Bueno, bueno, bueno...
Carraspeó y dejó a un lado sus guiones tórridos.
Si al menos ese tío hubiera sido un estúpido... Pero no. Tenía la cabeza bien amueblada. Era un hombre adorable. Apasionado, apasionante y divertido. Y sus compatriotas
as well
.
El tono había quedado claro: reinaría en esa casa una atmósfera, ¡choca esos
five!
, de camaradería y de buen rollo en plan acampada de
boy scouts
. Qué se le iba a hacer. Mejor así. Los niños estaban felices de tener de pronto tantos adultos cuya atención reclamar, y Kate estaba feliz de ver felices a los niños.
Nunca había estado tan guapa... Incluso esa mañana, con la resaca oculta tras unas grandes gafas de sol...
Guapa como una mujer que conoce el precio de la soledad y entrega por fin las armas.
Tenía un permiso de unos días y,
little by little
, se iba alejando de ellos. Ya no quería tomar la iniciativa, les confiaba la casa, los niños, los animales, los interminables partes meteorológicos de Rene y los horarios de las comidas.
Leía, se bronceaba, dormía la siesta al sol y ni siquiera trataba de fingir querer ayudarlos.
Y no era sólo eso... Ya no había vuelto a tocar a Charles. Ni una sola sonrisita cómplice más, ni una sola mirada que durara más de un segundo. Se había acabado el
kidding me or teasing you
. Se habían acabado los tesoros en la paja y los sueños de misionero.
Al principio sufrió por esa frialdad aparente que había adoptado la forma, tan desagradable, de la camaradería.
Entonces ¿así estaban las cosas? Por inesperado que fuera, ¿a partir de entonces se vería relegado al papel de miembro de una pandilla? Kate ya nunca lo llamaba por su nombre sino que decía
you guys
dirigiéndose a todos en general.
Shit
.
¿Le haría tilín el tipo ese de la melena? No era muy probable...
Le hacía tilín ella misma.
Jugaba, hacía el ganso, desaparecía con los niños y buscaba que le echaran la bronca
a la vez
que a ellos.
En el mismo plano que ellos.
Bendecía a esos adultos brindando docenas de veces por ellos a lo largo de comidas que duraban cada vez más y había aprovechado la presencia de ellos cuatro para mandar a paseo a la tutora.
Y eso la hacía feliz.
Charles, que, y era algo muy inconsciente, podría, o debería, haberse sentido... ¿cómo decir?... ¿intimidado?, ¿cohibido?, por esos muñoncitos de alas que asomaban por debajo de los tirantes de su sujetador, no hizo en cambio sino quererla más todavía.
Pero bueno, se cuidaba muy mucho de que ella lo notara... Había encajado bastantes golpes últimamente, y ese hueso que se asentaba sobre su columna vertebral para protegerle el corazón se estaba consolidando. No era el momento de abrir los brazos sin ton ni son.
No. No era ninguna santa... ¡Era una vaga de tres pares de narices que no daba un palo al agua, bebía como un cosaco, cultivaba maría (en eso consistía, pues, su «farmacopea del confort»...) y ni siquiera oía la campana de las comidas!
No había nada moral en ella.
Menos mal.
Ese descubrimiento bien valía un poco de indiferencia.
Paciencia, pequeño caracol, paciencia...
Pero ¿qué hacía él exactamente para tener tiempo de rumiar todas esas tonterías de viejo adolescente transido de amor? Barrer moscas.
No estaba solo. Se había traído también a Yacine y a Harriet que, tras ceder sus dormitorios a los de las barras y estrellas, habían decidido exiliarse con él.
Echaron a suertes las habitaciones y se pasaron dos días enteros comiendo telarañas y recorriéndose los diferentes silos como si fueran los almacenes del museo del Mobiliario nacional. Comentando, arreglando, decapando y dando una nueva capa de pintura a mesas, sillas, espejos y demás vestigios roídos por las termitas y los Capricornios de las encinas. (Yacine, algo irritado por tanta imprecisión acerca de los agujeros en la madera, les dio una clase: si la madera estaba agujereada, entonces era culpa de los Capricornios de las encinas; si tenía un aspecto como podrido-hojaldrado-friable, entonces era culpa de las termitas.)
Organizaron una pequeña
party
de inauguración, y Kate, al descubrir su habitación desnuda, decapada, blanqueada con lejía pura, austera y monacal, con todas sus carpetas de proyectos apiladas al pie de la cama, su portátil y sus libros sobre el ingenioso escritorio que se había montado en una recámara, se quedó un momento callada.
—¿Ha venido aquí para trabajar? —murmuró.
