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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (33 page)

Me marché de la casa con algo arañándome la cabeza. ¿Era algo que Aurelius había dicho? Sí. Un eco o una conexión había requerido de manera imprecisa mi atención, pero el resto del relato se lo había llevado por delante. No importaba. Ya volvería.

En el bosque hay un claro. A sus pies, el suelo desciende en picado y se llena de maleza antes de volver a nivelarse y cubrirse de árboles. Eso lo convierte en un inesperado mirador desde donde se puede contemplar la casa. Y en aquel claro me detuve cuando regresaba de casa de Aurelius.

La escena era desoladora. La casa, o lo que quedaba de ella, ofrecía un aspecto fantasmagórico. Una mancha gris contra un cielo gris. Las plantas superiores del ala izquierda ya habían desaparecido. La planta baja sobrevivía, con el marco de la puerta delimitado por su dintel de oscura piedra y la escalinata, pero la puerta propiamente dicha ya no estaba. No era un buen día para estar expuesta a los elementos y la imagen de la casa semidesmantelada me produjo un estremecimiento. Hasta los gatos de piedra la habían abandonado. Al igual que los ciervos, se habían marchado para resguardarse de la lluvia. El ala derecha del edificio seguía en su mayor parte intacta, pero a juzgar por la posición de la grúa, iba a ser la próxima en desaparecer. ¿Realmente se necesitaba toda esa maquinaria?, me sorprendí pensando. Pues tuve la impresión de que las paredes se estaban disolviendo con la lluvia; esas piedras todavía erguidas, pálidas y frágiles como el papel de arroz, parecían dispuestas a desvanecerse ante mis propios ojos si me quedaba el tiempo suficiente.

Llevaba la cámara fotográfica colgada del cuello. La desenterré del abrigo y me la acerqué a los ojos. ¿Era posible captar el aspecto evanescente de la casa a través de toda esa humedad? Lo dudaba, pero estaba dispuesta a intentarlo.

Estaba ajustando el objetivo cuando percibí movimiento en el borde del encuadre. No era mi fantasma. Los niños habían vuelto. Habían vislumbrado algo en la hierba y se estaban agachando con entusiasmo. ¿Qué era? ¿Un erizo? ¿Una culebra? Intrigada, moví el objetivo para ver mejor.

Uno de los niños metió la mano en la larga hierba y sacó algo. Era el casco amarillo de un obrero. Con una sonrisa radiante, se echó el sueste hacia atrás —ahora podía ver que se trataba del muchacho— y se llevó el casco a la cabeza. Se puso rígido como un soldado, el pecho echado hacia fuera, la cabeza erguida, los brazos a los lados y el rostro tenso, concentrado en evitar que el casco, demasiado grande, se le resbalara. En cuanto dio con la postura se produjo un pequeño milagro. Un rayo de sol se filtró por un claro abierto en una nube y se posó sobre el niño, iluminándolo en su momento de gloria. Apreté el disparador e hice la foto. El niño del casco, un letrero amarillo de «No pasar» sobre el hombro izquierdo y a la derecha, en segundo plano, una lúgubre mancha gris, la casa.

El sol se ocultó de nuevo y bajé la vista para correr la película y guardar la cámara. Cuando volví a mirar, los niños estaban en el camino. Cogidos de la mano, la derecha de ella en la izquierda de él, se dirigían hacia la verja de la casa del guarda dando vueltas, iguales en ritmo, iguales en gravitación, cada uno el contrapeso perfecto del otro. Con la cola de sus impermeables ondeando y los pies rozando apenas el suelo, parecían estar a punto de elevarse y echar a volar.

«Jane Eyre» y el horno

C
uando regresé a Yorkshire nadie me pidió explicaciones por mi destierro. Judith me recibió con una sonrisa forzada. La luz cenicienta del día había trepado por su piel, formando sombras debajo de los ojos. Descorrió unos centímetros más las cortinas de la ventana de mi sala de estar, pero no salimos de la penumbra.

—Maldito tiempo —exclamó; sentí que ella ya no podía más.

Aunque duró solo unos días, pareció una eternidad. Casi siempre parecía de noche, y nunca completamente de día; el efecto oscurecedor del cielo plomizo nos hacía perder la noción del tiempo. La señorita Winter llegó tarde a una de nuestras reuniones matutinas. También ella estaba pálida. Yo no sabía si eran indicios de un dolor reciente u otra cosa lo que proyectaba oscuras sombras en sus ojos.

—Le propongo un horario más flexible para nuestros encuentros —dijo una vez instalada en su círculo de luz.

—Bien.

Yo estaba al corriente de sus noches desapacibles por mi entrevista con el médico, percibía si la medicación que tomaba para controlar el dolor estaba perdiendo fuerza o no había alcanzado aún su punto máximo de efectividad. Así pues, acordamos que en lugar de personarme cada mañana a las nueve, esperaría a que me llamaran a la puerta.

