—Las manos fuera. Como en una cristalería —sonrió.
A él no le hizo gracia. Le había seguido por el pasillo, le había avergonzado, y ahora trataba de bromear para que sonriera. Quiso golpear algo, tan frustrado estaba.
—¿Por qué no me siento mejor? Me sentí culpable por echarla, y ahora me siento estúpido y furioso por permitirle quedarse. —Se volvió y golpeó la pared—. ¿Cuándo se convierte la virtud en su propia recompensa?
Tras él, ella habló en voz baja.
—Déjeme que practique mantenerme apartada de su vista durante un rato.
—Cómase la hamburguesa y las patatas fritas antes de que se enfríen —dijo Don. Echó a andar por el pasillo, sintiéndose aún más estúpido ahora que ella lo respetaba por necesitar su intimidad, pues la necesidad misma le parecía infantil. Se imaginó como si fuera un niño pequeño que entraba corriendo en su habitación y cerraba de golpe la puerta gritando te odio, te odio, déjame en paz.
Se detuvo cuando alcanzó la pared del salón y se volvió a mirar el estrecho pasillo. Ella seguía allí, recorriendo el pasillo hacia la cocina y haciendo piruetas de niña pequeña, tocando las paredes mientras caminaba. Entre los ruidos que hacían los tipos de Echando una Mano que arrastraban los muebles grandes por el pasillo de arriba, la oyó entonar, casi cantando:
—Gracias, gracias, gracias.
Entonces se detuvo de repente y se apretó contra la pared, alzando un brazo, de modo que tocó la pared con todo su cuerpo.
—Gracias, casa.
Estaba tan loca como las mujeres de la casa de al lado.
Bueno, ¿qué esperaba? ¿Por qué si no sería una sin techo? ¿Una licenciada universitaria, viviendo en una mansión abandonada llena de muebles podridos? Pues claro que estaba como una regadera. Y él acababa de darle permiso para vivir bajo su mismo techo.
No es que no hubiera compartido antes una casa con una loca. Al menos su loca particular, esta Sylvie Delaney, nunca le había mirado con aquella expresión vacía que decía: Sé de lo que estás hablando, pero lo único que me importa es cómo voy a conseguir otro chute. Así que estaba viviendo con un tipo mejor de lunática.
Se encaminó al porche. El camión de Echando una Mano estaba casi lleno. Pudo oír a los tipos que empezaban a bajar las escaleras con lo que fuera que estuvieran cargando. Abrió la puerta del todo y se apartó para no bloquearles el paso. Mientras esperaba que bajaran, miró el cerrojo que había instalado, aún brillante y nuevo, y pasó la mano por la madera lisa que había debajo hasta el antiguo pestillo.
Los de los portes estaban ya al pie de las escaleras y se detuvieron para recuperar aliento. Don oyó la voz de Sylvie y se acercó a la puerta y vio que les estaba hablando. Estaban apoyados en un enorme escritorio, que habían trasladado sin quitar los pesados cajones de roble, intentando ahorrarse algunos viajes.
—Quiero que sepan —estaba diciendo Sylvie— que mi marido y yo hemos decidido que dejen la cama del apartamento del rincón delantero. —Señaló, indicando la habitación que estaba directamente sobre el salón.
Mi marido y yo. A Don le ardió la sangre en las venas.
—Como usted diga —contestó el conductor—. Es un material bastante viejo.
—Debería usted tener ese aspecto cuando sea tan viejo —dijo Sylvie—. Y nos quedamos con la mesa grande de la cocina. Hay una cocacola encima, si la quiere antes de que el hielo se derrita. Y una hamburguesa y patatas fritas, pero puede que ya estén frías.
—Eh, gracias —dijo el ayudante.
—¿Oh, crees que es tu cocacola ahora? —dijo el conductor—. Venga, vamos.
Recogieron el escritorio. La puerta era grande, pero el mueble apenas cupo sin que se aplastaran las manos.
Cuando terminaron de pasar, Don se volvió a mirar hacia la entrada. Sylvie estaba en el primer peldaño de la escalera, apoyada contra la pared de nuevo, en una parodia de pose infantil. La miró con mala cara. Ella le hizo un guiño, sonrió, y luego se dio media vuelta y subió las escaleras.
Don tomó la decisión consciente de no enfadarse. Si dejaba que sus burlas le afectaran de nuevo, la cosa empeoraría y sus vidas serían un suplicio. Apoyó la cabeza contra el marco de la puerta y respiró profundamente un par de veces. Tras él, los tipos de Echando una Mano colocaban el escritorio dentro del camión. Observó la puerta y entonces advirtió qué era lo que le había molestado antes, cuando regresó tras la firma del contrato. La puerta estaba lisa.
Tendría que haber agujeros de tornillos donde había arrancado el pestillo para entrar en la casa cuando Cindy se la mostró a Jay y a él. Pero no había ni rastro de que hubiera habido un agujero en la madera. Miró con más atención. Los agujeros no habían sido recubiertos y pintados. El grano de la madera era liso, continuo, intacto. Como estaba arriba y abajo del cerrojo.
