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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (6 page)

—Buenas noches —dije—. Soy Margaret Lea.

—La biógrafa. La estábamos esperando.

¿Qué es lo que permite a los seres humanos ver más allá del fingimiento del otro? Porque en ese momento advertí con claridad que la mujer estaba nerviosa. Quizá las emociones tengan olor o sabor, quizá las transmitamos, sin saberlo, mediante vibraciones en el aire. Fuera como fuese, supe también que lo que la inquietaba no era un aspecto concreto de mí, sino simplemente el hecho de que había ido y era una extraña para ella.

Me invitó a pasar y cerró la puerta. La llave giró dentro de la cerradura sin hacer ruido y tampoco se oyó el más mínimo chirrido cuando los cerrojos perfectamente engrasados volvieron a su sitio.

De pie en medio del vestíbulo, con el abrigo todavía puesto, experimenté por primera vez la profunda singularidad de ese lugar. La casa de la señorita Winter era completamente silenciosa.

La mujer me dijo que se llamaba Judith y que era el ama de llaves. Me preguntó por mi viaje y me informó de los horarios de las comidas y los mejores momentos para poder contar con agua caliente. Su boca se abría y se cerraba; en cuanto las palabras abandonaban sus labios eran sofocadas por el manto de silencio que caía sobre ellas. Ese mismo silencio engullía nuestras pisadas y amortiguaba el abrir y cerrar de las puertas mientras el ama de llaves me mostraba, uno tras otro, el comedor, el salón y la sala de música.

No había nada mágico detrás de ese silencio, pues se debía simplemente al mullido mobiliario de la casa: orondos sofás aparecían cubiertos de almohadones de terciopelo; había sillones, divanes y escabeles tapizados; había tapices colgando de las paredes y utilizados como echarpes sobre muebles forrados. Cada centímetro cuadrado de suelo estaba enmoquetado, y cada centímetro cuadrado de moqueta estaba alfombrado. El damasco que cubría las ventanas también envolvía las paredes. Del mismo modo que el papel secante absorbe la tinta, también toda esa lana y ese terciopelo absorbían el ruido, pero si el papel secante solo embebe el exceso de tinta, los tejidos de la casa parecían succionar hasta la mismísima esencia de las palabras.

Seguí al ama de llaves. Doblamos tanto a izquierda y derecha, a derecha e izquierda, subimos y bajamos tantas escaleras, que me desorienté por completo. Enseguida dejé de entender la relación entre el intrincado interior de la casa y su simplicidad externa. Supuse que el edificio había sido reformado en distintas ocasiones, añadiendo estancias por aquí y por allá; probablemente nos hallábamos en un ala o una extensión invisible desde la fachada.

—Ya se acostumbrará —articuló el ama de llaves sin que apenas se la oyera al verme la cara, y la entendí como si yo supiera leer los labios.

Finalmente dejamos atrás un pequeño rellano y nos detuvimos. La mujer abrió una puerta que daba a una sala de estar, de la que salían otras tres puertas.

—El cuarto de baño —dijo abriendo una—, el dormitorio —abriendo otra— y el estudio.

Estas habitaciones estaban tan abarrotadas de cojines, cortinas y tapices como el resto de la casa.

—¿Quiere que le sirva sus comidas aquí o en el comedor? —preguntó el ama de llaves señalando la mesita y la silla junto a la ventana.

Yo ignoraba si las comidas en el comedor significaban comer con la anfitriona, y dudosa de mi posición en la casa (¿era una invitada o empleada?), vacilé, preguntándome qué sería más cortés. Al adivinar la causa de mi titubeo, el ama de llaves añadió con esfuerzo, como si tuviera que superar su acostumbrada reserva:

—La señorita Winter siempre come sola.

—En ese caso, si a usted no le importa, comeré aquí.

—Ahora mismo le traigo sopa y unos sándwiches. Después del viaje en tren debe de estar hambrienta. Aquí encontrará todo lo necesario para preparar té y café.

Abrió un armario situado en un rincón del dormitorio para mostrarme un hervidor de agua y demás accesorios para preparar bebidas; había incluso una pequeña nevera.

—Le ahorrará tener que andar bajando y subiendo de la cocina —añadió, y creí advertir que, a modo de disculpa por no quererme en su cocina, sonrió algo avergonzada.

Me dejó a solas para que deshiciera el equipaje.

En el dormitorio tardé apenas un minuto en sacar mis contadas prendas de vestir, los libros y el neceser. Aparté los utensilios para preparar té y café y los sustituí por el paquete de cacao que me había llevado de casa. Luego dispuse del tiempo justo para probar la cama alta y antigua —tan generosamente colmada de cojines que por muchos guisantes que hubiera habido debajo del colchón no los habría notado— antes de que el ama de llaves regresara con una bandeja.

—La señorita Winter la invita a reunirse con ella en la biblioteca a las ocho en punto.

