Pero tampoco se mostró de acuerdo. Él tendría que volver a plantarle cara de nuevo por la mañana, si la mujer no lo mataba con un tablón de madera mientras dormía. Y si nunca despertaba, bueno, entonces la casa sería lo bastante grande para los dos.
Sin embargo, cuando salió del cuarto de baño, el hosco silencio de la mujer continuó enfureciéndolo hasta que tuvo que llamarla mientras recorría el pasillo.
—¡Si quiere vivir en una casa vieja en ruinas, haga como hice yo, empiece por una pequeña! ¡Búsquese una casa rodante abandonada en alguna parte!
Eso la provocó. Don había llegado a la mitad del pasillo, pero pudo oír perfectamente su voz aguda, a pesar del eco del cuarto de baño. ¿Todavía estaba dentro de la bañera?
—¿Sería feliz si encontrara una caja de cartón abandonada?
Don pensó en responder: ¿Y una vieja rueda de camión?, pero se lo pensó mejor. Estaba discutiendo con ella como un niño en el recreo del colegio. Como hermanos, esperando que papá y mamá llegaran a detenerlos. Eso los ponía al mismo nivel, y no estaban al mismo nivel. Él era el dueño de la propiedad, por el amor de Dios, y no por cuestión de herencia ni de pura suerte: se había ganado esta casa con el sudor de su frente.
De vuelta en el salón, se sentó en el camastro y empezó a quitarse de nuevo los zapatos, maldiciéndose por idiota. Esa estúpida muchacha no tenía que discutir con él, pues él mismo iba a obligarse a buscarle un sitio donde quedarse.
Ella lo llamó desde las escaleras.
—¿Es que ningún amigo le ha echado nunca una mano en la vida?
Eso le picó. Sabía cuánto le debía a los amigos que le habían empujado a empezar de nuevo su vida.
—¡Usted no es mi amiga!
—¿Cómo sabe quiénes son sus amigos, hasta que vea quién ayuda?
Don no tenía una respuesta contra eso. En cambio, lanzó un zapato contra la pared.
—¿Qué ha sido eso? —La voz de la muchacha era más débil. ¿Dónde estaba ahora? ¿En qué habitación dormía? Todas le parecían igualmente sucias y desastradas. Bien, dondequiera que durmiese, debería ir y hacerlo y dejarlo en paz. Tenía que cerrar un trato por la mañana. Pensar en eso le hizo preguntarse qué pensaría Cindy si supiera que había una mujer durmiendo en esta casa con él esta noche. Era una complicación que no necesitaba.
Lanzó el otro zapato contra la pared.
—¿Qué está haciendo ahí abajo? —exclamó ella.
—¡Lo que quiero! —gritó él a su vez—. ¡Es mi casa! ¡Ahora cierre el pico y váyase a dormir!
Se tumbó en el camastro y cerró los ojos. Era injusto echarle encima la carga de su pobreza. Para eso estaban los impuestos, ¿no? Para que los pobres trataran con una institución en vez de pedir ayuda personalmente. Y ni siquiera en la calle, como los otros mendigos. No, ella lo acosaba en su propia casa. En lo que debería haber sido un santuario.
Naturalmente, ella consideraba que era su propia casa, su propio santuario, y desde esa perspectiva el intruso aquí era él.
Una chaladura, todo. Besar a Cindy en el cuarto de baño de arriba ya era bastante locura por un día, ¿no? La cena con aquellas dos ancianas locas y sus advertencias sobre la casa. Y ahora esta pilluela callejera (bueno, tal vez era demasiado mayor para ser una pilluela), esta mujer sin techo, de todas formas, atreviéndose a preguntarle: ¿Puedo quedarme? ¿Puedo destruir su soledad y quitarle la intimidad y obligarle a tratar con otra persona todo el tiempo cuando lo que realmente quiere de la vida ahora mismo es estar solo? ¿Cómo podía ser tan maleducado como para sentirse mal por la petición?