—No. Eso es sólo para impresionarla...
—¿Ah, sí?
Todos los demás estaban en la habitación de Harriet.
—Hay algo que querría decirle —añadió, asomándose a la ventana.
—¿Sí?
—Yo... Usted... Bueno... Si yo...
Charles se agarraba a su puñadito de cacahuetes.
—No. Nada —dijo Kate, dándose la vuelta—. Una habitacioncita muy
cosy
, ¿eh?
En los tres días que llevaba ahí, era la primera vez que la tenía para él solo, de modo que dejó dos minutos sus insignias de simpático lobato:
—Kate... hábleme...
—Soy... soy como Yacine —declaró ella bruscamente.
—No sé cómo decirle esto, pero... nunca más me expondré al más mínimo riesgo de volver a sufrir.
—¿Entiende?
—Es algo que me contó Nathalie... Muchos niños que están en hogares de acogida cuando sienten que va a haber algún cambio de pronto se vuelven odiosos y causan los peores tormentos a su familia. ¿Y sabe por qué actúan de esa manera? Por instinto de supervivencia. Para prepararse mental y físicamente a una nueva separación. Se vuelven odiosos para que su marcha se perciba como un alivio. Para pisotear el amor... Esa... esa burda trampa en la que tan cerca han estado de dejarse atrapar una vez más...
Kate deslizaba el dedo por el espejo.
—Pues yo soy como ellos, ¿sabe? Ya no quiero volver a sufrir.
Charles buscaba alguna palabra. Una, dos, tres. Más incluso, si eran necesarias, pero alguna palabra, por Dios bendito, alguna palabra...
—Usted nunca dice nada —suspiró Kate. Y, alejándose hacia la habitación de al lado, añadió: —No sé nada de usted. Ni siquiera sé quién es ni por qué ha vuelto, pero hay algo que debe saber. He acogido a mucha gente en esta casa and, es verdad, there is a Welcome
on the
mat, but...
—¿Pero?
—No le daré la oportunidad de abandonarme...
Kate volvió a asomar la cabeza por la puerta, vio a ese peso ligero noqueado de pie y paró la cuenta atrás.
—Para volver a temas más serios, ¿sabe lo que falta aquí,
darling?
Y, como Charles estaba de verdad demasiado
down
, añadió:
—Una Mathilde.
Escupió el protector y algunos dientes con él, y le devolvió la sonrisa antes de seguirla junto al buffet.
Y, mientras la miraba reír, alzar la copa y jugar a los dardos con los demás, pensó vaya mierda, entonces no lo iba a violar...
Se acordó también de un chiste de la ausente en cuestión.
—¿Sabes por qué los caracoles avanzan tan despacio?
—Pues...
—Porque la baba es pegajosa.
Entonces dejó de babear.
11
Lo que sigue se llama felicidad, y la felicidad es algo muy embarazoso.
No se relata.
Eso dicen.
Eso dicen algunos.
La felicidad es sosa, empalagosa,
boring
y siempre laboriosa. La felicidad aburre al lector. Mata el amor.
Si el autor tuviera dos dedos de frente, procedería, pues, a una elipsis.
Lo pensó. Consultó su manual de procedimientos literarios: Elipsis:
supresión de palabras que serían necesarias para la plenitud de la construcción, pero que las que sí están expresadas dan a entender lo suficiente para que no quede ni oscuridad ni incertidumbre
.
¿?¿?
¿Por qué omitir palabras que serían necesarias para la plenitud de la construcción de un relato en el que, justamente, tampoco es que haya habido tantas?
¿Por qué privarse de ese placer?
¿Con el pretexto de la escritura, escribir: «Esas tres semanas en Les Vesperies fueron las más felices de su vida» y mandarlo de vuelta a París?
Es verdad. Esas seis palabras: las, más, felices, de, su, vida, no dejarían ni oscuridad ni incertidumbre...
«Fue muy feliz y tuvo muchos hijos.»
Pero el autor refunfuña.
Se ha tenido que tragar taxistas, comidas familiares, cartas-bomba, desfases horarios, insomnios, desbandadas, concursos fallidos, solares embarrados, una inyección de Valium/potasio/morfina, cementerios, morgues, cenizas, cierres de cabarets, una abadía en ruinas, renuncias, negaciones, rupturas, dos sobredosis, un aborto, contusiones, demasiadas enumeraciones, decisiones judiciales e incluso coreanas histéricas perdidas.
Aspiraba también a un poquito de hierba-Perdón. De verde.
¿Qué hacer?
Seguir leyendo ese manual de procedimientos literarios.