Al principio quiso verme entre las nueve y las diez; luego empezó a retrasarse. Cuando el doctor le modificó la dosis, a la señorita Winter le dio por citarme temprano, pero nuestras reuniones eran más breves. Después adquirimos la costumbre de reunimos dos o tres veces al día a cualquier hora. Unas veces me llamaba cuando se encontraba bien y hablaba largo y tendido, prestando atención a los detalles. Otras veces me llamaba cuando tenía dolores. En esas ocasiones no buscaba tanto la compañía como el poder anestésico de la narración.

El fin de mis reuniones de las nueve fue otra ancla que hasta entonces me situaba en el tiempo que desapareció. Escuchaba la historia de la señorita Winter, la escribía, cuando dormía soñaba con la historia y cuando estaba despierta era la historia la que formaba el constante telón de fondo de mis pensamientos. Sentí estar viviendo dentro de un libro. Ni siquiera necesitaba salir de él para comer, pues podía sentarme a la mesa y leer mi transcripción mientras picaba de los platos que Judith me llevaba a la habitación. Las gachas señalaban que era por la mañana. La sopa y la ensalada significaba mediodía. El filete y la tarta de riñones representaban la noche. Recuerdo haber cavilado durante un largo rato sobre un plato de huevos revueltos. ¿Qué hora sería? Podía ser cualquier hora. Di unos bocados y lo aparté.

En ese largo e indiferenciado período hubo algunos incidentes que llamaron mi atención. Los anoté en su momento, separadamente de la historia, y ahora merece la pena recordarlos.

He aquí uno de ellos.

Me hallaba en la biblioteca. Estaba buscando
Jane Eyre
y encontré casi un estante entero de ejemplares. Era la colección de una fanática: había ejemplares modernos y baratos que no tendrían ningún valor en una librería de viejo; ediciones que salían al mercado tan raramente que era difícil ponerles un precio, y ejemplares que encajaban en todas las categorías comprendidas entre esos dos extremos. El volumen que yo estaba buscando era una edición corriente —aunque peculiar— de finales de siglo. Mientras curioseaba, Judith entró con la señorita Winter y colocó la silla junto al fuego.

Cuando Judith se hubo marchado, la señorita Winter preguntó:

—¿Qué está buscando?


Jane Eyre
.

—¿Le gusta
Jane Eyre
?

—Mucho. ¿Y a usted?

—Sí.

Tembló por un escalofrío.

—¿Quiere que avive el fuego?

La señorita Winter bajó los párpados, como si le hubiese asaltado una oleada de dolor.

—Supongo que sí.

Cuando el fuego volvió a arder con fuerza, dijo:

—¿Tiene un momento, Margaret? Tome asiento.

Y tras un minuto de silencio, dijo:

—Imagine una cinta transportadora, una enorme cinta transportadora y al final de la misma un gigantesco horno. En la cinta transportadora hay libros. Todos los ejemplares del mundo de todos los libros que usted ama. Colocados en fila.
Jane Eyre
.
Villette
.
La dama de blanco.


Middlemarch
—contribuí.

—Gracias.
Middlemarch
. E imagine una palanca con dos letreros: ENCENDIDO y APAGADO. En este preciso instante la palanca está en la posición de apagado. Al lado hay un individuo con una mano sobre la palanca, a punto de ponerla en marcha y usted puede detenerlo. Tiene una pistola en la mano. No tiene más que apretar el gatillo. ¿Qué hace?

—Eso es absurdo.

—El individuo gira la palanca. La cinta transportadora se pone en marcha.

—Pero eso es demasiado extremo; estamos hablando de un caso hipotético.

—El primero en caer es
Shirley
.

—No me gusta esa clase de juegos.

—Ahora es
George Sand
quien empieza a arder.

Suspiré y cerré los ojos.

—Por ahí viene
Cumbres borrascosas
. ¿Va a dejar que arda?

No pude evitarlo. Vi los libros, vi su inexorable avance hacia la boca del horno y me estremecí.

—Como quiera. Ahí va. ¿También
Jane Eyre
?

Jane Eyre
. De repente sentí la boca seca.

—Solo tiene que disparar. No la delataré. Nadie lo sabrá jamás. —Esperó—. Los ejemplares de
Jane Eyre
han empezado a caer. Solo unos pocos. Hay muchos más. Aún dispone de tiempo para tomar una decisión.

Me froté nerviosamente el pulgar contra el borde áspero de la uña del dedo corazón.

—Están empezando a caer más y más deprisa.

La señorita Winter no apartaba la mirada de mí.

—La mitad ha sido engullida ya por las llamas. Piense, Margaret. Muy pronto
Jane Eyre
habrá desaparecido para siempre. Piense.

La señorita Winter parpadeó.

—Dos tercios. Solo una persona, Margaret. Solo una persona diminuta e insignificante.

Parpadeé.

—Todavía dispone de tiempo, aunque poco. Recuerde que esa persona insignificante está quemando libros. ¿Realmente merece vivir?

Parpadeo. Parpadeo.

—Es su última oportunidad.

Parpadeo. Parpadeo. Parpadeo.

Adiós a
Jane Eyre
.