—Vivo y trabajo solo —murmuró de nuevo, como una oración. Pero como todas sus oraciones en los últimos años, no la oyó nadie.
Acuerdo
Don se despertó temblando. Pensó en meterse dentro del saco de dormir para calentarse: lo liviano de la luz le dijo que todavía no había salido el sol, o al menos las brumas de la mañana no se habían disipado aún. Pero sabía que no se calentaría lo suficiente para dormir, y además, tenía que encontrar un cuarto de baño. Por no mencionar un cepillo de dientes y una ducha. Pensó en la oferta de Cindy de ayer. Una ducha, sin preguntas, sin compromisos. Por algún motivo recordó a Esaú enfadándose por el potaje de lentejas de su hermano Jacob. No quería estar atado a nadie.
Esto lo decía un hombre que había aceptado una invitación a cenar de las hermanas Extrañas anoche mismo.
Y pensar en anoche le recordó cómo había pasado media hora durante la madrugada. ¿Estaba ella todavía en la casa? Le echó un vistazo a sus cosas, alegre de haberlo puesto por costumbre todo en una habitación. No faltaba nada. Incluso la Espada Cantarina estaba donde la había dejado anoche.
También sus zapatos. Se levantó y rebuscó entre sus cosas hasta que encontró dónde habían caído después de arrojarlos contra la pared. En el proceso encontró su chaqueta de trabajo, que antes fue de cuero pero ahora tenía una textura y un rigidez que se aproximaban al granito. La lluvia y el sol no eran buenos para la vieja piel de vaca.
Estaba ya en la puerta antes de darse cuenta: Voy a cerrar un negocio. Cosa que normalmente habría sido suficiente para vestirlo de traje. Pero en este cierre habría una mujer a la que había besado ayer por la tarde, y tal vez las ropas de trabajo y una chaqueta comprada cuando Bruce Springsteen cantaba «Born in the U.S.A.» en todas las emisoras de radio no causarían buena impresión.
Pero claro, era al hombre de la ropa de trabajo a quien ella había besado.
Así es como empieza, se dijo. Empiezas tratando de adivinar cómo quiere que te vistas, y enseguida te la llevas a casa para que pueda decírtelo en persona cada mañana, pero nunca hasta después de que ya te hayas vestido, y en ese punto es cuando dice: «¿Vas a ponerte eso?». ¿De verdad que estoy preparado para esto?
Aún más, ¿estoy preparado para decir que no lo quiero nunca? A pesar de toda su pena, todo el dolor, toda la soledad, ¿no fue el tiempo que había pasado con su ex esposa mejor que el tiempo que llevaba solo? No todas las mujeres se llevaban a tu hija para morir en la carretera. Cindy era el tipo de mujer que tendría que haber buscado desde el primer momento. No era el matrimonio lo que le había fallado, ni era Don Lark quien le había fallado al matrimonio. Lo único que tenía que cambiar era la persona con la que se asociaba. ¿Y por qué no intentar impresionar a Cindy? ¿Por qué no intentar ser agradable para ella?
Encontró la bolsa del traje y la abrió. Su traje para acudir al juicio. No lo había necesitado desde hacía un par de años y aunque no necesitaba un lavado, desde luego le vendría bien una buena plancha. ¿Y qué usaría como camisa blanca? Había dejado de llevar sus camisas elegantes a la lavandería porque no tenía dónde guardarlas cuando las recogía Aunque las doblara, sufrían, metidas dentro de una bolsa.
Volvió a correr la cremallera de la bolsa del traje. Sacó en cambio una camisa limpia y un par de pantalones que no olían a nada y salió.
Se detuvo y echó el cerrojo, y luego se detuvo a pensar. Si cerraba la puerta con llave, ella podría marcharse por donde había entrado. Fuera cual fuese su ruta, probablemente no se llevaría por allí su caro equipo. Nadie la había invitado a estar allí de todas formas, ¿no?
