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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (12 page)

Don sabía no responder directamente a un hombre enfadado.

—¿Está aquí Cindy Claybourne?

—¿Parece que esté aquí?

—Su coche está ahí aparcado.

—Va andando a casa.

Así era como conservaba su figura juvenil. Debía de ser también una buena agente inmobiliaria: todo el barrio estaba compuesto por casas muy bonitas en grandes solares con árboles y caminos serpenteantes. Don había construido varias de esas casas, en una vida anterior.

El hombre ya había sido todo lo servicial que pretendía.

—Ahora tengo trabajo que hacer, si no le…

—Cindy quería que nos viéramos aquí para poder ir juntos a la firma de un contrato a las nueve.

Don sabía que eran las palabras mágicas: firma, juntos. No importaba lo molesto que estuviera, un agente inmobiliario decente no iba a fastidiar la venta de una colega.

—Claro —dijo a regañadientes—. Pase y espere.

Cuando Don atravesó la puerta, el agente le tendió la mano.

—Ryan Bagatti. Mi mesa está al lado de la de Cindy.

A Don el comentario le pareció de colegio. Mi pupitre está al lado del de Cindy.

—Qué afortunado —dijo.

Bagatti puso los ojos en blanco.

—Ella debería haber llegado ya para no hacerlo esperar.

—Tal vez llego antes de lo previsto —dijo Don—. Usted también está aquí bastante temprano.

También se dio cuenta de que Bagatti al parecer no estaba sentado en su propia mesa, porque entonces nunca lo habría visto desde la puerta. Bagatti se detuvo ante la mesa, pero sólo el tiempo suficiente para salir del programa de ordenador y devolver la silla a su sitio. Luego condujo a Don hasta la mesa de Cindy, le ofreció su silla, y se sentó en la suya propia, sombrío tras su sonrisa profesional.

—¿Cree que a Cindy le importará si uso su teléfono? —preguntó Don.

—Cindy es muy complaciente, si sabe lo que quiero decir —respondió Bagatti.

Uno de ésos. El machito que coquetea con Cindy en su cara y a sus espaldas finge que tiene un lio con ella. Don jugueteó con la idea de entrar en la pelea («¿Es usted el compañero al que llama Pichacorta?»), pero decidió que eso le haría más mal que bien a Cindy.

—Sólo serán llamadas locales.

—Siéntase cómodo con Cindy —dijo Bagatti—. Como todo el mundo.

Este tipo necesita que alguien le parta la cara algún día, pensó Don. Pero no seré yo. Que sea un borracho al que le caigan seis meses por agresión, con la sentencia suspendida. Si yo empezara a pegarle a alguien, no creo que pudiera parar hasta conseguir un cargo sólido de asesinato.

Don buscó en su agenda de bolsillo el número de Mick Steuben en Industrias Echando una Mano. Como esperaba, Mick estaba ya trabajando.

—Tengo una casa para ti, Mick.

—¿Es usted, señor Lark?

—¿Quién si no?

—¿Cuántas ratas viven en el sofá?

—Hay cinco sofás. Era un edificio de apartamentos.

—Oh, estamos avanzando.

—No hay ratas, o si las hay son muy tranquilas y no molestan.

—Ojalá fueran mi familia.

—Voy a cerrar el trato esta mañana, así que no será mía hasta después de mediodía.

—Reuniré a una cuadrilla.

Echando una Mano no proporcionaba oficialmente un servicio de mudanzas. Supuestamente, había que dejar en la acera los muebles y cachivaches que se donaban. Pero Mick había comprendido que cuando alguien vaciaba una casa entera, no iba a pagar a una cuadrilla que lo traslasdara todo sólo para poder librarse de las cosas. Así que tenía un acuerdo bien conocido aunque no escrito con varios contratistas que trabajaban con casas antiguas, y reunía a algunos voluntarios para hacer el transporte, mientras el contratista le diera a sus trabajadores una buena propina. De esa forma el contratista se ahorraba el coste del porte, y Mick tenía un puñado de muebles y enseres que de otro modo habrían sido vendidos o tirados a la basura. Esto permitía colocarlos en el mercado de ayuda a los necesitados.

