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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (28 page)

BOOK: El cuento número trece
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Para Emmeline la situación era distinta. Ella no había gozado del bálsamo de la amnesia; había sufrido durante más tiempo y con mayor intensidad. Durante las primeras semanas cada segundo había sido un tormento. Parecía una mutilada en los minutos previos a la anestesia, medio enloquecida por el dolor, atónita ante el hecho de que el cuerpo humano pudiera sentir tanto y no morir a causa de ello Pero poco a poco, de célula herida en célula herida, empezó a reponerse. Llegó un momento en que ya no era todo su cuerpo el que ardía de dolor, sino solo su corazón. Y llegó el día en que su corazón fue capaz, al menos durante un tiempo, de sentir otras emociones además de tristeza. En pocas palabras, Emmeline se adaptó a la ausencia de su gemela. Aprendió a vivir separada de ella.

Así y todo, consiguieron conectar de nuevo y volvieron a ser gemelas. Pero Emmeline ya no era la gemela de antes, aunque Adeline no lo percibió de inmediato.

Al principio solo hubo lugar para la dicha del reencuentro. Eran inseparables; a donde iba una, la otra la seguía. Correteaban entre los viejos árboles del jardín de las figuras jugando incansablemente al escondite, una repetición de su reciente experiencia de pérdida y reencuentro de la que Adeline nunca parecía cansarse. Para Emmeline la novedad empezó poco a poco a perder su brillo. Parte del antiguo antagonismo emergió a la superficie. Emmeline quería ir en una dirección, Adeline en la otra, de modo que reñían. Y como antes, era Emmeline quien, por lo general, cedía. Y eso molestaba a su nueva y secreta personalidad.

Aunque al principio Emmeline se había encariñado con Hester, ya no la echaba de menos. Durante el experimento su afecto había disminuido. Después de todo, sabía que era Hester quien la había separado de su hermana. Y no solo eso, sino que Hester había estado tan absorta en sus informes y reuniones científicas que, quizá sin darse cuenta, había descuidado a Emmeline. Durante esa época, envuelta por una soledad desacostumbrada, Emmeline había encontrado formas de evadirse de su dolor. Descubrió pasatiempos y entretenimientos con los que llegó a disfrutar de verdad, juegos a los que no estaba dispuesta a renunciar simplemente porque su hermana hubiera vuelto.

De modo que al tercer día de su reencuentro Emmeline abandonó el juego del escondite en el jardín de las figuras y se marchó a la sala de billar, donde guardaba una baraja de cartas. Tumbada boca abajo en la mesa de paño, se puso a jugar. Era una versión del solitario, pero la más sencilla, la más infantil. Emmeline ganaba siempre; de hecho, el juego estaba ideado para que no pudiera perder, y cada vez que ganaba se alegraba muchísimo.

A media partida ladeó la cabeza. En realidad no podía oírlo, pero su oído interno, constantemente sintonizado con el de su hermana gemela, le dijo que Adeline la estaba llamando. No hizo caso; ya la vería más tarde, cuando terminara la partida.

Una hora después, cuando Adeline irrumpió violentamente en la sala de billar con los ojos encendidos de ira, Emmeline no pudo hacer nada para defenderse. Adeline trepó a la mesa y, enloquecida de furia, se abalanzó sobre su hermana.

Emmeline no levantó un solo dedo para defenderse; tampoco lloró. No emitió sonido alguno, ni durante ni después del ataque.

Tras descargar toda su ira, Adeline se quedó unos minutos contemplando a su hermana. La sangre estaba empapando el paño verde. Había naipes desperdigados por toda la sala. Encogidos en un ovillo, los hombros de Emmeline subían y bajaban entrecortadamente al ritmo de su respiración.

Adeline se dio la vuelta y se marchó.

Emmeline se quedó donde estaba, sobre la mesa, hasta que John la encontró horas después. Se la llevó al ama, que le lavó la sangre del pelo, le puso una compresa en el ojo y le curó las heridas con solución de avellana de bruja.

—Esto no habría sucedido si Hester estuviera aquí —comento— Ojalá supiera cuándo piensa volver.

—No volverá —dijo John esforzándose por contener su enfado, tampoco a él le gustaba ver a la niña en ese estado.

—Pero no entiendo por qué se fue de ese modo, sin decir una palabra. ¿Qué puede haber ocurrido? Alguna emergencia, digo yo. En su familia...

