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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (55 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Un repentino viento silbó sobre sus cabezas e impulsó a Linar al centro del embudo. Allí adoptó una postura extraña, con el cuerpo horizontal y los brazos y las piernas extendidas, y gritó con una voz que llegó a todas las naves:

—¡Permaneced unidos! ¡No dejéis que el miedo os venza!

La espuma barría la cubierta. Por encima de la amura, tras el borde de la catarata, no había nada.

Kratos resistió la tentación de encomendarse a los dioses. Eran ellos quienes iban a matarlos.

La nave atravesó una pared de agua y espuma que les entró por la boca y los oídos.

Y entonces cayeron.

El grito que habían oído antes brotó ahora de sus gargantas, una larga y desesperada
O
de espanto. La
Lucerna
se puso vertical. Kratos apretó las rodillas contra la amura y miró a sus compañeros de pesadilla. Darkos, Kybes, Baoyim y el proel tenían los ojos abiertos en un gesto de pavor congelado.

De pronto nada tenía peso. Kratos notó cómo se le encogía el estómago mientras se precipitaban hacia la nada. Las paredes de agua formaban un cilindro negro de unos doscientos metros de ancho, en el que sólo se veían algunas líneas de espuma, como canas en una melena. Kratos torció el cuello hacia las alturas. El cielo era una cúpula azul que poco a poco se estrechaba hasta convertirse en una claraboya.

Caían cada vez más rápido, entre gritos de terror renovados. Sus estómagos parecían querer quedarse atrás. El agua descendía con ellos, pero a menos velocidad, por lo que se antojaba que lloviera hacia arriba. El viento aullaba en sus oídos y los ojos les lloraban. Kratos quiso decirle algo a su hijo. El aire entró en su boca y le separó las mejillas como si hurgara en ellas con dedos de hierro. La cabellera de Baoyim ondeaba furiosa. Sobre sus cabezas la vela de mesana, a medio recoger, se hinchó tanto que acabó rajándose con un sonoro estallido.

Kratos pensó que si no dejaban de acelerar en su caída, el mismo aire iba a convertirse en un muro sólido y ellos morirían asfixiados, aplastados o ambas cosas a la vez. Sin embargo, no llevaban mucho rato cayendo cuando, para su sorpresa, su velocidad se estabilizó y la sensación de vacío en el estómago desapareció. Ahora no daba la impresión de que caían, sino de que viajaban contra un viento muy fuerte.

Tumbado sobre la amura, Kratos giró tentativamente el cuerpo. El cielo era un ojo azul cada vez más pequeño. Sobre sus cabezas se veían más barcos, con las proas por delante. Al principio temió que se precipitaran sobre la
Lucerna
y la destrozaran en el choque, pero enseguida comprendió que todos caían a la misma velocidad. Linar seguía volando entre las naves; pero pronto dejó de ver al mago, pues los ojos de la serpiente brillaban cada vez con más intensidad, alumbrando el inmenso pozo como un sol en miniatura, y Kratos tuvo que apartar la mirada para no deslumbrarse.

Abajo, en la negrura del abismo había aparecido un punto de luz. Poco a poco fue creciendo y se convirtió en un pequeño círculo rojo.

—¡Estamos cayendo al infierno! —gritó el proel.

¿Qué les aguardaba ahora? ¿Precipitarse dentro de un volcán llameante? ¿Acaso iban a morir abrasados en lugar de ahogados?

—¿Qué va a pasar, padre? —le gritó Darkos al oído—. ¿Qué vamos a encontrar allí abajo?

—¡No tengas miedo, hijo! ¡No sé lo que va a ocurrir, pero tú y yo estaremos juntos! —respondió Kratos, y descubrió que aquellas palabras pronunciadas para tranquilizar a su hijo también lo consolaban a él. Pensó en Aidé, y una súbita añoranza por su amante se le clavó en el pecho como una puñalada.
Pero ella y nuestro hijo vivirán
, se animó.

Todavía caían más rápidos que el agua, de modo que las paredes del cilindro, alumbradas por la vara de Linar, semejaban una catarata invertida. Por debajo del agua y la espuma se vislumbraban extrañas luces, como culebras incandescentes que recorrían las paredes.

Habían transcurrido unos cinco minutos de aquella caída sobrenatural. Kratos oyó una carcajada y miró a su derecha. Kybes le gritaba algo a Baoyim y se reía. Era una reacción absurda, pero no le extrañó del todo. La sensación de volar, aunque fuera hacia abajo, era embriagadora como un licor espiritoso.