—Mick, serías peligroso si alguna vez te dedicaras a un negocio de dinero y poder.

—Por eso Dios me puso en este lugar. Nos vemos esta tarde, tío.

Don pulsó un botón para pasar a una nueva llamada y preguntar en el ayuntamiento si iban a darle la conexión de agua hoy. Todavía estaba a la espera cuando llegó Cindy. Colgó y se levantó para saludarla.

Ella tenía buen aspecto, y su sonrisa era deslumbrante. Pero Don la vio mirar a Bagatti, cómo su mandíbula se tensaba un poco bajo la sonrisa. Se preguntó cómo lo haría, si le besaría claramente para cabrear a Bagatti, o lo saludaría formalmente como a cualquier otro cliente porque no era asunto de Bagatti. No había ninguna necesidad de preguntarse nada. Cindy tenía clase, y Bagatti era un gusano. Saludó a Don con un frío apretón de manos.

—Lamento llegar tarde —dijo.

—Llegué muy temprano —respondió Don—, pero esperaba explotar el teléfono gratis.

—¿Haciendo otro negocio en Taiwan? —dijo ella. Abrió el cajón y sacó un clasificador.

—Ya sabes cómo es, intentar no liarte con todas las zonas horarias. Pero el señor Bagatti aquí presente dijo que no habría problemas en marcar directamente, que la compañía hace cualquier cosa por un cliente.

—Ja-ja —dijo Bagatti—. Sólo ha marcado siete números.

—Te veré luego, Ryan —dijo Cindy—. Por aquí, señor Lark.

Tras salir por la puerta, Don ya se pudo permitir reírse.

—No creí que supiera contar hasta siete.

—Es un neanderthal, pero vende casas a cierto tipo de clientes.

—Cuando llegué estaba sentado en otra mesa, usando el ordenador.

—Es un fisgón, pero todos lo sabemos, así que nadie deja nada confidencial a mano. Se cree un figura.

Casi habían llegado a sus coches. Don deslizó el brazo alrededor de su cintura, sintiéndose como un adolescente que se atreve a reafirmar una relación. Y como un adolescente, fue rechazado. Sintió que ella se retorcía un poquito.

—Lo siento —dijo, retirando el brazo. ¿Qué iba mal? ¿Lamentaba el beso de ayer? ¿O había advertido ya la muesca en la puerta de su coche?

—Cojamos mi coche —dijo ella.

Ésa era la intención de Don, pero ahora vaciló.

—Puedo seguirte, y de esa forma no tendrás que traerme de vuelta después de la firma.

Ella estaba abriendo ya la puerta del coche. Don se colocó entre ambos vehículos, de forma que podía subir al asiento de pasajeros o a su propio coche.

—Don, ¿estás tratando de evitarme?

¿Qué se suponía que tenía que leer él en aquella mirada? Si no acabara de rechazar su abrazo, Don supondría que lo miraba con dolor y ansia, con esa especie de expresión ensoñadora que recordaba del instituto, la expresión que las chicas tarde o temprano comprendían que no debían usar con los tíos a menos que realmente pretendieran algo, porque tenía el poder de hacerlos quedarse prendados, pero luego era muy difícil deshacerse ellos. Vamos, Cindy, ¿qué es? Pero en vez de discutirlo allí, Don decidió que lo mejor era la discreción y subió al coche.

Una vez dentro del Sable y con las puertas cerradas, Cindy se puso a hablar de la firma, de cómo el abogado había sido tan amable de hacerles un hueco antes de su horario normal de trabajo; Don se abstuvo de dar su opinión sobre los abogados y lo «amables» que eran, antes de decir:

—No importa el hueco que te hiciera, seguirá cobrando, ¿no?