John negó con la cabeza. Había escuchado una docena de veces esa idea a la que se aferraba el ama de que Hester volvería. El pueblo entero sabía que no regresaría. La criada de los Maudsley lo había oído todo. También aseguraba haberlo visto todo, así que a esas alturas era imposible que hubiera un solo adulto en el pueblo que no asegurara que la institutriz de rostro anodino había mantenido una relación adúltera con el médico.

Los rumores sobre la «conducta» de Hester (eufemismo de mala conducta que utilizaban los lugareños) estaban destinados a llegar algún día a oídos del ama. Cuando ocurrió, al principio la mujer se escandalizó. Se negaba a contemplar la idea de que Hester —su Hester— pudiera haber hecho algo así, pero cuando explicó indignada a John los chismorreos, este se los confirmó. El día en cuestión había ido a casa del médico, le recordó, para recoger a la niña. Lo había oído directamente de boca de la criada. El mismísimo día que ocurrió. Además, ¿por qué iba a marcharse Hester tan de repente, sin previo aviso, a menos que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal?

—Su familia —tartamudeó el ama—. Una emergencia...

—En ese caso, ¿dónde está la carta? ¿No crees que habría escrito una carta si tenía previsto volver? Habría dado alguna explicación. ¿Has recibido alguna carta?

El ama negó con la cabeza.

—Eso significa —concluyó John sin poder reprimir la satisfacción en su voz— que hizo algo que no debía y que no volverá. Se ha ido para siempre. Te lo digo yo.

El ama siguió dándole vueltas al asunto. No sabía qué creer. El mundo se había convertido en un lugar sumamente desconcertante para ella.

¡No está!

E
n cuanto a Charlie, los platos decentes que bajo el régimen de Hester habían sido colocados ante su puerta a la hora del desayuno, la comida y la cena se convirtieron en algún que otro sándwich, alguna chuleta fría con un tomate, algún que otro cuenco de huevos revueltos ya cuajados, que aparecían en su puerta a horas imprevisibles, cuando el ama se acordaba. A Charlie no le importaba. Si tenía hambre y tenía algo por ahí, le daba un bocado a la chuleta del día anterior o a un resto de pan reseco, pero si no había nada no pegaba bocado y el hambre no le molestaba. Tenía otra hambre más voraz de la que ocuparse. Era la esencia de su vida y algo que ni la llegada ni la marcha de Hester habían conseguido alterar.

No obstante, sí hubo un cambio para Charlie, aunque nada tuvo que ver con Hester.

De vez en cuando llegaba una carta a la casa y de tanto en tanto alguien la abría. Pocos días después de que John-the-dig comentara que no había llegado ninguna carta de Hester, el ama, que se encontraba en el vestíbulo, reparó en un pequeño montón de cartas que estaban acumulando polvo sobre la alfombrilla situada debajo del buzón. Las abrió.

Una era del banquero de Charlie: ¿estaba interesado en una oportunidad de inversión única?

La segunda era una factura del albañil por el trabajo realizado en el tejado.

¿Era la tercera de Hester?

No. La tercera era del manicomio. Isabelle había muerto.

El ama leyó la carta de hito en hito. ¡Muerta! ¡Isabelle! ¿Podía ser cierto? Gripe, decía la carta.

Había que decírselo a Charlie, pero solo de pensarlo se puso a temblar. «Mejor hablar primero con Dig», se dijo el ama, apartando las cartas. Pero más tarde, estando John sentado a la mesa de la cocina y ella sirviéndole una taza de té humeante, en su cabeza ya no quedaba rastro de la carta. Se había sumado a esos otros momentos suyos vividos y sentidos pero no grabados que acababan por evaporarse, No obstante, unos días después, cuando pasó por el vestíbulo con una bandeja de tocino y tostadas chamuscadas, colocó mecánicamente las cartas en la bandeja, al lado de la comida, aunque había olvidado por completo qué contenían.

Los días pasaron sin que aparentemente ocurriera nada, exceptuando el hecho de que el polvo seguía aumentando de grosor, la mugre seguía acumulándose en los vidrios de las ventanas y los naipes seguían alejándose un poco más de su estuche en el salón, de manera que cada vez era más fácil olvidarse de que había existido una Hester.

Fue John-the-dig quien advirtió, en el silencio de los días, que algo había ocurrido.

Él era un auténtico hombre de campo, un hombre sin domesticar, pero sabía que llega un momento en que las tazas ya no dan para otra taza de té si no las friegas primero y que un plato donde ha reposado carne cruda no puede utilizarse inmediatamente después para carne asada. Se daba cuenta del estado del ama, no era idiota. Así pues, cuando las tazas y los platos sucios se amontonaban, los fregaba. Era curioso verlo ante al fregadero con sus botas de agua y su gorra, tan torpe con el trapo y la loza y, sin embargo, tan mañoso con sus tiestos de terracota y sus delicadas plantas. Un día reparó en que cada vez había menos tazas y menos platos. A ese ritmo no tendrían suficientes para todos. ¿Dónde estaba la vajilla que faltaba? Enseguida pensó en el ama subiendo de vez en cuando platos de comida para el señorito Charlie. ¿Alguna vez la había visto regresar a la cocina con un plato vacío? No.

