—Aceite y agua, pero nuestra vida era emocionante —dijo Sylvie—. La mía desde luego era más interesante que la de la futura bibliotecaria media.
Así que tras el primer año como amigas, cuando Lissy propuso que compartieran un apartamento grande en la planta baja de una casa antigua en plena decadencia, pero hermosa, Sylvie estuvo encantada. ¿Qué podía salir mal?
—¿Y qué salió mal?
—Va a reírse, pero fue cuando ella empezó a observar todos los movimientos que yo hacía. Era ella quien era tan libre y yo era la que se quedaba en casa. Pero aquel último semestre ella dejó de ver tanto a su novio, Lanny, y le dio por quedarse en el apartamento, mirando por encima de mi hombro, y leyendo mis libros de texto. Era como si de pronto se hubiera dado cuenta de que estaba a punto de licenciarse con un cinco de media y nadie iba a querer ofrecerle un trabajo que mereciera la pena. Mientras, yo recibí un par de ofertas, incluyendo ese trabajo en Providence. Creo que ella quería aprender a estudiar, sólo que era demasiado tarde.
—La echas de menos.
Sylvie apartó la mirada.
—No era una persona simpática. Pero no era peor que yo.
A partir de entonces a Don le resultó imposible verla como una chica descarriada y sin hogar. Era una persona con un pasado, con amigos encontrados y perdidos, con emociones que podían cobrar vida por medio de los recuerdos.
Sin embargo, ese tipo de conversaciones fueron muy raras durante el par de semanas que Don trabajó en aquella habitación. Principalmente él trabajaba y ella miraba desde el otro lado. Casi se olvidaba de que estaba presente.
De hecho, desarrollaron una especie de señal. Don conectaba su radio barata durante los trabajos donde no había que utilizar herramientas eléctricas. La música le daba una especie de ritmo en el trabajo, le hacía sentir que fluía un poco más rápido a través de los minutos y horas del día. Conectaba la 98.7, que antes era una emisora de rock duro pero que ahora emitía nuevo country. La primera vez expulsó a Sylvie de la habitación, cosa que molestó a Don un poquito. No pudo dejar de considerarlo un insulto a su gusto. Mientras sonaba la música, ella no hablaba nunca. Pero cuando Don se cansaba de la emisora y apagaba el aparato, normalmente tenía guardada una pregunta o un comentario. A menudo quería hablar de la música country.
—Cuesta acostumbrarse al deje gangoso —dijo.
—La mayoría de nosotros no lo oye como gangoso.
—No me digas que John Anderson te parece natural.
—Qué sabrás tú de John Anderson.
—Gan-goso —cantó ella.
Don se echó a reír.
Gradualmente él llegó a apreciar la música que le gustaba a ella, y una tarde después del trabajo fue a Borders y volvió con un puñado de CDs. Garth Brooks era demasiado plástico para ella; Lyle Lovett era demasiado raro. Pero le gustaban Martina McBride y Lorrie Morgan, Trisha Yearwood y Ronna Reeves, le gustaban mucho. Don trató de comprender qué había en aquella música para que le gustara tanto. Dios sabía que también había un montón de dejes gangosos, y un montón de plástico también, a veces. Ella no podía expresarlo en palabras.
—Es como si sus vidas estuvieran llenas de tragedia y sin embargo pueden cantar sobre ello con tanta energía… En vez de estar deprimidas, lo convierten en música.
—¿Eso es lo que estás? —preguntó Don—. ¿Deprimida?
—No. Sólo estoy triste a la antigua usanza.
Y entonces se levantó y se marchó. Don no podía comprender por qué se marchaba cuando lo hacía. No parecía haber una pauta. A veces ella respondía a las preguntas más personales… y no es que él le preguntara nada tan privado. Otras veces el comentario más inocente y general la hacía marcharse. De vez en cuando Don sentía un pinchacito de malestar por sus cambiantes estados de ánimo, pero entonces recordaba que él dejaba que sus propios estados de ánimo lo controlaran, como encender la radio cuando no quería hablar y marcharse a hacer recados cuando necesitaba estar solo.
Cuanto más trabajaba en remodelar esa habitación del piso de arriba, más se animaba ella. Finalmente empezó a aceptar comida de vez en cuando. Nunca más de un bocado o dos cuando Don estaba mirando. La masticaba como si fuera la mejor comida jamás cocinada. Pero luego dejaba el resto.
—Vas a consumirte, si sigues comiendo como una anoréxica.
—No se puede comer como una anoréxica —dijo ella—. Sólo se puede no comer como una.
—Bueno, perdóname mientras voy a vomitar como una bulímica.
—Ésa es la habitación que le falta a esta casa. Un vomitorio.
Entonces, ya que él no tenía ni idea de la cultura romana, le explicó cómo festejaban y festejaban los romanos, y luego se metían en el vomitorio a echar la pota.
—¿Cómo sabe el chef la diferencia entre un cumplido y una crítica?
—Si vuelves para el segundo plato.
