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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (56 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Desde ese momento, la ciudad quedó aislada del resto del universo junto con todo lo que contenía una esfera perfecta de veinte kilómetros de diámetro.

Los habitantes de Tártara ya no debían temer las represalias de las demás naciones de la Tierra. Pero una consecuencia indeseada de su aislamiento fue que nunca llegaron a saber si el experimento de los inflatones había tenido éxito o causado una catástrofe. Y esa ignorancia no tardaría en provocar otro tipo de calamidades.

En realidad, como Zenort averiguó en su momento gracias a Tarimán, los agoreros del consejo de notables tenían razón. Cuando los creadores del arma de inflatones la probaron, desencadenaron la destrucción total. Pero aquella devastación no se comportó como ellos esperaban, sino que fue de una índole muy distinta en su naturaleza y, sobre todo, en su objetivo. En lugar de aniquilar a los dioses, abrieron en el centro de la Tierra una gran grieta que rasgó el mismo tejido del espaciotiempo.

Aquella grieta empezó a absorber la materia que la rodeaba con la voracidad de un remolino. Luego se conoció que todo lo que absorbía aparecía en otro universo, un lugar al que sólo se podía llegar a través de esa puerta que la imprudencia de los hombres había abierto. Por el momento, lo único que sabían era que el planeta se estaba desgajando en terremotos y erupciones volcánicas de una violencia que superaba todo lo imaginable. A la Tierra sólo le quedaban días de existencia.

(
¿Sólo días?
, se preguntó Derguín. Según contaba el Mito de las Edades, «Los mares hirvieron y las tierras se abrieron en simas sin fondo que escupían fuego». Nada se decía de que el planeta entero hubiera desaparecido. Por un momento, Derguín apartó los ojos del libro. El suelo que tenía bajo sus pies, las nubes del cielo y el aire que respiraba parecían tan reales como los sonoros ronquidos del Mazo.)

Paradójicamente, fueron los dioses contra quienes iba destinada el arma los que acudieron a rescatar a sus enemigos, los humanos. Pero cuando su magia —su ciencia— consiguió sellar la grieta del espaciotiempo, aquel sumidero cósmico había devorado ya la mayor parte de la vieja Tierra.

Al tiempo que todo esto ocurría, la burbuja de estasis que rodeaba Tártara flotaba en órbita junto con otros fragmentos del planeta destruido. Pero mientras que éstos habían perdido su atmósfera y el agua que contenían, los ciudadanos de Tártara seguían respirando y bebiendo, ajenos a todo.

Aunque los dioses no eran capaces de penetrar en la burbuja, sí estaba en sus manos moverla como un objeto sólido. Podrían haberla arrojado a la grieta espaciotemporal antes de cerrarla, y de ese modo habrían enviado a los humanos de Tártara a otro universo. También podrían haber propulsado la esfera lejos del Sol para que se perdiera entre las estrellas. Sin embargo, habían decidido aplicar la misma máxima que solía mencionar Kratos: «Ten a los enemigos en tu propia cama». De modo que mantuvieron orbitando el campo de estasis cerca de su alcance mientras utilizaban los fragmentos supervivientes de la Tierra para crear un planeta nuevo.

En realidad, en lo que no dejó de ser un experimento un tanto caprichoso, los dioses construyeron
dos
planetas en uno solo. Los artífices intelectuales del milagro fueron Tarimán, Tubilok y otra diosa de la que Derguín no había oído hablar, Pudshala. Pero la creación material requirió doce siglos y el esfuerzo de millones de máquinas y trabajadores autómatas con inteligencias creadas a imagen y semejanza de la humana.

(Al leer ese fragmento, Derguín no pudo evitar mirar a Orfeo. Empezaba a sospechar algo sobre su verdadera naturaleza, la razón de que una cabeza pudiera sobrevivir sin cuerpo y también de su asombroso parecido con los Pinakles. Pero siguió leyendo.)

De modo que los mitos que decían: «Y Manígulat creó el mundo» mentían de forma bellaca. Cuando en muchas ciudades se celebraban sacrificios el día de Año Nuevo para conmemorar la creación, deberían haberle ofrecido al menos un tercio de las víctimas al siniestro Tubilok. Manígulat había predicho que el proyecto sería un fracaso. Después, cuando Tramórea estaba a punto de quedar terminada, se apoderó de él como si fuera algo suyo.

En ese punto, Derguín se sentía impaciente por averiguar a qué se refería Zenort al hablar de dos planetas. Por suerte, el primer Zemalnit había hecho un dibujo esquemático que lo explicaba. En él se representaba una esfera a la que le habían arrancado un cuarto de su superficie para que pudiera verse el interior.