Cuando ya llegaba a la camioneta, se lo pensó mejor. Ella ya estaba dentro cuando colocó los cerrojos, ¿no había dicho eso? Y que estuviera haciendo de ocupa en su casa no la hacía indigna de la decencia humana normal.
De vuelta al porche, abrió la puerta y, tras asomarse, gritó en dirección a las escaleras:
—¡Eh! ¡Usted! ¡Como se llame! Voy al McDonald’s a hacer pis y desayunar. Es hora de irnos.
Le daría algo de comer, y luego la dejaría en alguna parte e iría a la apeadero de camiones a darse una ducha.
Ella asomó en lo alto de las escaleras. Parecía aún más desamparada en lo que debió ser un traje primaveral de alguna época remota, pero ahora estaba ajado, gastado, triste. Como su pelo. Como su expresión cansada. Pero ya debía estar despierta, porque apareció con rapidez cuando la llamo.
—Vaya usted. Estoy bien.
—Mire, cuando eche la cerradura, no podrá salir a menos que sea por una ventana.
Ella parecía distraída.
—De verdad, estoy bien.
Don se preguntó si estaba en disposición de comprender lo que le decía. ¿Tenía un alijo de drogas en alguna parte? ¿Lo estaba exponiendo al riesgo de ser arrestado por tener ese tipo sustancias en su propiedad? No seas absurdo, se dijo. No son los sin techo los que trapichean y consumen.
Su propia vejiga llena le recordó un motivo excelente para que ella dejara la casa ahora mismo.
—¿Qué, hace pis en el fregadero o algo? No hay enganche de agua todavía, no funcionan las cisternas. ¿No se ha dado cuenta?
El rostro de ella se ensombreció. ¿Un sonrojo de ira? ¿O de vergüenza? Desapareció de la vista.
Don entró en la casa y llegó hasta el pie de las escaleras. No debería haberle hablado con tanta rudeza. ¿Le habría hablado así a Cindy?
—Mire, lo siento.
De la forma en que lo habían educado, no hablabas con las damas de cosas del cuarto de baño. ¿Cuándo había dejado de seguir esa norma?
—Cuando eres padre aprendes a hablar de funciones corporales.
Ella siguió sin responder, pero al menos tampoco oyó sus pasos alejándose.
—No pretendía avergonzarla.
Su voz sonó directamente sobre él.
—Por favor, vaya usted. Estaré bien.
Él subió hasta el tercer escalón, donde pudo mirar hacia arriba y verla asomaba a la barandilla.
—No puedo dejarla encerrada aquí. ¿Y si hubiera un incendio?
Ella se inclinó hacia adelante.
—Entonces deje la puerta sin cerrar. No voy a robar nada.
Había mencionado directamente uno de los temores de Don, así que bien podía contestarle con la misma franqueza.
—Todo lo que tengo en el mundo está aquí.
—Yo también.
—Pero usted no tiene nada.
Las palabras parecieron afectarla.
—Sí. Y excepto por todas sus cosas, lo mismo le pasa a usted.
Sus ojos se ensombrecieron de ira. Y entonces se apartó de la barandilla y desapareció. Un momento más tarde Don oyó sus pasos en las escaleras del desván. Rápidos ahora, claqueteando, no el avance sigiloso de anoche.
Lamentó haberla ofendido.
De nuevo cerró la puerta principal. Por costumbre, ya había sacado a llave, dispuesto a echar el cierre. No iba a confiar en que ella protegiera sus cosas, para eso estaba la llave. Así es como hacía las cosas.