Hizo lo posible por que sonara como una invitación, pero no cabía duda, y así lo comprendí, de que era una orden.

El encuentro

N
o sé sí encontré la biblioteca por suerte o por casualidad, pero el caso es que llegué veinte minutos antes de la hora a la que se me había citado. No me importó. ¿Qué mejor lugar para matar el rato que una biblioteca? Y en concreto para mí, ¿qué mejor manera de conocer a alguien que a través de su colección de libros y el trato que les dispensa?

Lo primero que me sorprendió al ver la habitación en su conjunto fue lo notablemente diferente que era con respecto al resto de la casa. En las demás estancias se apiñaban los restos de palabras ahogadas; aquí, en la biblioteca, podías respirar. En vez de tela, esa habitación estaba hecha de madera. Había tablas en el suelo y postigos en los ventanales, y las paredes estaban forradas de estanterías de roble macizo.

Era una habitación de techos altos y mucho más larga que ancha. En un lado, cinco ventanales arqueados se extendían desde el techo hasta casi tocar el suelo, donde se situaban algunos asientos. Frente a ellos había cinco espejos de forma similar, colocados para que reflejaran la vista del exterior, si bien esa noche devolvían la imagen de la madera labrada de los postigos. Las estanterías arrancaban de las paredes y proyectaban su anchura formando huecos; en cada hueco había una lámpara de color ámbar sobre una mesita. No había más iluminación que la que irradiaba el fuego que ardía en el fondo de la estancia creando cálidos y suaves focos de luz en cuyos contornos hileras de libros se fundían con la penumbra.

Caminé despacio hasta el centro de la habitación, echando un vistazo a los anaqueles a mi derecha e izquierda. Después de echar dos o tres vistazos me descubrí asintiendo con la cabeza. Era una biblioteca bien cuidada. Clasificada, ordenada alfabéticamente y limpia exactamente como yo la tendría. Todos mis libros favoritos estaban ahí, la mayoría eran volúmenes raros y valiosos, pero el resto eran ejemplares usados y más corrientes. No solo
Jane Eyre
, Cumbres borrascosas
y
La dama de blanco
, sino
El castillo de Otranto, El secreto de lady Audley, La novia del espectro
. Me estremecí al tropezar con un
Doctor Jekyll y mister Hyde
tan raro que mi padre había llegado a dudar de su existencia.

Admirando la extensa colección de libros que cubría los estantes de la señorita Winter, avancé hacia la chimenea, situada en el fondo de la sala. En el último tramo de la derecha, unos estantes en concreto me llamaron la atención a pesar de hallarme a cierta distancia de ellos: en lugar de las rayas tenues y predominantemente marrones de los lomos de los libros más antiguos, esa columna exhibía los azules plateados, los verdes salvia y los beiges rosados de décadas más recientes. Eran los únicos libros modernos de la estancia: las obras de la señorita Winter. Con los primeros títulos en la parte superior y las novelas más recientes en la parte inferior, todas las obras contaban con ejemplares de las diferentes y numerosas ediciones impresas e incluso había volúmenes en idiomas diferentes. No vi ningún ejemplar de
Trece cuentos de cambio y desesperación
, el libro de título errado que había leído en la librería; en cambio, había más de una docena de ediciones distintas en las que figuraba su otro título,
Cuentos de cambio y desesperación
.

Escogí un ejemplar de la última novela de la señorita Winter. En la primera página una monja entrada en años llega a una pequeña casa situada en un barrio humilde de una ciudad cuyo nombre no se precisa pero que parece estar en Italia; la invitan a entrar en una habitación donde un joven arrogante, seguramente inglés o estadounidense, la recibe algo sorprendido. Pasé la página. Del mismo modo que había sido atrapada cada vez que había abierto uno de sus libros, los primeros párrafos de esa obra me atraparon, y sin pretenderlo empecé a leer en serio. Al principio el joven no es consciente de algo que el lector ya ha comprendido: que la monja ha acudido con una grave misión que le cambiará la vida de una forma imposible de prever para él. Ella comienza su explicación y tolera pacientemente (pasé la página; ya me había olvidado de la biblioteca, me había olvidado de la señorita Winter, me había olvidado de mí misma) que él la trate con la frivolidad de un joven consentido...

De repente algo se coló en mí lectura y me arrancó del libro. Sentí un hormigueo en la nuca.

Alguien me estaba observando.

Sé que esa sensación en la nuca no es nada inusual, pero era la primera vez que yo la sentía. Como le ocurre a mucha gente solitaria, mis sentidos perciben intensamente la presencia de otras personas, y en una habitación estoy más acostumbrada a ser la espía invisible que a ser la espiada. En ese momento alguien me estaba observando, y no solo eso, sino que llevaba haciéndolo un buen rato. ¿Cuánto tiempo llevaba notando ese inconfundible cosquilleo? Repasé los últimos minutos, tratando de reconstruir el recuerdo de aquella presencia en relación con el avance de la lectura. ¿Fue desde que la monja empezó a hablar al joven? ¿Desde que la invitaron a entrar en la casa? ¿O fue antes? Sin mover un solo músculo, con la cabeza todavía inclinada sobre la página como si nada hubiese notado, intenté hacer memoria.

