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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (22 page)

La cabeza empezó a despejársele. Cuando miró la almohada pudo ver que en realidad no había mucha sangre, sólo un punto. Sus dedos habían sentido el líquido, pero naturalmente todavía tenía el pelo húmedo después de habérselo enjuagado. Eso era lo que había sentido. Principalmente. Pero había un buen chichón creciendo en su nuca.

Tiró y luego empujó el banco de trabajo para apartarlo del camastro. El esfuerzo de moverlo hizo que la cabeza le latiera. Maldita fuera aquella mujer por tocar sus cosas. ¿No habían hecho un trato? No iba a permitir que esto pasara. No iba a mostrarse tampoco tranquilo y razonable. Ella le había hecho sangre, por el amor de Dios.

Se encaminó hacia las escaleras y empezó a subir los escalones de tres en tres. El dolor de cabeza le hizo saber de inmediato que no era una buena idea. Siguió de uno en uno hasta terminar la subida, y luego caminó despacio hacia la puerta del cuarto de baño.

Estaba entornada un par de centímetros y dentro pudo ver las nube de vapor. Alzó la mano para llamar… ¿o para abrir la puerta de un empujón? ¿En qué estaba pensando? Ella se estaba dando una ducha, lo que significaba que estaba desnuda allí dentro. Que se hubiera dado un golpe en la cabeza no le daba derecho a violar su intimidad. Ya habría tiempo de sobra para discutirlo por la mañana.

Bajó las escaleras torpemente, porque cada escalón que dejaba atrás resonaba en su cabeza. Esto iba a retrasarlo mañana, lo sabía. Rebuscó en su maleta y encontró las cápsulas de Tylenol extrafuerte, y luego se dirigió al cuarto de baño y se tomó cuatro con unos cuantos buches de agua que cogió con las manos. Tenía que comprar vasos de papel.

De vuelta a la sala, apagó la luz, y luego se palpó la nuca para ver si seguía sangrando. Parecía que se había coagulado ya. No era una gran herida, en realidad, aunque la hinchazón era bastante grande. Si sufría conmoción cerebral, ¿cómo iba a saberlo? Debería ir al hospital. ¿Pero qué harían? Le dirían que tomara Tylenol y se fuera a la cama. Eso podía hacerlo sin pagarle a un médico y esperar tres horas en urgencias.

Tal vez se moriría durmiendo esa noche. ¿Y qué? Que Sylvie decidiera qué hacer con su cuerpo. Que las hermanas Extrañas lo cubrieran con ajo y lo enterraran en el patio trasero. Estaba demasiado harto y cansado de todo para que le preocupara lo que pasara. Ayudas un poco a alguien, y mira lo que pasa. Veinte mil dólares por causa de Cindy. Ahora conmoción cerebral y posible muerte por causa de Sylvie.

No seas niño chico, se dijo. Te pondrás bien.

Se tendió de lado, la cabeza le latía. Vamos, Tylenol, no me falles ahora.

El agua dejó de correr. Qué bien. Sylvie al parecer había agotado el tanque de agua caliente y ahora se iría feliz a la cama, limpia por primera vez en años, sin duda, mientras él sufría solo abajo por culpa de su negligencia.

Unos momentos más tarde, oyó suaves pasos en las escaleras. ¿Bajaba a inspeccionar el daño? No, no debería llegar a conclusiones apresuradas. Sin duda ella tendría algún motivo para haber movido el banco de trabajo y luego se había olvidado de devolverlo a su sitio. Debería ser justo y escucharla.

Como un buen padre.