En ocasiones así, había un montón de chistes tontos, de risas fáciles. El tipo de charla que podía continuar mientras Don trabajaba, sin que se perdiera un golpe o un corte.
Una vez, después de que oyeran a Ronna Reeves cantar «Man from Wichita», Sylvie empezó a hablar de sus padres.
—No sé por qué esta canción me los recuerda. No tiene nada que ver con los padres.
—Tiene que ver con echar tanto de menos a alguien que te quieres morir —dijo Don—. Mis padres no murieron cuando yo era joven, pero todavía duele.
—Lo sé —contestó Sylvie—. Te peleas con ellos porque siempre están intentando controlarte la vida, quieres liberarte. Y entonces… Fui libre. Y pensé: ¿por qué no es esto más divertido? ¿No es lo que siempre quise?
—Naturalmente que no lo era.
—No me refiero a que se murieran, me refiero a la libertad. Quería la libertad. Pero aquello era… vacío.
—Yo también —dijo Don—. Es como si todo lo que haces cuando tus padres no están ahí para vigilarte no hubiera sucedido de verdad.
—La gente no tendría que perder a sus padres tan pronto.
—En otros tiempos la mayoría de la gente perdía a uno u otro. De parto. Por enfermedad. Accidentes industriales. Cada vez que me corto con algo, siempre pienso que si no fuera por los antisépticos y la higiene moderna sería mi última herida. Gangrena.
—La mitad de la gente que conocí cuando estudiaba había perdido a uno de sus padres.
—Sí, pero por divorcios, ¿verdad?
—Mis padres se peleaban a veces —dijo Sylvie—. Pero no creo que hubieran llegado a divorciarse, aunque no se hubieran muerto.
—Los míos también eran sólidos.
—Tuve que seguir imaginando que mi madre me vigilaba. Siempre que trabajaba en mis estudios y eso, seguía imaginando que estaba allí, sin que yo la viera, controlándome. —Se rió con sorna—. Resultó que sólo era Lissy.
—¿Por qué no podría estar tu madre vigilándote desde… desde dondequiera que esté?
—La palabra que estás buscando es Cielo —dijo ella.
—No sabía si creías en eso.
—¿En qué?
—En la otra vida.
—Tal vez la palabra «creer» sea demasiado fuerte —dijo ella—. Más bien lo espero.
—Yo también.
—No es a tus padres a quienes echas de menos, Don Lark.
—Cuidado, Sylvie. Empiezas a hablar con deje gangoso de tanto oír música country. Se está pegando.
Ella ignoró su intento por cambiar de tema.
—Intento imaginar cómo seria tener una hija, y luego perderla.
—Yo no la perdí —respondió Don—. Me la robaron.
—Lo intento, pero no puedo —dijo Sylvie—. Ninguna de las dos cosas. No puedo imaginar ninguna de ellas.
—Tener un hijo es lo mejor del mundo. Perderlo, lo peor. Después de eso, has visto lo mejor y has visto lo peor.
—¿Así que no tienes miedo de nada?
—¿Te parezco un maldito idiota?
—Sólo cuando estás sujetando una plancha de pladur con ese fleje y aprietas todo el cuerpo contra ella para colocarla en su sitio. Entonces parece que le estás rezando a la pared.
—O flirteando con ella.
—Lo que haces es más que flirtear.
—Y a veces más que rezar.
—Bueno, Don, lo que quería decirte es esto. Aunque te enfades conmigo. Tengo que decirlo. Tu hijita. Recibió de ti lo que importa más que el dinero, o el «tiempo de calidad» o todo lo demás. Ella sabía que la mirabas y la conocías y la admirabas y la amabas y la respetabas. Lo sabía, ¿no?
—No lo sé. Era tan joven.
—Lo sabía. ¿Crees que los niños tienen que saber hablar antes de poder saberlo?
Y pasaron a otra cosa y un rato después guardaron silencio y el momento se acabó. No había muchos de esos momentos, pero sí los suficientes, y cuando Don casi había terminado con la habitación no le pareció que la hubiera acabado del todo hasta que Sylvie vino e hizo una inspección formal y una visita guiada.
—Eres mis padres de repuesto —dijo Don—. Necesito que le eches un vistazo a lo que he hecho para que todo se vuelva real.
—Bibidi-badi-bidú —dijo Sylvie—. Ahora eres un niño de verdad.
—Estás pensando en
Pinocho
pero citas
Cenicienta
.
—Estoy pensando en la secuela. Pinocho trata de ponerle la zapatilla a Cenicienta y le clava una astilla en el pie.
—Yo no dejo astillas.
—Pues muéstramelo, y haré que esta habitación sea real.
La condujo a la habitación y abrió la puerta, sintiéndose un poco tonto al hacerlo. ¿No la había visto ella todos los días mientras estaba trabajando aquí? Pero ella entró y empezó a dar vueltas y más vueltas, como una niña bailando, viéndolo todo como por primera vez.
—Oh, Don, es tan bonito.
—Para empezar, es un espacio bien diseñado —dijo él—. Todo lo que tuve que hacer fue no meter la pata.