Subió. Fuera de la puerta cerrada con llave se extendía una larga hilera de platos y tazas. La comida, intacta, estaba sirviendo de festín a las moscas que zumbaban encima y se respiraba un olor fuerte y desagradable. ¿Cuántos días llevaba el ama dejando comida sin advertir que la del día anterior seguía intacta? Contó los platos y las tazas y frunció el entrecejo. Entonces cayó en la cuenta de lo que había sucedido.

No llamó a la puerta. ¿Para qué? Fue al cobertizo a buscar un trozo de madera lo bastante fuerte para utilizarlo como ariete. Los golpes contra el roble, el crujido de los goznes al desgarrarse de la madera, bastaron para que todas, incluida el ama, acudiéramos al rellano.

Cuando la apaleada puerta, semiarrancada de los goznes, cedió, oímos un zumbido de moscas y de la estancia escapó un terrible hedor que echó para atrás a Emmeline y al ama. Hasta John se llevó una mano a la boca y empalideció.

—Quedaos ahí —ordenó al tiempo que entraba en la habitación. Le seguí a uno pasos de distancia.

Levantando nubes de moscas a nuestro paso, sorteamos con tiento los restos de comida putrefacta que inundaban el suelo del antiguo cuarto de los niños. Charlie había estado viviendo como un animal. Había platos sucios cubiertos de moho en el suelo, en la repisa de la chimenea, en las sillas y en la mesa. La puerta del dormitorio estaba entornada. Con la punta del ariete que todavía sostenía en la mano John la empujó despacio y una rata asustada pasó corriendo por encima de nuestros pies. La escena era truculenta. Más moscas, más comida en descomposición y lo peor de todo: el hombre había devuelto. Una montaña de vómito reseco, salpicado de moscas, se había incrustado en la alfombra. Sobre la mesita de noche había una pila de pañuelos ensangrentados y la vieja aguja de zurcir del ama.

En la cama no había nada. Solo sábanas roñosas manchadas de sangre y otras inmundicias humanas.

John y yo no hablamos. Tratábamos de no respirar, pero cuando por necesidad aspirábamos por la boca, el repugnante aire se nos quedaba atascado en la garganta, provocándonos arcadas. Lo peor, no obstante, estaba por venir. Quedaba otra habitación. John necesitó hacer acopio de todo su valor para abrir la puerta del cuarto de baño. Antes de que cediera del todo ya pudimos detectar el horror que ocultaba. Mi piel pareció olerlo antes que mi nariz y un sudor frío me recorrió el cuerpo. El estado del retrete era atroz. La tapa, aunque bajada, no conseguía retener del todo las heces que lo desbordaban. Pero eso no era nada, porque en la bañera —John dio un brusco paso atrás y me habría pisado si en ese momento yo misma no hubiera retrocedido otros dos pasos—, había una bazofia oscura de emanaciones corporales cuya fetidez hizo que saliéramos disparados del cuarto de baño, sorteando moscas y excrementos de rata, echáramos a correr por el pasillo y bajáramos las escaleras como flechas hasta el jardín.

Devolví. En comparación con lo que había visto, mi vómito amarillento se me antojó fresco, limpio y dulce en la hierba verde.

—Tranquila —dijo John, y me dio unas palmaditas en la espalda con una mano todavía temblorosa.

El ama, que nos había seguido con toda la rapidez que le permitían sus pies, caminó por el césped hasta nosotros con el semblante plagado de preguntas. ¿Qué podíamos decirle?

Habíamos encontrado la sangre de Charlie. Habíamos encontrado la mierda de Charlie, la orina de Charlie y el vómito de Charlie, pero ¿dónde estaba Charlie?

—No está —le dijimos—. Se ha ido.

Regresé a mi habitación pensando en el relato. Era curioso en más de un aspecto. Estaba, naturalmente, la desaparición de Charlie, que daba un interesante giro a los acontecimientos y me hizo pensar en los anuarios y esa extraña abreviatura: DF. Pero había algo más. ¿Sabía ella que me había dado cuenta? Había intentado disimularlo, pero me había dado cuenta. Ese día la señorita Winter había dicho «yo».

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