Las palabras en su mente hicieron que la cabeza le latiera aún más. No era su padre. No era nada suyo, ni siquiera su casero, puesto que ella no pagaba alquiler. Y sin embargo pensaba en ella como si fuera su hija, ¿no? Porque cuando supo que se estaba dando una ducha, cuando se quedó allí ante la puerta, fue su intimidad lo que le preocupó, lo que quiso proteger. Lo que no sintió fue deseo. No pertenecía a la categoría en la que estaba Cindy Claybourne, cuando Don la besó, cuando se sintió abrumado por el deseo. Cindy y él se habían encontrado como iguales. Sylvie era una chica sin techo; Don la tenía bajo su protección. Tal como era Cindy ahora. Fuera de los límites.

Sólo que había sentido deseo hacia Cindy hoy. Había necesitado de su fuerza de voluntad (no mucha, pero sí algo) para no intentar volver a abrir aquella puerta cerrada.

No importaba. Sylvie bajaba las escaleras y tendría que tratar con ella ahora, ocupara un papel de hija en su mente inconsciente o no. Dolorosa, lentamente, se incorporó hasta conseguir sentarse.

Ella emergió de la sombra de la entrada hacia la luz que llegaba de la farola. Tenía el pelo liso y mojado, levemente rizado donde se habían secado unos cuantos mechones. Al parecer había decidido no usar el albornoz que le había comprado: había vuelto a ponerse el mismo vestido azul ajado. Pero con esta luz, limpia, el pelo apartado de la cara, era casi bonita de un modo triste, ensoñador.

—¿Está todavía despierto? —preguntó en voz baja.

—¿No querrás decir si estoy todavía vivo?

—¿Qué? Me pareció oírle arriba cuando me estaba duchando. ¿Quería algo?

—Habías salido cuando volví con la cena —dijo él—. Nuggets de pollo de Chick-Fil-A. Te llamé por toda la casa, pero no respondiste. No tenemos frigorífico ni microondas y cuando se enfrían se ponen feos, Así que me los comí.

—No importa.

Pero no era así. No era eso lo que pretendía decirle. Iba a echarle en cara su falta de cuidado. Era el dolor de cabeza. No podía pensar bien.

Don extendió la mano y mostró la almohada. No es que ella pudiera la en la oscuridad.

—¿Qué es eso?

—Poca cosa. Sólo mi sangre.

—¿Se ha hecho daño?

—No. Tú me has hecho daño. Al mover mi banco de trabajo justo contra el camastro.

—No —murmuró ella.

—Me golpeé la cabeza cuando me senté para quitarme los calcetines. Casi perdí el conocimiento.

—Debería ir al hospital.

—No, he decidido morir en casa —dijo él, desagradablemente.

—Las conmociones cerebrales pueden ser peligrosas.

—¿Y por qué no pensaste en eso cuando moviste las cosas de sitio? Creí que te había pedido que no tocaras mis herramientas.

—No he sido yo.

—¿Quién ha sido entonces, el ratoncito Pérez? —preguntó él—. Vamos, no puedes mover el banco de trabajo por media habitación y luego olvidarte de que lo has hecho. Es pesado.

—No moví su banco. Lamento que haya resultado herido.

Se dio bruscamente la vuelta y se marchó escaleras arriba.

Él no la compadeció. Imagínatela, negándolo y todo. ¿Es que creía que era estúpido?

No podía tratar con esto ahora. Pensar en ella lo enfurecía, y eso hacía que la cabeza le doliera aún más, y no necesitaba eso. Tenía que dormir para poder trabajar por la mañana.

En lo alto de las escaleras, Sylvie golpeó el remate del pasamanos. Sin sonido, formó palabras y las pronunció.

—Estúpida, desagradable…. ¿Qué estás haciendo? ¿En qué estás pensando?

Entró en la habitación que Don Lark había derribado y la abrió.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no te está haciendo daño?

Se dirigió a una viga pelada, un grueso poste vertical, uno de los antiguos huesos de la casa, y apoyó la cabeza.

—Se acabó. Se acabó hacerle daño. Ya basta.

La casa le parecía un niño pequeño que acude al médico. Se rebelaba por temor a la aguja. No podía enfadarse, había que explicarlo sin más.

