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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (15 page)

BOOK: El cuento número trece
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Al doctor Maudsley le apasionaban los desafíos a su inteligencia. Cada enfermedad era un enigma para él y no podía descansar hasta resolverlo. Los pacientes terminaban acostumbrándose a que apareciera en sus casas a primera hora de la mañana, después de haberse pasado la noche dando vueltas a sus síntomas, para hacerles una pregunta más; y una vez que acertaba con el diagnóstico, tenía que determinar el tratamiento. Por supuesto, consultaba todos los libros, y conocía a fondo todos los tratamientos comunes, pero su peculiar inteligencia le hacía volver una y otra vez sobre algo tan sencillo como un dolor de garganta desde un ángulo diferente, tratando de encontrar el pedacito de información que le permitiría no solo curar el dolor de garganta, sino comprender el fenómeno de ese dolor desde una perspectiva completamente nueva. Enérgico, inteligente y afable, era un medico excelente y mejor hombre que la media, pero, como todos los hombres, tenía su punto flaco.

La delegación de los hombres del pueblo estaba constituida por el padre del bebé, el abuelo del bebé y el tabernero, un hombre de aspecto cansado al que no le gustaba quedar excluido de ningún asunto. El doctor Maudsley saludó al trío y escuchó atentamente mientras dos de sus integrantes contaban una vez más su relato. Empezaron por el problema de las verjas que quedaban abiertas, siguieron con el controvertido tema de las ollas desaparecidas y después de unos minutos llegaron al climax de la narración: el rapto del niño en el cochecito.

—Se comportan como salvajes —dijo finalmente el Fred Jameson más joven.

—Nadie las controla —añadió el Fred Jameson mayor.

—¿Y qué opina usted? —preguntó el doctor Maudsley al tercer hombre. Wilfred Bonner, algo apartado, aún no había abierto la boca.

El señor Bonner se quitó la gorra e hizo una inspiración lenta y sibilante.

—Bueno, yo no soy médico, pero a mí me parece que esas niñas no están bien. —Acompañó sus palabras con una mirada de lo más elocuente. Luego, por si alguien no había captado su mensaje, propinó a su calva cabeza uno, dos y hasta tres golpecitos.

Los tres hombres se miraron los zapatos con gravedad.

—Déjenlo en mis manos —dijo el médico—. Hablaré con la familia.

Y los hombres se marcharon. Ellos habían puesto su granito de arena. Ahora le tocaba al médico, el sabio del pueblo.

Aunque había dicho que hablaría con la familia, el médico en realidad habló con su esposa.

—Dudo de que lo hicieran con mala intención —dijo ella cuando él terminó de relatarle el suceso—. Ya sabes cómo son las niñas. Es mucho más divertido jugar con un bebé que con una muñeca. No le habrían hecho daño. Así y todo, hay que decirles que no vuelvan a hacerlo. Pobre Mary. —Levantó la vista de su costura y volvió el rostro hacia su marido.

La señora Maudsley era una mujer sumamente atractiva. Sus ojos grandes y castaños, con unas pestañas largas que se rizaban coquetas; recogía hacia atrás su cabello, moreno y sin un solo mechón gris en un estilo tan sencillo que solo una auténtica belleza podía lucirlo sin parecer anodina. Cuando se movía, su figura adquiría una elegancia armónica y femenina.

El doctor sabía que su esposa era bonita, pero llevaban demasiado tiempo casados para reparar en su belleza.

—En el pueblo creen que las niñas son retrasadas.

—¡Imposible!

—Por lo menos eso es lo que opina Wilfred Bonner.

La señora Maudsley negó con la cabeza con estupefacción.

—Les tiene miedo porque son gemelas. Pobre Wilfred. Es la ignorancia de las personas mayores. Por fortuna, la siguiente generación es más abierta.

El médico era un hombre de ciencias. Aunque sabía que estadísticamente resultaba improbable que existiera una anormalidad mental en las gemelas, no quería descartar esa posibilidad hasta haberlas examinado. Con todo, no le sorprendía que su esposa, cuya religión le prohibía pensar mal de las personas, diera por hecho que el rumor era un chisme infundado.

—Estoy seguro de que tienes razón —murmuró con una vaguedad que indicaba que estaba seguro de que no era así.

El médico había dejado de intentar que su esposa creyera exclusivamente aquello que era verdad; ella había sido educada en una religión que no permitía aceptar distinciones entre lo que era verdad y lo que era bueno.

—Entonces, ¿qué piensas hacer? —preguntó la señora Maudsley.

—Iré a ver a la familia. Charles Angelfield es algo ermitaño, pero tendrá que verme si me persono en la casa.

La señora Maudsley asintió con la cabeza, que era su manera de disentir de su marido, aunque él no lo sabía.

—¿Y la madre? ¿Qué sabes de ella?

—Muy poco.

