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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (24 page)

—Ni siquiera sabes quién es presidente, ¿verdad?

—Nunca me invitan a la Casa Blanca, así que, ¿qué me importa?

—¿No te molesta?

Pero pudo ver que sí, que le asustaba lo que le había sucedido, los años perdidos en aquel desánimo que la había mantenido en este lugar.

—No tenía ni idea —dijo ella—. Todos estos años.

Soltó un gritito, tal vez un sollozo, luego jadeó y trató de calmarse.

Don extendió la mano, la apoyó suavemente sobre su hombro. Se le ocurrió que era la primera vez que la tocaba. A una mujer que compartía tu casa no estaba bien tocarla, pero Sylvie necesitaba consuelo, no la reprimenda que le estaba dando. ¿Qué clase de padre soy?

Pero ella retrocedió de su contacto como si fuera una especie de anfibio repugnante.

—¡Te lo he dicho! —le gritó—. ¡No soy tu hija!

—¡Pues claro que no, joder! —exclamó él—. ¡No hay ni la más puñetera y remota posibilidad de que yo permitiera que una hija mía acabara así, atrapada en una casa abandonada sin saber cuántos años ha estado desperdiciando su vida!

—¿Qué edad tienes, señor sabelotodo, señor lo he hecho todo bien no importa cómo la cague?

—Más joven que tú —dijo Don—. Y muchísimo mayor.

—Pues bien, papi, no me hables así.

Hizo que la palabra «papi» sonara como un epíteto.

—No me llames eso —dijo él.

—Creí que querías que fuera tu hija, ¿qué ha pasado con eso?

—Cuando ella me llamaba papi no sonaba así.

Y entonces oyó la voz en su mente, la voz de su hijita cuando apenas tenía un año, apenas andaba, apenas sabía decir papá y mamá, antes de que se la quitaran. Papi. Y las presas se abrieron. Los sollozos se apoderaron de su cuerpo como una convulsión y cayó al suelo, retorciéndose para apartarse de ella y que no viera cómo las lágrimas salían de sus ojos y manchaban el lustroso acabado del delicado suelo de madera encalada.

Pero ella lo vio, claro. La oyó acercarse. Sintió su mano en su frente. Un contacto suave, como el de una niña. Lo quemó, recorriendo todo su cuerpo.

—¡No me toques! —gritó.

—Lo siento —susurró ella.

—No eres mi hija, ¿de acuerdo?

Don trató de controlar la voz. No podía mirarla, no podía mostrar su rostro torcido, empapado de lágrimas.

—¡Está muerta y nunca volveré a verla y tú no eres ella, así que márchate! ¡Márchate!

Ella salió de la habitación. Si continuaba su camino y dejaba la casa, por él perfecto. Nunca tendría que haberla dejado quedarse. Nunca tendría que haber dejado que nadie se acercara tanto a él. Permaneció tendido en el suelo, encogido como un niño, llorando, diciendo su nombre una y otra vez. No se había permitido decir su nombre desde hacía años, pero había perdido el control de todas formas, así que bien podía decirlo, una y otra vez como una oración, como el estribillo de una canción triste medio olvidada.

—Nellie, Nellie, Nell.

No duró mucho, en realidad, considerando cuántos meses y años habían estado contenidos sus sentimientos. Permaneció allí tendido un rato, luego se puso de espaldas y contempló a través de los ojos enrojecidos el techo que había terminado tan sólo unos pocos días antes. La cálida moldura de madera natural. El armario que parecía más bien un ropero que un empotrado. Volvió la cabeza hacia las ventanas. Las persianas convertían el sol de la tarde en gruesas franjas acarameladas. Una habitación para jugar, para soñar, para descansar, para la vida. Después de todas las habitaciones que había creado de la nada, de la basura, con esta habitación comprendió por fin qué era lo que estaba haciendo. Espacios seguros. Refugios reconfortantes. Estaba haciendo habitaciones para Nellie.

Sólo que Nellie nunca pondría el pie en ninguna de ellas. Nunca en esta habitación. ¿Entonces para qué era?

Se puso en pie, algo dolorido por haber estado en el suelo. Salió al pasillo, bajó las escaleras, salió por la puerta sin ver a Sylvie. Tal vez se había marchado. Bien.

No, bien no. No estaba bien que construyera un lugar como aquél y luego la expulsara. Sin duda no era eso lo que había pretendido. Sin duda lo había hecho para ella. Después de mostrarle la habitación, tenía previsto decirle que era suya hasta que vendiera la casa. Su radiante lugar seguro, después de todos esos años en una casa oscura, sucia, calurosa o helada. No es que hubiera admitido este plan ni siquiera ante sí mismo. Pero ahí se encaminaba hoy antes de que se convirtiera en una pelea estúpida y sin sentido, en un desastre emocional.