—Hace que el resto de la casa parezca tan fea.
—Por eso termino una habitación antes de hacer nada más. Me gusta ver el contraste.
Sylvie corrió al armario y abrió las puertas. Aunque por fuera parecía un ropero, era profundo, empotrado, con suaves luces que se encendían en cuanto se abría una puerta. Ella dio la vuelta, extendió la mano, y cerró las puertas. Don se quedó en el centro de la habitación, esperando que volviera a abrirlas. Esperando.
—¿Sylvie?
Echó a andar hacia el armario, preguntándose qué podría retenerla tanto tiempo dentro. ¿No podía darse cuenta de que las puertas se abrían con sólo empujarlas?
Justo cuando estaba a punto de alcanzar los pomos, las puertas se abrieron de golpe y Sylvie se plantó ante él, y gritó:
—¡Buu!
Don hizo un gesto exagerado de agarrarse el corazón, pero sólo fue para cubrir el hecho de que realmente lo había asustado. Sylvie casi se cayó al suelo de la risa, y él no pudo dejar de reírse con ella. Entonces ella corrió a la ventana y tocó el marco de madera natural, las persianas, el grueso tejido del papel de pared.
—Casi se siente que la casa se vuelve más joven —dijo.
Entonces, porque ella insistió, Don le ofreció la visita guiada, explicando lo que había hecho… y lo que algunos constructores podrían haber hecho pero él había decidido no hacer, para que el espacio quedara mejor proporcionado o fuera más fiel al concepto original o más funcional. La historia interior. Y ella le escuchó. Como habría hecho una hija, si hubiera vivido lo suficiente para crecer y convertirse en una estudiante de bibliotecaria sin techo que vivía en una mansión abandonada.
Esta idea le detuvo en seco, mientras la cabeza le daba vueltas.
—¿Qué? —preguntó ella, mirándole con cierta preocupación.
—¿Qué de qué? —dijo él. Entonces se dio cuenta de que tenía que haberse quedado allí parado, en completo silencio—. No te preocupes, cuando me da un ataque al corazón me llevo las manos al pecho y gruño y me caigo.
—Estaba pensando más bien en una embolia. Paralizado en el acto. Convertido en piedra.
—En una estatua de de serrín.
—¿En qué estabas pensando?
Don vaciló un momento. Su impulso natural habría sido despistarla con una broma. Pero en cambio descubrió que quería hablarle con sinceridad. Nada de chistes.
—Estaba pensando en que esto era, ya sabes… Que enseñarte esta habitación, podría haberlo hecho con mi… hija, si ella hubiera vivido. Le habría mostrado así mi trabajo.
Ella retrocedió un paso.
—Yo no soy tu hija —dijo.
Así que había sido un error abrirse tanto. Siempre lo era.
—Sólo quería decir que imaginaba cómo sería si lo fueras.
—No soy hija de nadie —pronunció la palabra «hija» con tanta vehemencia que Don se preguntó si podría haber habido algo más en su relación con sus padres que su temprana muerte.
Casi pidió disculpas, pero se detuvo. ¿Qué le había hecho en realidad?
—¿Qué te importa si pienso en ti como en una hija?
—No necesito un padre —dijo ella fríamente.
—Y yo no necesito una inquilina —replicó Don—. No tengo espacio en mi vida para lo que eres, pero sí tengo este enorme espacio para una hija y si es ahí donde encuentro un huequecito para ti, ¿qué te importa?
—Mi padre me dejó, y mi madre, y me fue bien.
—Oh, sí, mírate, te ha ido tan bien.
Sus palabras la afectaron visiblemente y lamentó haberlas dicho. Pero no iba a pedir disculpas. Era ella quien había decidido convertir un momento de reflexión en una discusión.
—Lo que me pasó en la facultad no tiene nada que ver con haber perdido a mis padres —dijo.
—Sí, bueno, que yo te deje quedarte aquí tiene todo que ver con haber perdido a mi hija, así que aprende a vivir con ello, niña.
—¿Qué eres, Matusalén, o algo? Tengo veinticuatro años, no cuatro. No puedes ser mi padre.
—Venga ya —dijo Don—. ¿Veinticuatro? ¿Qué edad tenías cuando te sacaste el doctorado?
—No lo llegué a sacar, ¿recuerdas?
Pero entonces comprendió lo que él le estaba preguntando.
—Quería decir… Quería decir que tendría veinticuatro años cuando terminara el doctorado. Pero ahora soy… aún mayor.
—¿Cuán mayor? ¿Lo sabes siquiera?
—Echa un vistazo alrededor, ¿cuántos calendarios ves?
—Hay estaciones, ¿sabes? Sales y hay nieve o hielo, y es el invierno. Si aquí dentro con todo cerrado se está como en un horno, puedes suponer que será verano.
—Iba a doctorarme en el 87. —Apartó la mirada, y él pudo ver que tenía miedo de lo que iba a decirle.
—Diez años. Llevas aquí de ocupa diez años.
—¿Estamos en 1997? —Intentó parecer despreocupada—. Vaya, el tiempo vuela.