El médico siguió cavilando en silencio, la señora Maudsley siguió cosiendo, y transcurrido un cuarto de hora el médico dijo:

—Quizá deberías ir tú, Theodora. Seguramente la madre esté más dispuesta a ver a una mujer que a un hombre. ¿Qué dices?

Así pues, tres días más tarde la señora Maudsley llegó a la casa y llamó a la puerta principal. Sorprendida de que nadie le abriera, frunció el entrecejo —después de todo, había enviado una nota para anunciar su visita— y rodeó la casa. La puerta de la cocina estaba entornada, de modo que dio un suave empujón y entró. No había nadie. La señora Maudsley miró a su alrededor. Tres manzanas sobre la mesa, marrones y arrugadas y a punto de pudrirse por el contacto, un paño de cocina negro junto a un fregadero con varias pilas de platos sucios y una ventana tan roñosa que desde dentro apenas podías distinguir sí era de día o de noche. Su nariz blanca y refinada olisqueó el aire y supo cuanto necesitaba saber. Apretó los labios, enderezó los hombros, asió con firmeza el asa de concha de su bolso y emprendió su cruzada. Fue de estancia en estancia buscando a Isabelle, absorbiendo por el camino el olor de la mugre, el desorden y la dejadez que acechaba por todas partes.

El ama se cansaba fácilmente, las escaleras se le hacían pesadas y estaba perdiendo vista; solía creer que había limpiado cosas que no había limpiado, o quería limpiarlas y se olvidaba, y la verdad, sabía que a nadie le importaba, de modo que concentraba sus esfuerzos en alimentar a las niñas, que tenían suerte de que el ama todavía pudiera ocuparse de preparar las comidas. Por tanto, la casa estaba sucia y tenía polvo; cuando alguien torcía un cuadro, torcido se pasaba una década, y el día que Charlie no pudo encontrar la papelera de su estudio simplemente arrojó el papel al suelo hacia el lugar donde había estado hasta entonces la papelera, y al poco tiempo se le ocurrió que era menos engorroso vaciar la papelera una vez al año que una vez a la semana. A la señora Maudsley le disgustó sobremanera aquel panorama. Frunció el entrecejo ante las cortinas medio corridas, suspiró ante la plata deslustrada y meneó la cabeza con asombro ante las ollas de la escalera y las partituras desparramadas por el suelo del vestíbulo. En el salón se agachó automáticamente para recuperar un naipe, el tres de espadas, que descansaba caído o desechado en el suelo, pero era tal el desorden que cuando miró a su alrededor buscando el resto de la baraja se sintió perdida. Al volver su impotente mirada al naipe, reparó en el polvo que lo cubría y, como era una mujer maniática con guantes blancos, la abrumó el deseo de dejarlo en algún lado. Pero ¿dónde? Durante unos segundos quedó paralizada por la angustia, dividida entre el deseo de poner fin al contacto entre su inmaculado guante y el naipe polvoriento y algo pegajoso, y su renuencia a dejar la carta en un lugar que no fuera el correcto. Finalmente, con un visible estremecimiento de los hombros, lo colocó sobre el brazo de una butaca de piel y salió aliviada de la estancia.

La biblioteca ofrecía mejor aspecto. Tenía polvo, por supuesto, y la alfombra estaba raída, pero los libros estaban en su sitio, y eso ya era algo. Pero incluso en la biblioteca, justo cuando estaba preparándose para creer que aún quedaba cierto sentido del orden enterrado en esta familia roñosa y caótica, tropezó con una cama improvisada, empotrada en un rincón oscuro entre dos estanterías, tan solo era una manta invadida por las pulgas y una almohada mugrienta, de manera que al principio pensó que era la cama de un gato. Entonces miró de nuevo y vislumbró la esquina de un libro asomando por debajo de la almohada. Tiró de él, era
Jane Eyre
.

De la biblioteca pasó a la sala de música, donde encontró el mismo desorden que había visto en las demás estancias. El mobiliario tenía una distribución extraña, ideal para jugar al escondite. Había un diván vuelto hacia la pared y una silla semioculta detrás de un arcón que había sido arrastrado de su lugar debajo de la ventana —detrás del arcón había un trozo de moqueta donde el polvo era menos denso y el color verde se filtraba con mayor claridad—. Sobre el piano descansaba un jarrón con unos tallos renegridos y quebradizos, rodeado en la base por un círculo uniforme de pétalos apergaminados que semejaban cenizas. La señora Maudsley alargó una mano y levantó uno; el pétalo se desmenuzó, dejando una desagradable mancha gris amarillenta entre sus blancos dedos enguantados.

La señora Maudsley pareció hundirse en el banco del piano.