Las hojas habían adquirido ya los colores de otoño, y todavía adornaban los árboles, excepto las que cubrían generosamente los patios. Pero soplaba el viento y el cielo había cambiado de color. Las hojas desaparecerían esta noche, el grueso de ellas, arrancadas de los árboles y luego aplastadas en el suelo por la fría e insistente lluvia de otoño. Salió al aire helado, inspiró el olor del cambio inminente de clima, dejando que el color se apoderara de él. Había pasado demasiado tiempo dentro de la casa. Y no se había asomado lo suficiente a las ventanas. Cuando hacía sus recados, no había visto el mundo por el que se movía.

Era la habitación de Sylvie. Para ella la había hecho. Sabía que Nellie estaba muerta y que nunca viviría allí. Sabía que Sylvie no era su hija. Pero era alguien que necesitaba su protección. No había querido aceptarla, pero estaba allí, y la habitación era para ella, siempre había sido para ella. Para ella, no para una sustituía imaginada de su hija.

Cuando ella se mudara a aquella habitación ya no sería de él. Llamaría a la puerta si quería hablarle. Si le invitaba a pasar entonces entraría, pero como visitante. Así era como tenía que ser, para un constructor como Don. Hacías espacios preciosos, construías con todo tu corazón, y luego invitabas a otra persona a ese espacio que habías hecho y le dabas las llaves y te quedabas fuera para siempre. Pero seguías allí, ése era el secreto. Don seguía estando en todas las casas, cuidando a la gente, rodeándola, protegiéndola. Estaba aún allí, aliviando sus ojos, acallando los sonidos del mundo exterior, enmarcando sus vidas para que todos sus sueños pudieran quedar contenidos en un lugar donde sólo tenían que extender una mano y tocarlos para que volvieran a cobrar vida.

Regresó a la casa. A la carrera, con la cinta métrica y la cartera y las llaves rebotando en sus bolsillos. Había dejado sin cerrar la puerta principal. Entró llamándola.

—¡Sylvie!

Su voz resonó en la casa. Parecía tan vacía.

—Sylvie, ¿estás ahí?

Subió corriendo las escaleras, probó con todas las puertas del primer piso. Subió al desván.

—No te ocultes de mí, Sylvie —dijo. No hubo respuesta, no estaba allí, o si lo estaba no podía encontrarla.

Volvería. Se había escondido antes, permaneció apartada un tiempo. Pero volvía. Llevaba diez años atrapada en ese lugar, no era probable que una pelea la echara, ¿no? Trató de llenarse de confianza mientras bajaba las escaleras del desván, y luego las amplias escaleras que conducían a la planta baja. Tal vez estuviera en el sótano.

No. Estaba en la sala de estar. Tendida en su camastro. Dormida. ¿No le había oído llamarla? Había gritado con fuerza. Nellie era así. Cuando dormía, dormía.

Pensó en despertarla, en pedirle disculpas, en decirle lo que había comprendido, que la habitación era para ella, que era bienvenida allí mientras la casa le perteneciera. Pero no fue capaz de molestarla.

Subió al dormitorio en el que ella dormía, en la única cama desvencijada que quedaba en la casa. Quitó el colchón, las mantas y todo lo demás, y lo arrastró hasta la habitación nueva. El ajado somier vino a continuación. Luego desmontó la cama y llevó las cuatro piezas y la volvió a montar, colocó el somier y el colchón, e hizo la cama. Parecía muy pequeña en aquel espacio tan grande, como la cama de una niña, aunque era una cama normal. Y tan estropeada comparada con el brillante y perfecto acabado de la habitación. Pensó en comprarle una cama nueva, una cama grande tal vez, una cama con dosel, o una de metal, o con cuatro postes. Pero no, eso iba a parecer demasiado permanente. Un despilfarro de dinero para una casa que iba a vender dentro de un año. Esta vieja cama desvencijada tendría que valer. Era el espacio alrededor de la cama lo que importaba. Lo que ella vería por la mañana cuando abriera los ojos. Las franjas de luz a través de las ventanas. El armario donde ya había jugado como una niña. Ella no tenía nada con lo que llenar este espacio. Así que en cambio sería dueña del espacio mismo.

Oyó un sonido en el pasillo. Una pisada. Se dio la vuelta y allí estaba ella.

—Mi cama —dijo.

De repente Don sintió timidez por lo que había hecho.

—Tenía que sacar tus cosas de la otra habitación antes de empezar a trabajar en ella.

Ella entró en la habitación y lo miró todo de nuevo, dando una vuelta, dos.

—¿Voy a dormir aquí?

Don asintió.

—Nunca he tenido una habitación como ésta.

Se echó a reír, una risa grave, profunda, y luego otra risa, en cascada, la música del placer.

—Lo sé, es sólo durante una temporada, pero… gracias.

Y con eso la habitación dejó de ser de Don. La había regalado. Le sonrió, se llevó la mano a su sombrero invisible, y se marchó escaleras abajo.

14

Palanqueta

Don se fue a dormir esa noche sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Vergonzoso como había sido derrumbarse de aquella forma delante de Sylvie, sabía que era para bien. Un muro en su interior se había roto. Podía pensar de nuevo en el nombre de Nellie, decirlo para sí. Le habían devuelto algo. Y como Sylvie había sido parte de ello, entre ellos ahora había algo. Un lazo de pérdida, si es que la pérdida podía unir. Don podía compartir su casa con ella, durante los meses que vendrían, porque ya no eran extraños.