Recordó sus propias palabras. Si había un incendio, y ella no podía salir, si moría, entonces cerrar con llave la puerta habría sido un asesinato. Igual que un asesinato, de todas formas, aunque no fuera un crimen premeditado. ¿Qué era lo peor que podía pasar si dejaba sin cerrar con llave la puerta? Ella podía llamar a algunos de sus colegas de la calle para que le ayudaran a robar todas sus cosas. No había nada aquí que no pudiera volver a comprar. Y si le robaba, tendría que marcharse, así que se libraría de ella. ¿Merecían la pela unos pocos miles de dólares para deshacerse de ella sin pelear? Probablemente no. ¿Merecía la pena seguir siendo el tipo de hombre que no expulsa a una mujer sin techo, que no la encierra en una vieja casa abandonada? Sí. Eso era motivo suficiente.
Se marchó con su camisa y sus pantalones. Camino de la camioneta notó movimiento por el rabillo del ojo y vio que Miz Judea recortaba el seto mientras lo miraba.
No, no estaba recortando el seto. Recortaba el aire.
¿Dónde estaba Miz Evelyn? Ah, allí estaba. Asomada entre las hojas del seto y los brazos de Miz Judea. Avergonzada de que la pillaran fisgando, al parecer, ya que desapareció de la vista. Pero Miz Judea no se avergonzó. Siguió mirándolo, fría como un témpano, recortando el aire.
¿Qué buscaban? Él no tenía ningún secreto que descubrir, nada que no supieran viéndolo entrar y salir de la casa, eso estaba claro. ¿O eran la tijeras podadoras una advertencia? ¡Sal de esa casa o iremos a por ti con los utensilios de jardinería!
Estoy rodeado de mujeres, pensó. Una arriba, dos (no, tres) en la casa de al lado, todas conspirando para arrebatarme mi intimidad, todas deseando que me marche y les deje esta casa. ¿Y adonde voy?
A ver a otra mujer que bien podría tener sus propios planes para acabar con su intimidad y sacarlo de esa casa. Pero al menos ella quería darle algo a cambio.
Subió a la camioneta y se dirigió al apeadero de camiones. No estaba tan hambriento y tenía que quitarse la suciedad y el sudor del día anterior. También necesitaba hacer la colada: habría estado bien tener una camisa limpia de verdad esta mañana. Pero no había tiempo para meterlo todo en la lavadora, enjuagarlo y secarlo antes de cerrar el acuerdo.
Sólo había un par de coches ante la agencia inmobiliaria. Don aparcó junto a uno de ellos antes de advertir que era el Sable de Cindy. Si creyera en presagios, supuso que ése tendría que ser bueno. Sin embargo, al bajar de la camioneta, la puerta se abrió demasiado y golpeó un poco la puerta del coche de Cindy, y cuando la cerró vio que un poco de la pintura del Sable se había quedado en el borde de la puerta de la furgoneta, y había una muesca en la puerta del coche de Cindy que no pudo quitar con el dedo. ¿Qué significaría eso… si creyera en presagios?
La agencia no estaba abierta, tan temprano era, pero había alguien dentro. Don llamó a la puerta. El empleado no levantó la cabeza. Don volvió a llamar. El agente alzó una muñeca, se señaló el reloj, y luego siguió con lo suyo. Si Cindy estaba dentro, Don no podía verla desde la puerta. Tal vez estuviera en el cuarto de baño. Don esperó un momento, reflexionando sobre lo importante que era entrar ahora. Tenía que hacer unas cuantas llamadas telefónicas antes de cerrar el trato, ¿y por qué tenía que ir calle abajo y gastar dinero en una cabina cuando podía estar sentado en el despacho de una agencia inmobiliaria que iba a cobrarle un buen dinero cuando les entregara el cheque por el negocio esta mañana? Con la palma de la mano, descargó sobre la puerta tres resonantes golpes.
Ahora el empleado levantó la cabeza, enfadado, vio que seguía siendo él, vio también que levantaba la mano para volver a llamar, y se puso en pie tan rápido que su silla chocó contra la mesa que tenía detrás. Se dirigió hacia la puerta, la cara enrojecida, y descorrió la cerradura y la abrió.
—¡No abrimos hasta las nueve!