De pronto notó algo raro en las entrañas, como si el cuerpo se le revolviera de dentro afuera. No debió ser el único, porque todos emitieron un extraño gemido, a medias entre un grito y un ataque de hipo. Habían notado una leve resistencia, como si atravesaran una membrana invisible, la superficie de una enorme burbuja.

Entonces todo se invirtió. Kratos notó una presión muy fuerte en la nuca y la vista se le nubló durante unos segundos.

Ya no caían. Ahora estaban
subiendo
.

No tardaron en perder impulso. Kratos se agarró fuerte a la amura, temiendo precipitarse hacia la popa, pero el barco compartía su movimiento. Así siguieron unos doscientos metros, y entonces quedaron inmóviles, suspendidos en el aire durante un instante que pareció eterno.

Y volvieron a caer.

—¡Padre! —gritó Darkos—. ¡Padre, mira eso!

Kratos se volvió hacia popa. Más allá de los barcos que los acompañaban en su caída había aparecido algo, un ser indescriptible, una especie de gusano inmenso que llenaba todo el túnel y venía hacia ellos.

Finalmente, el mohoga había venido a devorarlos.

LIBRO III
El corazón de tramórea

NOTA: La escala del puente de Kaluza y del sol de Agarta está exagerada para que se aprecien mejor. La base del puente y el sol tienen el mismo diámetro, 300 km, mientras que la columna central mide 100 km de grosor. El estriado del puente tiene muchísimas más acanaladuras, pero se ha representado así por cuestión de tamaño. El espesor de la corteza que separa Tramórea de Agarta es de 20 kilómetros.

Imagen: Juan Miguel Aguilera.

DIARIO DE ZENORT

«Soy Zenort Altayn, nacido en Tártara. Durante veinticinco años viví encerrado en una burbuja, conociendo el mundo exterior tan sólo por grabaciones y simulaciones virtuales...»

—¿Qué has dicho al final? ¿Simuqué?

—Simulaciones virtuales —respondió Derguín.

—¿Y eso qué es?

Cuando El Mazo le interrumpió por quinta vez para que le aclarara el significado de lo que, con cierto esfuerzo, intentaba traducir del Arcano al Ainari, Derguín dijo:

—Esta forma de leer no es nada práctica. Si te lo tengo que explicar todo, antes de que llegue al final del libro las lunas tendrán tiempo de entrar en conjunción tres veces. Te prometo que luego te resumo lo más importante, ¿de acuerdo?

Habían encontrado un banco de piedra a la sombra de un castaño, en un rincón de la plaza en ruinas. El Mazo decidió que era un buen lugar para estirar la manta y echar una siesta. Derguín siguió leyendo en silencio.

—¿De veras entiendes lo que lees? —le preguntó la cabeza de Orfeo.

—Ajá.

—Me resulta sorprendente que en esta época de barbarie todavía quede gente letrada.

—Puede que te sorprendas de más cosas. ¿Tú nunca duermes, Orfeo?

—¿Tu pregunta se debe a mera curiosidad o me estás sugiriendo que me calle como le has hecho a tu robusto amigo?

Derguín se encogió de hombros.

—Sé que en tu sabiduría me podrías responder a muchas dudas, pero preferiría leer esto cuanto antes y hacerte las preguntas después.

—Ya estoy dormido —respondió Orfeo, cerrando los ojos con cierto aire ofendido—. Te ruego que no me molestes en unas horas.

Derguín se quedó a solas con el libro, el rumor del aire en las hojas del castaño, los cantos de los petirrojos que se posaban en sus ramas y los ronquidos no tan armoniosos del Mazo.

Cuando vivía en Zirna había trabajado como copista en el taller de libros familiar. Desde entonces se había acostumbrado a concentrarse en las páginas de los libros y abstraerse del mundo exterior. Cuando leía, las palabras despertaban imágenes en su mente gracias a que él las construía a partir de la información del texto haciendo un esfuerzo consciente.

Pero en este momento le sucedió algo muy extraño. Las visiones acudían por sí solas a su cabeza y eran más vívidas que en el más realista de los sueños, hasta tal punto de que, en lugar de verlas superpuestas sobre las páginas del libro,
oía
las palabras que leía. Casi sin darse cuenta, se había convertido en el autor de aquel diario y estaba rememorándolo en vez de leerlo.

Lo que le resultó más sorprendente, hasta que se acostumbró y dejó de ser consciente de ello, era que comprendía palabras que deberían haberle resultado ininteligibles. Que conociera el idioma de los Arcanos era una cosa. Sin embargo, ahora iba mucho más allá. Mientras leía, asimilaba términos que nombraban objetos o conceptos que no existían en Tramórea y de los que jamás había oído hablar. Y no sólo los asimilaba: lo veía todo en su cabeza, como si alguien proyectara las imágenes en una ventana parecida a la que se había abierto en el pecho de la estatua de Tarimán.