Recordó lo que las hermanas Extrañas habían dicho sobre la casa. Una casa fuerte. Y se hacía más fuerte, con el trabajo que él estaba haciendo.
Trató por un instante de dudar de su propia memoria, de insistirse en que la cerradura estaba en la puerta trasera, en que había abierto el agujero para el cerrojo justo donde estaban los otros agujeros. ¿No era posible?
No, no lo era. En su momento advirtió que los agujeros estaban demasiado separados para que el cerrojo los cubriera, y por eso había perforado un poco más abajo, aunque bien encima de la cerradura original. No, de algún modo esta puerta se había curado sola.
Se volvió a mirar a la cochera. Allí estaban Miz Evelyn y Miz Judea, de rodillas en el patio, arrancando dientes de león. Si repararon en él, no dieron muestras de ello.
Bueno, ¿qué se suponía que tenía que hacer ahora? ¿Salir corriendo a la calle, gritando? La casa era extraña o él estaba loco, y apostaba por la casa. Pero extraña o no, acababa de cerrar el trato y no podía echarse atrás. Y era posible que simplemente recordara mal las cosas. La mente podía jugarte malas pasadas, todo el mundo lo sabía. Recuerdas cosas de una manera, pero en realidad sucedieron de otra forma completamente diferente. Eso era todo. Sólo cosa de la memoria. Podía vivir con eso. Sólo se había asustado por las cosas locas que le habían dicho las hermanas Extrañas.
La camioneta del ayuntamiento se detuvo en la acera, y Don se acercó a recibir al tipo y conducirlo hasta la conexión de agua. Todo lo que necesitaba ahora era instalar el nuevo calentador y habría agua fría y caliente en la casa. Cisternas y duchas calientes sin tener que ir al McDonald’s o al apeadero de camiones. La vida no era tan mala.
Derribando, arrancando
No podía acusarla de seguirlo por toda la casa, pero eso le parecía. La mitad de los trabajos que se disponía a emprender, Sylvie estaba esperando cuando llegaba con las herramientas. Siempre le daban ganas de darse la vuelta y buscar otra cosa que hacer, pero no podía trabajar así, perdiéndose de vista cada vez que ella estaba cerca. Sin embargo, tampoco podía gritarle. Ella siempre parecía contenta de verlo. Debía haberse sentido sola aquí, escondida en una casa vacía tras las ventanas cubiertas. Tal vez cuando la novedad se agotara le dejaría en paz.
Conectaron el agua y era hora de abrir los grifos y comprobar obstrucciones y salideros. Con algunos elementos ni siquiera lo intentó: el inodoro resquebrajado nunca volvería a tener agua. Pero la bañera de arriba, donde la encontró a ella por primera vez, probablemente acabaría siendo la que utilizaran.
Se sorprendió al pensar: Tendremos que usar esta bañera. Resulta demasiado natural pensar en plural en vez de en singular. Y no había nada malo en ello: mientras Sylvie estuviera en la casa, iba a usar el mismo baño y el mismo lavabo y la misma taza que él. ¿Por qué no pensar entonces en plural?
Porque así era como pensaba de mi esposa y de mí, y de nuestra… mi hijita. Mi niña, mi casa, mi bañera. Estoy solo aquí, a pesar de la presencia de esta huésped no invitada. Tanto más solo porque ella está aquí, para hacerme pensar en «nosotros» y recordar lo vacía que es esa palabra, una palabra hueca, nada. Cómo se evapora y se lo lleva todo consigo.
Allí estaba ella, haciendo abdominales en el pasillo ante el cuarto de baño del piso de arriba cuando él subió a abrir el agua. Naturalmente se paró y se quedó en la puerta, y luego al pie de la bañera cuando él abrió el grifo del agua fría.
—Oh, bien, un baño —dijo.
—No hasta que tengamos un calentador de agua.
—¿Duchas frías, entonces?
—Lo que prefiera —dijo él. El grifo borboteó y se atascó. Escupió una masa marrón que le manchó todos los pantalones. Ella soltó un gritito y retrocedió.
—Es sólo agua y óxido —dijo él—. No se derretirá.
—¿Cómo sabe que no soy la Malvada Bruja del Oeste?
—Porque ella era verde.
—Igual que esa cosa. Qué asco.
Era un asco, como ella decía. Marrón oscuro, un color repulsivo. Don se dio la vuelta y abrió el grifo de agua fría del lavabo. Hizo su propio número de borbotear y atascarse, y luego expulsó una masa aún más desagradable que los salpicó a ambos.
—Oh, esto es toda una mejora, sí señor —dijo ella, mirándose la ropa.
—Nadie le pidió que estuviera aquí mientras yo trabajo.
Ella no dijo nada y él no la miró. El agua no se volvía más clara en el lavabo ni en la bañera. A Don no le gustaba el silencio. ¿Pero por qué debería dejar que le hiciera sentirse tan incómodo? Ella tenía que aprender a no molestar.
Sin embargo, en vez de marcharse, ella rompió su propio silencio.