Ella se echó a reír.

—Supongo que llevas razón.

Ya habían llegado a Market Street y se dirigían al centro. Era una calle de cuatro carriles sin arcén, pero para sorpresa de Don ella detuvo allí el coche e ignoró al vehículo que tenían detrás, que tocó el claxon y los adelantó, mientras soltaba maldiciones por la ventanilla abierta. Estaba demasiado ocupada inclinándose hacia adelante y besándolo de manera profunda y apasionada. Entonces, sin decir palabra, levantó el pie del freno y se internaron en el fluir del tráfico.

—Yo también me alegro de verte —dijo Don.

—Lamento que pareciera que te estaba parando los pies allí en el aparcamiento. Pero es que no puedo soportar la idea de que Bagatti… Ya sabes.

—Imagino que nunca te permitiría olvidarlo.

—Así, si estaba mirando, lo que vio fue a un cliente intentando propasarse y a la princesa de hielo rechazándolo. Lo siento.

—Bien.

¿Pero estaba bien? Podría haberse explicado entonces. Bagatti no se habría enterado. En cambio, esperó, le hizo sentirse mal en silencio hasta que decidió que era hora de soltarlo del anzuelo. E incluso entonces, el beso fue cosa de ella. Tal vez sólo quería ser quien decidiera cuándo sucedían las cosas entre ellos.

Pero claro, ¿qué mujer no quería decidir eso? La mayoría de ellas simplemente esperaban a que los papeles estuvieran firmados antes de tomar las riendas. Cindy era lo bastante sincera para tenerlas en las manos desde el principio.

—Anoche sólo pude pensar en ti —le estaba diciendo—. Te dije que no soy de esa clase de chicas, y es la verdad, pero eso no significa que no haya momentos en que desee ser esa clase de chicas.

Era difícil imaginar que Cindy pudiera haber dicho algo mejor calculado para hacer que un hombre divorciado pero célibe durante cuatro años sustituyera todo pensamiento consciente por pura calentura adolescente.

—No deberías decir esas cosas a un hombre a punto de ver a un abogado.

—Oh, ¿los despachos de los abogados no son buenos?

—Puro salitre.

Ella se echó a reír.

—Bueno, deberíamos mantener nuestra amistad en un terreno más elevado de todas formas —dijo ella—. Puesto que tú no eres esa clase de chico y yo no soy esa clase de chica.

Sabía exactamente lo que le había hecho. Y sin embargo Don no podía creer que lo estuviera manejando. Tal vez estaba siendo completamente sincera con él, diciendo exactamente lo que pensaba y sin preocuparse por las consecuencias. ¿Cómo podías saberlo, cuando tanto la sinceridad total como la manipulación cínica explicaban completamente las cosas que decía y hacía?

A pesar del cálido preludio, el cierre del contrato fue rápido y sin problemas. Por primera vez, Don advirtió que la mayor parte de las tonterías que consumían tiempo con las firmas las causaba el banco. Todo terminó antes de las nueve y media. La casa era suya. Tendría que haberse sentido bien, y así era, pero Don no tuvo oportunidad de saborearlo porque en lo único que pensaba era en Cindy.

Lo qué pegaba era llevarla a la casa y hablar de sus planes y que ella le hablara de su vida y de lo que se terciara hasta que fuera la hora de almorzar. ¿Cómo sería volver a visitar la escena de su primer beso del día anterior? Pero aquella muchacha sin techo estaba allí y no quería tener que explicarle a Cindy toda la situación. No es que no fuera a creerlo; lo que importaba era cómo lo juzgaría. Tal vez lo vería como un hombre compasivo, pero eso difícilmente era verdad, porque se moría de ganas de poner a la muchacha de patitas en la calle. Y también era probable que lo viera como un pusilánime, un indeciso. Cosa que probablemente era. Pero no quería que Cindy pensara así de él.