Los planetas formados de manera natural eran de roca maciza. Pero los dioses no disponían de materia suficiente, de modo que fabricaron una especie de inmensa cáscara hueca. En la superficie exterior crearon continentes y mares, el mundo conocido como Tramórea, un planeta que podría haber pasado por normal si no fuera porque tenía dos grandes agujeros circulares en puntos opuestos. Precisamente sobre uno de ellos habían inmovilizado la burbuja que contenía Tártara, recurriendo a lo que el diario denominaba «pantalla osmótica».

(Derguín comprendió qué eran las dos manchas que había visto en la imagen fantasmal de Tramórea invocada por Orfeo. «Un error del mapa», las había llamado él. Obviamente, la cabeza parlante no contaba todo lo que sabía.)

La parte más extravagante del proyecto era el mundo interior. Aprovechando la superficie interior de aquella cáscara, los dioses moldearon más océanos y continentes, una especie de versión invertida de Tramórea. El nombre que le dieron a aquel mundo era una broma sugerida por la diosa Pudshala. En tiempos remotos, antes de que aparecieran los dioses, había humanos que creían contra toda evidencia que en el corazón de su planeta había un inmenso espacio vacío, y habían puesto a ese mundo imaginario el nombre de Agarta. Ahora que el planeta estaba realmente hueco, y no por antojo de la naturaleza sino de los dioses, les pareció que llamar Agarta a su superficie interior era de lo más apropiado.

Tarimán le había explicado las inmensas dificultades técnicas a Zenort, pero éste sólo las comprendía en parte, y en la misma medida las entendió/recordó Derguín. El problema principal era la gravedad, algo que los humanos de Tramórea daban por supuesto. Para ellos, las cosas caían «por su propio peso», pero no se molestaban en averiguar de dónde salía esa fuerza que los mantenía pegados al suelo e impedía que volaran arrastrados como paja aventada por el bieldo.

La gravedad dependía de la cantidad de materia o masa. Puesto que Tramórea se encontraba prácticamente vacía, su masa era muy reducida. Debido a ello, la gravedad en su superficie habría sido tan ridícula que hasta el aire habría volado a la nada del espacio, convirtiendo el nuevo planeta en un lugar estéril.

En cuanto a Agarta, por alguna razón que ni Zenort ni Derguín alcanzaban a entender, dentro de una esfera hueca la gravedad se anulaba. De modo que los futuros Agartenos habrían volado de un lado a otro de su mundo sin notar ningún peso. Algo que podría haber sido divertido a corto plazo, pero les habría provocado grandes problemas a la larga.

La solución la dio el Prates.

El Prates cumplía varias funciones a la vez. En origen, era una barrera de contención, un muro construido en forma de esfera para encerrar en su interior la grieta del espaciotiempo. De este modo se evitaba que los últimos restos de la vieja Tierra se perdieran en otro universo y que las leyes físicas de universos distintos se mezclaran demasiado.

La clave estribaba en la palabra
demasiado
. El Prates no sólo era una barrera, sino también una puerta. Como el labrador que desvía agua de la acequia de su vecino, Tarimán, Tubilok y Pudshala se las ingeniaron para extraer energía de otros universos. Esa energía recorría un complejo camino y era explotada de muchas maneras. Parte de ella atravesaba la cubierta exterior del Prates, una esfera de trescientos kilómetros de diámetro fabricada en un material que se calentaba al rojo vivo y emitía luz y calor. Era una estrella en miniatura suspendida en el centro geométrico de Agarta, un sol que se encendía y apagaba siguiendo los mismos ciclos del día y la noche en el mundo exterior. Esos ciclos no sólo eran necesarios para que los futuros habitantes se aclimatasen. De no apagarse periódicamente el sol, el calor se habría acumulado hasta convertir Agarta en un infierno.

Otra parte de la energía escamoteada de otros universos bajaba —o subía: el punto de vista era arbitrario— por una inmensa columna, cuyo exterior se llamaba puente de Kaluza y cuyo interior era conocido como túnel de Klein. El puente conectaba con la cáscara de la esfera planetaria a través de los dos agujeros circulares, uno de los cuales se hallaba en la zona occidental de Tramórea —el abismo donde flotaba la ciudad de Tártara— y otro en la región antípoda, en pleno mar.

La propia cáscara cumplía dos funciones. Las dos capas exteriores, fabricadas en material de resistencia extrema, daban cohesión a toda la esfera planetaria. Entre ambas corría una finísima rejilla formada por hilos superconductores. Normalmente los superconductores se aprovechaban para crear campos magnéticos en los que podían levitar cuerpos de gran peso. Pero aquella rejilla tenía una estructura y una composición muy distintas. Cuando la energía extraída del universo que los dioses habían llamado Beth atravesaba los hilos que la formaban no producía magnetismo, sino que se convertía en un flujo de gravitones que creaban vectores de gravedad en ambas superficies de la cáscara, la interna y la externa. De este modo, los futuros habitantes de Tramórea podrían decir que tenían los pies bien pegados al suelo.