—¿Seguro que no conectaron estas tuberías al revés?
—Está todo en las tuberías. Cuando corran un rato, se despejará.
—Parece que la casa tiene disentería.
—No use este retrete —respondió él—. Mire la grieta. No voy a hacer correr agua por aquí.
—¿Hay uno que pueda usar?
—Abajo, en el apartamento norte.
—¿El agua tendrá este aspecto?
—Hasta que las tuberías se despejen.
—Si lo hacen alguna vez.
—El calentador estará conectado mañana. Deje que se llene y se caliente, y entonces podremos bañarnos.
—Suena indecente.
Él la miró bruscamente. Ella estaba bromeando, probablemente, pero incluso así era repugnante tener a una mujer tan sucia y desaliñada intentando coquetear. Había un motivo por el que la gente se volvía vagabunda. En su caso, bien podía ser el mal gusto.
Don salió del cuarto de baño.
—¿Cuándo cierro el agua? —preguntó Sylvie.
—Cuando parezca que puede beberse.
—¡Nunca beberé esto!
Él ya estaba bajando las escaleras, así que no se molestó en contestar. No quería establecer el precedente de gritarse por toda la casa.
Podía imaginársela gritando «¡Don! ¡Oh, Do-o-on!» para que la oyera todo el barrio.
En la planta baja, abrió los grifos del cuarto de baño que pretendía usar. Éstos y la manguera exterior eran todo lo que necesitaba, así que no tenía sentido probarlos hasta que tuviera unos cuantos nuevos apliques conectados. El desagüe estaba atascado, así que trabajó un poco abriendo el sifón y vaciándolo en un cubo. Un auténtico hedor. Podía habérselo esperado. Un ratón se había quedado atrapado en el sifón y se había ahogado. Pero cuando quedó despejado y conectado de nuevo, el desagüe funcionó bien. Menos mal, porque con agua fría y sin jabón tenía que frotarse tres veces las manos para sentirlas limpias de nuevo. No echó el ratón muerto al cubo de basura del patio trasero: lo último que necesitaba era que ese olor se pegara a algo que: fuera a quedarse. En cambio, lo lanzó por encima del borde del barranco del patio de atrás. Voló diez metros hacia afuera y otros veinte metros hacia abajo, girando perezosamente mientras caía, hasta que se estampó a medio camino de la pared del barranco.
Al volver a la casa, supo que no podía retrasarlo más. Tenía que elegir qué parte renovar primero. Naturalmente, lo ideal sería hacer toda la casa de una vez. Todo el desbrozado, y luego derribar las paredes que no quería conservar, luego abrir el resto de las paredes para la instalación de cables y tuberías, líneas de teléfono, telefonillo, tal vez conexiones para ordenador si le parecía que el dinero llegaba para ese tipo de lujos. Era más fácil y más barato hacer todo el trabajo a la vez. Pero eso no le daría un sitio donde vivir mientras lo hacía; e igual de importante era el hecho de que necesitaba las pequeñas recompensas de tener finalizada esta habitación y aquella otra para seguir adelante.
No la planta baja. No podía hacer las escaleras de la cara norte, porque allí estaba el apartamento de Sylvie. Las escaleras de la cara sur, sin embargo, serían divertidas. Derribaría las paredes añadidas, y pasaría de ser dos dormitorios de mierda, un salón comedor y una cocina a ser dos dormitorios grandes. No lo serían, claro, porque eran demasiado grandes para ser prácticos y acabarían malgastando un montón de espacio. Así que abriría la pared entre ellos y metería un cuarto de baño y dos grandes armarios empotrados. Y en el dormitorio de atrás, que no tenía el bonito ventanal que tenía el de delante, abriría una escalera a una parte del desván, que convertiría en un altillo. En una casa como ésta, cada habitación debería tener individualidad. No, más que eso: debería tener distinción.
Armado con su palanqueta y una navaja, fue al piso de arriba y empezó a retirar la alfombra del suelo. Era dura y recia, pero había sido instalada hacía un montón de años, y bajo el acolchado había una masa de suciedad en descomposición. Debajo, los insectos muertos componían otra alfombra.
—¿Cómo se han metido ahí esos bichos?
Sylvie estaba en la puerta. Don dejó de trabajar en la alfombra.
—¿Qué necesita? —preguntó.
—Es sólo curiosidad. He estado caminando encima de esos bichos, y me preguntaba cómo han llegado allí.
Esto no era una clase de ciencia, sino un trabajo sudoroso y desagradable. Lo que lo hacía soportable era el trance de concentración en el que se sumergía mientras sus manos seguían trabajando. Ella lo había roto, ¿y por qué? ¿Y después de cuántas peticiones para que se mantuviera apartada de él?
—Trabajo solo —dijo Don.
Sylvie se encogió de hombros, como diciendo: ¿Quién, yo?
—No estoy intentando ayudarle.
—Exactamente a eso iba.
—Todo lo que he hecho es preguntar cómo han llegado ahí esos bichos.
—Los bichos se arrastran y se cuelan por todas partes. Ahora que se lo he dicho, déjeme trabajar.