La esposa del médico no era una mala mujer, pero estaba tan convencida de su propia importancia que creía que Dios observaba todo lo que hacía y escuchaba todo lo que decía, de manera que estaba demasiado ocupada tratando de erradicar el orgullo que tenía inclinación a sentir por su santidad para reparar en sus otros defectos. Ella era una hacedora de buenas obras, así que todo el daño que pudiera hacer lo hacía sin darse cuenta.

¿Qué pasó por su cabeza mientras permanecía sentada en el banco del piano con la mirada perdida? Esa gente no era capaz ni de poner agua a sus jarrones. ¡Con razón sus niñas se portaban mal! El alcance del problema parecía habérsele revelado a través de las flores muertas, y de una forma distraída, ausente, se quitó los guantes y extendió sus dedos sobre las teclas grises y negras del piano.

El sonido que retumbó en la estancia fue el ruido más áspero y menos musical imaginable. En parte, eso se debía a que el piano llevaba muchos años sumido en el abandono, sin nadie que lo tocara o afinara, y en parte a que a la vibración de las cuerdas del instrumento se había sumado casi instantáneamente otro sonido asimismo disonante: una especie de bufido furioso, un chillido desaforado e irritarlo como el maullido de un gato al que le han pisado la cola.

La señora Maudsley salió bruscamente de su ensimismamiento. Al oír el aullido, contempló el piano con incredulidad y se levantó con las manos en las mejillas. En medio de su desconcierto apenas tuvo un instante para darse cuenta de que no estaba sola.

Pues allí, emergiendo del diván, había una figura delgada vestida de blanco...

Pobre señora Maudsley.

No tuvo tiempo de advertir que la figura vestida de blanco estaba empuñando un violín y que este caía con gran fuerza y rapidez sobre su cabeza. Antes de que pudiera asimilar aquella escena, el violín chocó contra su cráneo, la envolvió la oscuridad y se desplomó en el suelo inconsciente.

Con los brazos extendidos de cualquier manera y el impecable pañuelo blanco todavía remetido en la correa del reloj, parecía que no quedaba una sola gota de vida en ella. Las pequeñas bocanadas de polvo que había despedido la alfombra cuando la señora Maudsley se derrumbó regresaron suavemente a su lugar.

Allí yació una buena media hora, hasta que al ama, a su regreso de la granja donde había estado recogiendo huevos, se le ocurrió asomar la cabeza por la puerta y vio una silueta oscura donde antes no había ninguna.

La figura de blanco se había esfumado.

Mientras transcribía de memoria, la voz de la señorita Winter pareció llenar mi habitación con el mismo grado de realismo con que había llenado la biblioteca. Esa mujer tenía una forma de hablar que quedaba grabada en mi memoria y resultaba tan fidedigna como una grabación fonográfica. Pero al llegar a este punto, después de decir «La figura de blanco se había esfumado», se había detenido, así que yo también me detuve, dejé el lápiz flotando sobre la hoja y medité sobre lo que había sucedido después.

Había estado concentrada en el relato y, por tanto, tardé unos instantes en trasladar mis ojos del cuerpo tendido de la esposa del médico a la narradora. Cuando lo hice, me sentí consternada. La palidez habitual de la señorita Winter había adquirido un tono gris amarillento y el cuerpo, aunque siempre rígido, parecía en ese momento estar preparándose para una agresión invisible. El contorno de la boca le temblaba tanto que supuse que estaba a punto de perder la batalla por mantener los labios en una línea firme y que una mueca de dolor contenida se disponía a declararse vencedora.

Me levanté de la butaca alarmada, pero no tenía ni idea de qué debía hacer.

—Señorita Winter —exclamé impotente—, ¿qué le pasa?

—Mi lobo —creí oírle decir, pero el esfuerzo de hablar bastó para hacer que sus labios empezaran a tiritar.

Cerró los ojos, parecía luchar por regular la respiración. Justo cuando me disponía a echar a correr en busca de Judith, la señorita Winter recuperó el control. La agitación de su pecho amainó, los temblores de su cara cesaron y, aunque todavía estaba blanca como la muerte, abrió los ojos y me miró.

—Mejor... —dijo débilmente.

Despacio, regresé a mi butaca.

—Creo que dijo algo sobre un lobo —comencé.

—Sí. La bestia negra que me roe los huesos cada vez que se le presenta la oportunidad. Pasa la mayor parte del tiempo merodeando por los rincones y detrás de las puertas porque tiene miedo de ellas —dijo señalando las pastillas blancas que había en la mesa, a su lado—, pero no son eternas. Se acercan las doce y están perdiendo su efecto. El lobo me está olisqueando el cuello. A las doce y media estará clavándolos dientes y las garras; hasta la una, que es cuando podré tomarme la pastilla y tendrá que regresar a su rincón. Vivimos pendientes del reloj, él y yo. Día a día se adelanta cinco minutos, pero no puedo tomar mis pastillas cinco minutos antes. Eso nunca cambia.

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