Quedaba el problema de Agarta, en cuyo interior se anulaba la gravedad. Aquél fue el toque maestro de Tarimán, el señor de la materia exótica y la energía negativa, los mismos trucos con los que mucho tiempo después encerraría en una prisión de lava a Tubilok. El sol artificial de Agarta estaba rodeado por los anillos de Escher. Por un proceso del que Tarimán se sentía muy orgulloso, una última parte de la energía extraída a través del Prates pasaba a esos anillos y se convertía en un campo de repulsión de alcance muy preciso que afectaba al centro vacío del planeta. De ese modo, la atmósfera, en lugar de dispersarse por todo el hueco interior, formaba una capa de varios kilómetros pegada a la superficie de Agarta, y en cada zona de aquel mundo interior sus habitantes tan sólo experimentaban la atracción de la rejilla gravitatoria más cercana y no de todos los puntos de la esfera.

Alrededor de esta rejilla y las dos capas que la rodeaban, los dioses construyeron continentes y vastos océanos sobre lechos marinos. Pero el mundo que estaban creando habría nacido muerto de no ser por los Arcaontes.

La antigua Tierra estaba viva gracias a inmensas corrientes de roca que subían desde el núcleo, desplazaban los continentes y devoraban el lecho marino. Gracias a esos movimientos tectónicos que creaban montañas, valles y mares, y que también provocaban terremotos y volcanes, la superficie se renovaba y regresaban a ella materias imprescindibles para la vida que, de lo contrario, se habrían perdido en las profundidades.

¿Cómo conseguir algo así en un planeta hueco que tenía de promedio veinte kilómetros de grosor? Los dioses crearon enormes criaturas en parte artificiales y en parte naturales, en parte seres vivos y en parte roca. Había Arcaontes de piedra, de fuego y de lodo, y también los había tan fluidos como el agua e incluso tan ligeros como el aire.

Del mismo modo que las lombrices airean y fertilizan los sembrados, Arcaontes de todos los tamaños recorrían el subsuelo de Tramórea y de Agarta abriendo y cerrando túneles, transportando minerales y nutrientes, levantando nuevas montañas cuando la erosión las aplanaba, creando lagos interiores y cambiando el curso de los ríos. Aquellas criaturas actuaban de forma ciega, como animales que siguen sus propios instintos, pero también podían ser controlados por los dioses para crear o destruir relieve a su antojo.

(De nuevo, Derguín tuvo una visión. Un sueño que había compartido con Togul Barok y que le había contado a Neerya. Su medio hermano viajaba por túneles interminables con un grupo de ciento diecisiete personas que vivían en la oscuridad y cantaban en lugar de hablar.

La Tribu.

Desde que podían recordar, los miembros de la Tribu buscaban un paraíso perdido, la luz de un sol que anhelaban recuperar. En esa búsqueda recorrían el laberinto de galerías que atravesaba el subsuelo de Tramórea. Paradójicamente, siempre intentaban bajar y no subir, pues estaban convencidos de que encontrarían la luz en las profundidades.

No era una creencia tan descabellada. Lo que buscaban era el mismísimo Prates, el sol interior de Agarta.

Mientras Togul Barok viajaba con ellos, habían atravesado un túnel mucho más ancho de lo habitual. Por allí pasó una inmensa criatura, un gigantesco gusano que aplastó a once miembros de la Tribu. Pero los supervivientes no imprecaron al gusano, sino que se arrodillaron para alabar a aquel dios de las profundidades.

Que era un Arcaonte.

Ahora comprendía Derguín la naturaleza del gigantesco gusano de lodo del que le había hablado Mikhon Tiq, la criatura que devoró a cuatro Kalagorinôr en los pantanos de Purk.

Arcaontes eran los gusanos de fuego que habían arrasado Narak. Creados para construir, pero también para destruir. Como decía el diario, obedeciendo al antojo de los dioses. En este caso, al del más loco de todos ellos, Tubilok.

Siguió leyendo.)

En todas estas obras dignas de auténticos demiurgos creadores transcurrieron doce siglos. Mientras tanto, en Tártara pasaron menos de cuarenta años. Pero en ese tiempo, mucho antes de que naciera Zenort, se produjeron grandes cambios.

En una ciudad encerrada en una burbuja surgían muchos problemas. Por muy bien que funcionaran los métodos que purificaban el agua y el aire, los moradores de Tártara descubrieron que resultaba imposible que un millón de personas sobrevivieran indefinidamente en una burbuja de veinte kilómetros de diámetro aislada por completo del mundo exterior.

En el concejo de notables y entre el resto de la población aparecieron diversas facciones. Unos propugnaban seguir como estaban. Otros proponían congelar a nueve de cada diez personas en tanques de hibernación. El problema era elegir quiénes hibernarían y quiénes seguirían despiertos.

Un tercer grupo sostenía que había que abrir la burbuja de estasis. Los timoratos se oponían, alegando:

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