó Leslie.
Lourds meneó la cabeza. Eran imaginaciones suyas. «Me está bien empleado, por haber leído esa novela de espías en el avión», se reprendió a sí mismo.
—Nada —dijo volviendo a acomodar su paso con el de Leslie mientras cruzaban la calle Hurriya. No parecía seguirles nadie, pero aquella sensación no le abandonó.
—¿Te ha visto?
Al otro lado de la amplia calle, Patrizio Gallardo observó cómo se alejaba el catedrático universitario. Soltó una tensa exhalación. Todavía no sabía muy bien lo que estaba pasando. Su contacto, Stefano Murani, cardenal Murani en aquel momento, era muy reservado con sus secretos. Era lo que le habían enseñado sus jefes.
A los dos los había contratado la Sociedad de Quirino por sus respectivas cualidades. Murani provenía de una familia aristocrática que vivía de las rentas familiares. Mediante ese trampolín había ingresado en la Iglesia católica y había ascendido en la jerarquía hasta llegar a ser cardenal. Gracias a su puesto en el Vaticano tenía acceso a documentos secretos que jamás habían visto la luz pública.
Gallardo atrajo la atención de la sociedad por otro motivo. Su padre, Saverio Gallardo, pertenecía a una familia del crimen organizado de Italia que había hecho dinero gracias a los incautos. Patrizio eligió el camino del crimen, pero no le gustaba que su padre lo dominara, a pesar de su talento para el negocio.
Le gustaba el trabajo, y hacerlo para la persona adecuada le reportaba grandes ingresos. Cualquiera podía poner una pistola en la cara a alguien y pedirle el dinero. Pero no todo el mundo tenía valor para apretar el gatillo y después limpiar la sangre. Patrizio Gallardo sí. Y eso es lo que hacía para la sociedad. Y era lo que estaba dispuesto a hacer aquel día. Lo único que necesitaba era que la sociedad señalara.
Aquel día había señalado al catedrático universitario Thomas Lourds.
—¿Te ha visto? —volvió a preguntar Cimino.
Gallardo miró a su presa. En esa ocasión no se fijó en el hombre, sino que observó la escena que se estaba desarrollando en la calle. Lourds seguía su camino y hablaba afablemente con la mujer.
—No —contestó Gallardo. Llevaba un pequeño auricular prácticamente oculto por el cuello de la camisa. Medía casi metro ochenta, era una contundente boca de incendios con poco más de cuarenta años. Bronceado por el sol del desierto, marcado por las peleas contra quien había querido robarle o contra gente a la que había robado él, era un hombre de cara redonda con espeso pelo negro, que iba sin afeitar y con las cejas unidas para formar una sola, arrugada permanentemente sobre unos ojos muy juntos. Todo el que se cruzaba con su mirada normalmente cambiaba de acera.
—Le tenderemos una emboscada. Matarlo no será difícil. Después podremos llevarnos lo que hemos venido a buscar —dijo Cimino.
—Si lo matamos quizá no encontremos el objeto. No lo lleva encima. Tenemos que esperar a que la mujer nos lleve al mismo —señaló Gallardo.
Salió a la calzada y agitó una mano.
Tres manzanas más abajo, un viejo camión de carga salió de una bocacalle y subió por la calle Hurriya. Paró en la calzada. Gallardo subió al asiento del copiloto. El sucio parabrisas amortiguaba ligeramente el sol. El aire acondicionado resollaba asmático y sólo proporcionaba cierto alivio contra el implacable calor.
Gallardo se secó la cara con un pañuelo y soltó un juramento. Miró al conductor.
—¿Cómo está nuestro invitado?
DiBenedetto meneó la cabeza y dio una calada a su cigarrillo turco. Era joven, un tipo duro, y mantenía una creciente adicción a la morfina que un día acabaría con él. Era un cruel asesino por elección propia, peor aún que Cimino, porque la droga le robaba la mayoría de sus sentimientos. Solamente le era leal a Gallardo, que le proporcionaba la suficiente droga como para hacerlo feliz.