—¡Margaret! —exclamó la señorita Winter con el rostro crispado de indignación y golpeando el brazo de la silla con la mano izquierda. Hasta la mano derecha, impedida como estaba, le tembló en el regazo.

Más tarde, cuando transcribí lo sucedido, pensé que era la expresión más espontánea de un sentimiento que había visto en la señorita Winter. Un sentimiento demasiado intenso para invertirlo en un simple juego.

¿Y mis sentimientos? Vergüenza, pues había mentido. Naturalmente que amaba los libros más que a las personas. Naturalmente que
Jane Eyre
tenía para mí más valor que el desconocido que ponía en marcha la palanca. Naturalmente que toda la obra de Shakespeare valía más que una vida humana. Naturalmente. Pero, a diferencia de la señorita Winter, me avergonzaba reconocerlo.

Cuando me disponía a salir de la biblioteca regresé al estante de
Jane Eyre
y cogí el ejemplar que se ajustaba a mis criterios en cuanto a antigüedad, clase de papel y de letra. Una vez en mi habitación, pasé las páginas hasta dar con el fragmento:

«... desconociendo al principio sus intenciones; no obstante, cuando le vi alzar el libro y colocarse en posición de lanzarlo, me aparté instintivamente con un grito de alarma, mas no lo bastante deprisa; el volumen voló por los aires, me golpeó y caí, dando con mi cabeza en la puerta y haciéndome una brecha».

El libro estaba intacto. No le faltaba ninguna página. No era el ejemplar del que habían arrancado la hoja de Aurelius. Pero, en cualquier caso, ¿por qué iba a serlo? De haber pertenecido a Angelfield, la página habría ardido con el resto de la casa.

Permanecí un rato ociosa, pensando únicamente en
Jane Eyre
, en una biblioteca y un horno y una casa en llamas, pero por mucho que combinaba una y otra vez los elementos, no conseguía ver la relación.

El otro detalle que recuerdo de esos días fue el incidente de la fotografía. Un paquete pequeño apareció una mañana en mi bandeja del desayuno, dirigido a mi nombre con la letra apretada de mi padre. Eran las fotografías de Angelfield; le había enviado el carrete y papá lo había mandado revelar. Había algunas fotos claras de mi primer día: zarzas creciendo entre los escombros de la biblioteca, hiedra serpenteando por la escalera de piedra. Me detuve en la foto del dormitorio donde me había encontrado cara a cara con mi fantasma; sobre la vieja chimenea solo se veía el resplandor de un flash. Así y todo, la separé de las demás fotos y la guardé en mi libreta.

Las demás fotografías correspondían a mi segunda visita, el día en que el tiempo había sido tan desfavorable. La mayoría no eran más que confusas composiciones de nebulosidad. Recordaba tonos grises recubiertos de plata, una neblina deslizándose como un velo de gasa, mi aliento en la frontera entre el aire y el agua. Pero mi cámara no había captado nada de eso; tampoco era posible distinguir si las manchas oscuras que interrumpían el gris eran una piedra, un muro, un árbol o un bosque. Después de pasar media docena de fotos más, desistí. Las guardé en el bolsillo de la rebeca y bajé a la biblioteca.

Llevábamos aproximadamente media entrevista cuando reparé en el silencio. Estaba soñando, absorta, como siempre, en la infancia gemela de la señorita Winter. Reproduje la pista sonora de su voz, creí recordar un cambio de tono, que se había dirigido a mí, pero no conseguía recordar las palabras.

—¿Qué? —dije.

—Su bolsillo —repitió—. Tiene algo en el bolsillo.

—Oh... Son fotografías... —Con un pie todavía en el limbo, a caballo entre su historia y mi vida, seguí farfullando—: De Angelfield.

Cuando salí de mi ensimismamiento las fotos ya estaban en sus manos.

Al principio las miró una a una detenidamente, forzando la vista a través de las gafas para intentar reconocer algo en las borrosas siluetas. Tras comprobar que las imágenes indescifrables se sucedían, dejó escapar un pequeño suspiro a lo Vida Winter, un suspiro que insinuaba que sus bajas expectativas se habían cumplido, y tensó la boca en una línea de desaprobación. Con la mano buena empezó a pasar las fotos por encima y para demostrar que había perdido toda esperanza de encontrar algo interesante, las iba arrojando sobre la mesa sin dedicarles apenas una ojeada.

El ritmo regular de las fotos aterrizando en la mesa me tenía hipnotizada. Formaban una pila desordenada, desplomándose unas sobre otras y resbalando por las escurridizas superficies de sus compañeras con un sonido que parecía decir «para nada, para nada, para nada».

Entonces el ritmo se detuvo. La señorita Winter estaba totalmente rígida sosteniendo una foto en alto y estudiándola con el entrecejo fruncido. «Ha visto un fantasma», pensé. Al rato, fingiendo no ser consciente de mi mirada, colocó la foto detrás de la docena aún pendiente, y siguió pasando y arrojando fotos como antes. Cuando la foto que había llamado su atención reapareció, la añadió al montón sin detenerse apenas a mirarla.

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