—¿No ves que va a hacer que vuelvas a estar entera? Ahora duele, pero pronto te hará más fuerte. Tienes que confiar en mí.

13

Hijas

Derribar paredes, arrancar alfombras, desnudar de listones y yeso las viejas vigas, ésos eran cambios dramáticos, que requerían trabajo duro y poca habilidad. Pero pronto estuvieron terminados, al menos por el momento, en aquella habitación de arriba. Don pagó para que retiraran la pila de basura, y luego se dedicó a la rutina de convertir aquella habitación en el espacio bonito y acogedor que tenía que ser.

Sopesó una y otra vez si añadir otro cuarto de baño arriba. Ahora era el momento de hacerlo, o al menos de plantearlo entre el dormitorio del fondo y el delantero. Por un lado, la instalación de fontanería seria cara y difícil, ya que no había tuberías por esa parte de la casa. Y reduciría las bonitas proporciones de una habitación o de otra… o de ambas, si lo convertía en un cuarto de baño grande con dos ventanas. Así que su inclinación era descartarlo.

Por otro lado, los americanos parecían estar gozando de una intensa pasión por los cuartos de baño. No sólo se volvían más grandes en número y tamaño, es que la gente ni siquiera ponía ya cristal esmerilado, y a menudo ni siquiera cubría las ventanas. Las dos viejas cotorras de la casa de al lado podrían asomarse a su ventana y ver lo que estuvieras haciendo en el servicio. Don no lo entendía. Algunos de los cuartos de baño que había visto parecían altares de agua. Uno, en una zona residencial al salir de Algonkian Parkway al norte de Virginia, era exactamente igual de grande que el dormitorio principal. Todos los accesorios normales estaban repartidos por los bordes de la habitación, y en el centro había un enorme jacuzzi que parecía un altar a un dios pagano. Don podía imaginarse perfectamente a algún sacerdote vestido de lamé dorado sacrificando a una virgen o un cordero.

A la gente que necesitaba templos de porcelana, ¿le valdría para todo el primer piso un pequeño cuarto de baño junto a las escaleras? Casi podía oír a las parejas en busca de casa.

—Los niños se pelearían constantemente por el cuarto de baño. ¿Y los invitados? Sería horrible intentar que los niños lo mantengan limpio para las visitas.

Ni siquiera el dinero era una guía de fiar. Incluir más cuartos de baño haría que la casa fuera más fácil de vender, sobre todo ya que los dormitorios originales eran tan grandes que había espacio para adosar uno de buen tamaño en cada uno de ellos. Pero no incluirlos le ahorraría un montón de dinero, que no tendría que pedir prestado al banco, y eso le permitiría poner un precio un poco más bajo a la casa, y eso facilitaría la venta. No podía perder. O no podía ganar, dependiendo de cómo lo miraras.

Al final siguió sus propias preferencias y optó por mantener la sencilla pureza del diseño original. En otras palabras, se ahorró un montón de gastos y molestias. Dejaría en el dormitorio espacio para incluir un bonito armario empotrado que pareciera más un mueble bonito que arquitectura. Pero no se alzaría hasta el techo, así que las proporciones de la habitación seguirían siendo visibles y tendrían su efecto en el habitante. En cuanto al coste, construir un armario empotrado elegante era completamente una cuestión de carpintería, cosa que haría con sus propias manos.

Tomada la decisión, se puso a trabajar.

El entramado general siempre iba rápido, incluso trabajando solo. Luego había que meter los cables para tenerlo todo al día: eso llevaba tiempo, pero las recompensas eran inmediatas, pues pudo deshacerse de las alargaderas que se extendían por todas las escaleras y enchufar las cosas directamente en las nuevas tomas de corriente. El pladur fue lo más rápido de todo, e hizo que todo pareciera más a punto de estar acabado.