Por la mañana, sin embargo, con las emociones del día anterior ya desvanecidas, empezó a pensar en otras cosas. Cosas más tristes. ¿Verlo llorar lo había rebajado a los ojos de Sylvie? Recordó cuando estuvo viendo llorar a Cindy. Tocándola como Sylvie lo había tocado. Eso significó el final de su relación con Cindy. No es que las situaciones fueran análogas. Fue la pasión lo que terminó entre Cindy y él. Ese sentimiento nunca había existido entre él y Sylvie. Al contrario, había habido recelo y hostilidad y temor. La transformación sólo podía ser para mejor.

Sin embargo sus recelos crecieron mientras subía las escaleras, dirigiéndose la ducha, al mirar la puerta de la nueva habitación de ella. Cerrada. Conseguir su propia habitación… era una victoria que le había entregado sin más. ¿Podría conseguir alguna vez que se marchara de allí? ¿Por qué había hecho una cosa tan estúpida? Ayer, atrapado en la emoción, se había sentido protector, expansivo, incluso agradecido por su muestra de amabilidad. Hoy, agotadas las emociones, podía ver que sólo había empeorado las cosas. Ella seguía siendo una extraña. Pero ahora era una extraña que sin duda pensaba que tenía poder sobre él. La soledad había impulsado a Don a hacer tonterías, y ahora tendría que enfrentarse a las consecuencias.

Antes de lo que imaginaba, de hecho. Pues en cuanto se duchó, preparado para el trabajo del día, su primera tarea fue buscar su palanqueta. No la había necesitado desde que derribó las paredes de la habitación que ahora era de Sylvie. Lo que significaba que debería estar donde la dejaba siempre, en la caja de herramientas verde. No estaba allí.

Al principio pensó que tal vez la había dejado en otra parte. Pero no tardó mucho en eliminar todas las posibilidades. Don era muy meticuloso al guardar sus herramientas. No había ningún motivo para pensar que hubiera hecho algo fuera de lo acostumbrado con la palanqueta.

No quería sospechar de Sylvie, pero ¿y si la había escondido hacía tiempo, antes de su reconciliación? Seguía siendo molesto que pudiera haber hecho cosas así, pero al menos no sería un rechazo completo de la relación más amable y más agradable que establecieron ayer. No le reprocharía esa broma. Mientras le devolviera la palanqueta.

Subió las escaleras y llamó a su puerta.

—¿Sí? —La voz de ella sonó débilmente a través de la puerta cerrada.

—¿Has visto mi palanqueta?

—Un momentito.

Don esperó. Unos instantes después, ella abrió la puerta. Con su vestido, como de costumbre. Él se preguntó si dormía con el vestido puesto. Probablemente no: estaba ajado pero no terriblemente arrugado. Así que debía de dormir en ropa interior o en cueros… en una cama que no podía estar mucho más limpia que su vestido.

—Escucha. Voy a hacer la colada hoy, ¿quieres que me lleve esas sábanas?

Su rostro se iluminó.

—Claro. Gracias.

—Um, podría… ese vestido. Si te pones el albornoz mientras estoy fuera, podría llevarme ese vestido y lavarlo.

Ella negó con la cabeza.

—No, gracias. De verdad. Está bien.

—No sería ningún problema. Podría hacer que lo lavaran en seco.

—Yo no… Es muy amable por tu parte, pero es que… no está sucio.

Él no se molestó en discutir.

—Como quieras —dijo—. Pero bueno, para lo que venía: me preguntaba si sabías dónde está mi palanqueta.

—¿Palanqueta?

—La barra de metal negro que usé para tirar la pared. Una herramienta multiusos para romper y rasgar.

—No la recuerdo.

Él la dibujó en el aire.

—Tiene esta forma.

—Vale, sí, creo que me acuerdo. ¿Qué le pasa?

—¿Dónde está?

—¿Dónde la pusiste la última vez?

—La guardé en la caja de herramientas verde.

Ella lo miró fijamente un largo instante antes de responder.

—Don, me dijiste que no tocara tus herramientas y no las toco.

Se acabó la relación más sincera entre ellos.

—¿Qué fueron, polillas asesinas? ¿Hadas? ¿Elfos?

Ella suspiró y apoyó la cabeza contra el marco de la puerta.

—Por favor —dijo—. Creía que ahora éramos amigos.

—Y yo también. Pero necesito mi palanqueta. Tengo que empezar con otra habitación. Derribar un tabique y arrancar todos los viejos listones y el yeso.

—Te ayudaré a buscarla con mucho gusto, siempre que no empecemos con la suposición de que sé dónde está pero no quiero decírtelo. Porque no lo sé. Si lo supiera, te lo diría.

Don se volvió, exasperado, y luego se giró de nuevo.

—Muy bien, juega como quieras. Ayúdame a buscarla. Pero recuerda que la necesito de veras. Ésta no es la única habitación que tengo que terminar.

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