Entonces lo supe.

Lo había notado antes incluso de coger el libro.

Necesitaba un momento para reponerme, así que volví la página y seguí fingiendo que leía.

—No puede engañarme.

Imperiosa, declamatoria, magistral.

Nada podía hacer salvo levantarme darme la vuelta y mirarla.

El aspecto de Vida Winter no estaba planeado para pasar inadvertido. Ella era una reina, una hechicera, una diosa de la Antigüedad. Su rígida figura descollaba majestuosamente sobre una profusión de esponjosos almohadones rojos y morados. Acomodados sobre los hombros, los generosos pliegues de tela turquesa y verde que la envolvían no lograban suavizar la rigidez de su cuerpo. Su cabello brillante y cobrizo lucía un elaborado peinado de rizos y bucles. La cara, con tantas rayas como un mapa, estaba cubierta de polvos blancos y retocada con un carmín rojo intenso. Sobre el regazo, las manos eran un racimo de rubíes, esmeraldas y nudillos blancos y huesudos; solo desentonaban las uñas, cortas, cuadradas y sin esmaltar, como las mías.

Con todo, lo que más me desconcertó fueron las gafas de sol. No podía verle los ojos, pero al recordar el anuncio, el verde sobrenatural de sus iris, los oscuros cristales parecieron adquirir la fuerza de un reflector; sentí que a través de las lentes los ojos de Vida Winter me estaban atravesando la piel para observarme por dentro.

Corrí un velo sobre mí, me cubrí el rostro con una careta neutra, me oculté detrás de mi aspecto.

Creo que durante un instante la señorita Winter se sorprendió de que yo no fuera transparente, de no poder ver con claridad a través de mí, pero se repuso deprisa, más deprisa de lo que yo me había repuesto.

—Muy bien —dijo con aspereza, esbozando una sonrisa no tanto dirigida a mí como a ella misma—. Al grano. En su carta da a entender que tiene sus reservas en cuanto al encargo que le estoy ofreciendo.

—Bueno, sí, es decir...

Continuó hablando como si no hubiera advertido la interrupción:

—Podría proponerle un incremento de su salario mensual y de la cantidad final.

Me humedecí los labios, en búsqueda de las palabras adecuadas. Antes de siquiera poder hablar, las gafas oscuras de la señorita Winter ya habían subido y bajado, absorbiendo mi lacio flequillo castaño, mi falda recta y mi rebeca azul marino. Después de dirigirme una sonrisa leve y compasiva, pasó por alto mi intención de hablar.

—Pero es evidente que a usted no le mueve el interés pecuniario. Qué curioso. —Su tono era seco—. He escrito sobre personas a las que no les importa el dinero, pero nunca creí que llegara a conocer a ninguna. —Se reclinó sobre los almohadones—. Por consiguiente, deduzco que su problema tiene que ver con la integridad. Quienes no compensan los desequilibrios de sus vidas con una saludable afición por el dinero suelen estar muy obsesionados con la cuestión de la integridad personal.

Agitó una mano, desestimando mis palabras antes de que salieran de mis labios.

—Le asusta aceptar el encargo de una biografía autorizada por miedo a que su independencia corra peligro. Sospecha que deseo ejercer el control sobre el contenido final de la obra. Sabe que me he resistido a los biógrafos en el pasado y se está preguntando qué me ha hecho cambiar de parecer. Pero, sobre todo —otra vez la oscura mirada de esas gafas—, teme que le mienta.

Abrí la boca para protestar, pero no supe qué decir. Tenía razón.

—¿Lo ve? No sabe qué decir. ¿Le avergüenza acusarme de querer mentirle? No es nada agradable acusarse unos a otros de mentirosos. Y por lo que más quiera, siéntese.

Me senté.

—No la acuso de nada —empecé a decir con tacto, pero enseguida me interrumpió.

—No sea tan cortés. Si hay algo que no soporto es la cortesía.

Su frente tembló y una ceja asomó por el borde superior de las gafas, una curva negra y firme que no guardaba parecido alguno con una ceja natural.

—La cortesía. He ahí la más triste virtud del hombre donde las haya. Me gustaría saber qué tiene de admirable ser inofensivo. Después de todo, es fácil. No se necesita ningún talento especial para ser cortés. Todo lo contrario, lo único que te queda cuando has fracasado en todo es ser amable. A las personas ambiciosas les trae sin cuidado lo que otras piensen de ellas. Dudo mucho de que Wagner no pudiera conciliar el sueño porque le preocupara haber herido los sentimientos de nadie. Pero claro, él era un genio.

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