Pero entonces era cuando empezaba el auténtico trabajo. Cualquier tipo esforzado y cuidadoso podía colocar una pared con pernos y pladur, y luego enfoscarla y alisarla. Cualquier electricista competente podía instalar un puñado de tomas. Pero no quedaba mucha gente en Estados Unidos que aún supiera cómo alisar elaboradamente la madera, que se manchaba, no pintaba, para que se notara el grano y no quedaran nudos ni otros defectos. Las molduras, los apliques, el artesonado y los zócalos fueron todos puestos a punto por la mano de Don.

Con Sylvie mirando.

No podía escapar de ella y ya no lo intentaba. En parte porque intentaba mostrarse tranquilo, pero sobre todo porque ella no era molesta. La mayoría de la gente que miraba a los demás trabajar era charlatana, insistía en hablar continuamente, hacía preguntas, ofrecía opiniones, o, lo peor de todo, trataba de mantener conversaciones sobre cosas que no tenían nada que ver con la tarea a mano. Sylvie tan sólo se quedaba allí sentada, prácticamente invisible. Cuando hablaba, era para hacer preguntas que, para sorpresa de Don, merecía la pena responder. Por ejemplo, ¿cómo hacían los carpinteros las molduras antes de la invención de la broca? ¿Por qué no se ponía primero el papel pintado para que las molduras y la tablilla de protección para las sillas pudieran cubrir los bordes y así no se desprendiera? Como las preguntas se producían raramente, era un placer responderlas.

Y de vez en cuando Don hacía una pregunta propia. Empezó a construir una imagen de la vida de Sylvie. Hija única, huérfana desde la adolescencia, encontró un hogar de acogida en casa de una amiga, pero fue siempre más una especie de acuerdo de alojamiento que una relación familiar, y después de graduarse en el instituto se distanciaron rápidamente. Sylvie no tenía dinero, ni heredado ni de ningún seguro. Se ganó una beca para la universidad y trabajó duro para pagarse los gastos. Fue una vida solitaria: entre el trabajo y los estudios no tenía tiempo para salir con nadie, ni tampoco ningún interés especial en ello.

—Si conocía a un chico que parecía que pudiera ser un hombre tan bueno como mi padre, entonces empezaba a compararme a mí misma con mi madre y me daba cuenta de que no era digna de un hombre así.

Se rió al respecto, pero Don entendió el dolor bajo esa risa. Instalarse como ocupa allí en la casa Bellamy no había sido un cambio tan grande para ella, excepto en los asuntos de higiene personal.

Felicity Yont cambió todo eso. Lissy era la extrovertida. Sylvie no. Tenían casi la misma talla y podían cambiarse la ropa, pero sobre todo Lissy hizo que Sylvie usara vestidos más a la moda para así no parecer tan tímida. Lissy cambió el pelo de Sylvie, la llevó a citas dobles, incluso le enseñó a dormir con camiseta en vez de con sus sosos camisones de felpa. No importaba que las camisetas de Sylvie fueran todas enormes camisetas de hombre, sin forma, mientras que Lissy siempre se las apañaba para encontrar camisetas tan cortas y ajustadas como para que no pudiese pegarse un pétalo de rosa a la piel sin hacer un bulto. Para Sylvie seguía siendo un cambio de estilo de vida.

Pero no duró. Sylvie era mayor, tenía un sentido más agudo de la responsabilidad. Tal vez siempre había sido mayor. Pero sabía que sus notas tenían que ser lo bastante buenas para que le consiguieran un buen puesto de trabajo cuando completara su doctorado. Así que a pesar de los muchos cambios que Sylvie hizo en su aspecto y costumbres, Lissy no pudo hacer el mayor cambio de todos: la necesidad de Sylvie de trabajar en todos los momentos posibles. Sylvie pensaba que estaba bien salir y divertirse una vez al mes. Lissy pensaba que su vida se habría acabado si sólo saliera los fines de semana.

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