Aún tardaría en comprender el motivo. Por el momento, se hallaba absorto en la lectura.

«Debo explicar en primer lugar por qué vivía en una burbuja. Todo empezó ciento cincuenta y tres años antes de que yo naciera según el calendario de Tártara y casi cuatro mil años según la cuenta del tiempo el mundo exterior...»

(¡Un tiempo que variaba según estuviera uno dentro o fuera! Lo mismo le había sucedido a Derguín en la cueva de Gurgdar).

En el año al que se refería Zenort, Tártara era una más entre muchas ciudades de una sociedad poderosa, floreciente, innovadora y audaz.

Quizá demasiado audaz. Para vencer en la guerra que libraban contra los dioses se atrevieron a manipular leyes fundamentales de la naturaleza, una magia que ni los más poderosos hechiceros —científicos, los llamaba el diario— eran capaces de dominar.

En un pasado lejanísimo, miles de millones de años atrás, una colosal fuerza expansiva había multiplicado de golpe el tamaño del universo. Ahora los humanos querían servirse de esa misma fuerza para fabricar el arma definitiva contra los dioses. Gracias a las partículas denominadas inflatones conseguirían desintegrar todas las naves y palacios flotantes del enemigo, incluyendo el gran Bardaliut del que tan orgullosos se sentían los Yúgaroi.

No todos los humanos estaban de acuerdo. En la ciudad libre de Tártara —llamada así, pero dirigida en realidad por una oligarquía a medias científica y a medias comercial— temían que el resultado del experimento provocase una catástrofe de dimensiones impredecibles. El consejo de notables que mandaba en la ciudad intentó evitar el desarrollo de aquella arma apelando a las autoridades del gobierno común del planeta, conocido entonces como Tierra, o en Arcano Kthoma.

(Aquel nombre no sorprendió a Derguín, pues todavía se mantenía. Sin embargo, casi nadie lo usaba aparte de los eruditos. La mayoría de la gente ni siquiera era consciente de que vivía en un planeta y se refería a su mundo como Tramórea).

Cuando vieron que era imposible detener la fabricación del arma y que los gobiernos empeñados en ella habían engañado a todos sus súbditos, el consejo de notables de Tártara decidió llevar a cabo su propio experimento. En una batalla librada en el cinturón de asteroides —un lugar que se asemejaba al Cinturón de Zenort, pero que orbitaba alrededor del Sol y cuyos fragmentos estaban mucho más dispersos— los humanos se apoderaron de una nave de guerra de los dioses junto con dos de sus tripulantes. Gracias a los tesoros que encontraron en la nave y a las torturas a las que sometieron a los prisioneros, obtuvieron el secreto de una nueva tecnología: los campos de estasis.

(Derguín recordaba aquel término. Cuando estuvo en Etemenanki, Barbán le había contado que el Rey Gris dormía en una cámara donde el tiempo se detenía. En aquel entonces Barbán no había querido que Derguín se acercara a dicha estancia, pues podía alterar el campo de estasis. Eso se contradecía con lo que acababa de leer en el diario.

«Los campos de estasis son prácticamente impenetrables, y cualquier cosa que haya en su interior es virtualmente invulnerable.»

Si eran tan impenetrables, ¿por qué Barbán tenía miedo de que Derguín se acercara al Rey Gris?

Más adelante, leyendo el mismo diario, comprendería que la razón de ese temor era la Espada de Fuego. Pero de momento esos extraños recuerdos, las vívidas imágenes que acudían a su mente conforme leía el libro, llegaban poco a poco.)

Por temor a una posible catástrofe, el consejo de Tártara decidió aplicar la tecnología robada a los dioses y crear un campo de estasis que rodearía toda la ciudad. Tártara era una de las urbes más ricas de la Tierra y poseía grandes recursos, pero no tantos como para producir las cantidades ingentes de energía que se precisaban para proteger a un millón de personas con una esfera impenetrable. De modo que decidieron robar esa energía al resto del mundo.

Hacerlo en la magnitud que pretendían era un delito gravísimo, y Tártara se arriesgaba a ser condenada por el resto de pueblos de la vieja Tierra. Sus gobernantes sabían que tendrían que pagar una multa tan alta que hasta los nietos de los nietos de sus nietos seguirían oprimidos por esa deuda. Sin embargo, no se arredraron y manipularon lo que se conocía como red mundial para desviar energía hacia su propia ciudad. Gracias a un apagón que afectó a todo el planeta durante diez minutos, pudieron activar un campo de estasis de nivel 5.

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