Así que regresaron al coche en silencio. El peor curso de acción posible, ¿pero cómo podía hablar hasta que se le ocurriera algo que decir? Además, ella tampoco hablaba. ¿Qué significaba eso?

Llegaron al coche y Cindy pulsó la llave que abría todas las puertas.

—Bueno, supongo que la parte inmobiliaria de nuestra relación ha terminado —dijo.

—Supongo —contestó Don. ¿Qué otra cosa podía decir? Y sin embargo sabía que tenía que decir algo, porque ella acababa de mencionar su relación y la había unido a la palabra «terminado» y sabía que le estaba pidiendo una confirmación… ¿Pero una confirmación de qué? No tenía ni idea de adonde quería ella que fueran las cosas. Ni de lo que quería él. Así que todo lo que dijo fue «supongo», y eso fue lo peor que podría haber dicho, porque parecía que estaba de acuerdo en que las cosas se habían terminado.

Ella ocupó su asiento. Él ocupó el suyo. Ella extendió la mano para coger el cinturón de seguridad. Si Don dejaba las cosas con un «supongo», entonces todo habría acabado entre ellos y sería culpa suya y de su estupidez. Sin embargo, una parte de él estaba ya cediendo, estaba diciendo: Bueno, fue bonito mientras duró, pero lo tuyo es estar solo, es mejor tener una vida sin complicaciones.

Algo en su interior podría pensar así, pero no era el hombre que quería ser. Así, mientras ella colocaba el cinturón en el enganche, él bajo la mano y tomó la suya y la subió hasta colocar de nuevo el cinturón en su sitio tras su hombro izquierdo. Eso lo hizo quedar cara a cara con ella, y la besó. Le soltó la mano y luego la abrazó, atrayéndola hacia sí, sujetándola contra él. Fue un beso convincente.

Cuando terminaron, no lo dejaron. Ella le besuqueó la mejilla, luego le susurró directamente al oído. Su respiración le hacía cosquillas.

—Así que estás diciendo que quieres estar conmigo aunque no tenga una casa que vender.

—Y tú quieres que yo esté contigo aunque no vayas a recibir ninguna comisión.

Ella le mordisqueó la oreja.

—¿No tienes miedo de que nuestra relación sea ya demasiado física?

—Pregúntamelo cuando no tengas tus labios en mi oreja.

—¿Piensas dejarme pronto?

—No quiero pensar a tan largo plazo. —La volvió a besar.

—¿Crees que podrás seguir haciendo eso mientras conduzco?

—La pregunta es, ¿podrás conducir mientras lo hago?

Se echaron a reír y rompieron el abrazo.

—Bienvenido al instituto —dijo Don.

—Es lo que parece, ¿verdad? ¿Eso me convierte en tu chica?

—¿Te gusto, Cindy? Sí, no, tacha uno.

—¿Pero qué me gusta de ti, Don? ¿La forma en que arrancas los candados de las casas? ¿O el aspecto que tienes cuando te agachas a comprobar los salideros?

—Es la manera ansiosa en que te miro.

—Como un cachorrillo hambriento.

—¿Quieres tomar café? ¿Desayunar? ¿Almorzar?

—Hombres. Siempre pensando en lo mismo.

—Comida.

—No cocino, Don.

—¿Entonces por qué estoy tan caliente?

No podía creer que hubiera dicho eso. ¿Había algún sitio al que esta relación pudiera ir sino a la cama? ¿Era eso lo que le impulsaba, su larga soledad sexual? No conocía a esta mujer. ¿Quería siquiera?

Finalmente la soltó y miró hacia adelante, enderezándose.

—Conduce —dijo.

—Sí, señor —respondió ella. Colocó el brazo en el reposacabezas de su asiento mientras se volvía a mirar marcha atrás. Cuando salieron del aparcamiento, se puso a conducir con la mano izquierda de modo que pudo juguetear con el pelo de su nuca con la derecha—. Conozco un sitio donde hacen un café magnífico.

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