Otras definiciones: 1.
Un relato elíptico respeta estrictamente la unidad de acción, evitando todo episodio innecesario y reuniendo todo lo esencial en unas pocas escenas
.
De modo que tendríamos derecho a unas cuantas escenas...
Gracias.
La Academia es demasiado amable.
Pero ¿cuáles?
Puesto que
todo
son historias...
El autor rechaza esta responsabilidad. La de distinguir lo que es «innecesario» de lo que no lo es.
Y, antes que juzgar, prefiere delegar en la sensibilidad de su protagonista.
Ha demostrado lo que vale...
Abre su cuaderno.
En el cual lo más parecido a una elipsis sería una elipse, o, lo que es lo mismo, un anfiteatro romano, la columnata de la plaza de San Pedro o la ópera de Pekín de Paul Andreu, pero en ningún caso una omisión.
En la página de la izquierda, un ticket de caja de la tienda de bricolaje a la que Ken, Samuel y él habían ido el día anterior. Siempre hay que guardar el ticket de caja. Eso lo sabe todo el mundo
.
Nunca está bien lo que has comprado. Nunca es el taco que hace falta, ni los clavos son del largo suficiente... Siempre se te olvida algo, y en este caso no habían comprado suficiente papel de lija. Las chicas se quejaron de las astillas...
En la página de la derecha, croquis y cálculos. Nada del otro mundo. Un juego de niños
.
Un juego para los niños, precisamente. Y para Kate
.
Kate, que no iba nunca a bañarse con ellos en el río...
—
Hay demasiado cieno
—
se quejaba con una mueca
.
Charles era la cabeza, Ken, los brazos, y Tom, la barca de apoyo, con cervezas fresquitas en el otro extremo de una cuerda enganchada al escalmo
.
Los tres juntos diseñaron y realizaron un magnífico embarcadero
.
E incluso un trampolín construido sobre pilotes
.
Fueron a buscar enormes bidones de aceite en el vertedero cercano y los recubrieron con tablones de pino
.
Previo incluso unos escalones y una barandilla estilo «dacha rusa» para tender a secar las toallas y acodarse en ella durante los interminables concursos de salto de trampolín que se desarrollarían después...
Siguió reflexionando durante la noche y, a la mañana siguiente, trepó a un árbol con Sam e instaló un cable de acero entre las dos orillas
.
Es lo que se ve en la tercera página
.
Esa especie de barra rara fabricada con un viejo manillar de bicicleta: la tirolina de los niños
.
Volvió por tercera vez (¡!) a la tienda de bricolaje y compró dos escalerillas más sólidas. Luego, con los otros «mayores» se pasó el resto del día relajado en su súper playa de madera, animando a un montón de monitos que pasaban por encima de sus cabezas gritando
¡Banzai!
antes de dejarse caer en mitad de la corriente
.
—
Pero ¿cuántos son?
—
preguntó pasmado
.
—
El pueblo entero
—
sonreía Kate
.
Estaban incluso Lucas y su hermana...
Los que no sabían nadar estaban desesperados
.
Pero no por mucho tiempo
.
Kate no soportaba ver a un niño desesperado. Fue a buscar una cuerda
.
Los que no sabían nadar se ahogaban, pues, sólo a medias. Tiraban de ellos con la cuerda hasta la orilla y esperaban a que se hubieran recuperado de tantas emociones y de todo el agua que habían tragado antes de darles permiso para volver a lanzarse
.
Los perros ladraban, la llama rumiaba, y las arañas acuáticas se mudaban de casa
.
Los niños que no tenían traje de baño estaban en calzoncillos, y los calzoncillos mojados se volvían transparentes
.
Los más púdicos se marchaban con su bicicleta. La mayoría volvía con un traje de baño y un saco de dormir en la cesta
.
En cuanto a Debbie, se
encargaba
de las meriendas
. She loved
el horno
para
pasteles de la Aga
.
En los dibujos de las páginas siguientes no se ve más que esto: siluetas de tarzanitos entre el cielo y el agua, colgadas de un viejo manillar de bicicleta. Con las dos manos, con una sola mano, con dos dedos, con un dedo, del derecho, del revés, cabeza abajo. A vida. A muerte
.
Pero también se ve a Tom remando en su barca para recoger a los más sonados, docenas de sandalias y de zapatillas de deporte alineadas en la orilla, reflejos centelleantes de sol en el agua por entre las ramas de un álamo, a Marión sentada en el primer escalón tendiéndole una porción de bizcocho a su hermano y aun bobo detrás que estaba a punto de empujarla al agua riéndose como el tonto que era
.