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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (13 page)

La mano fría de Marge en la suya; un corto abrazo, vehemente; las palabras de Marge, como un susurro: «Dios te bendiga, hija mía», ahogadas por lágrimas secas antes de que una mano dura como el acero agarrara por detrás a Helena del brazo y tirara violentamente de ella hacia la escalerilla para subir a bordo, demasiado entumecida como para poder demostrar cualquier emoción.

El muelle se fue alejando y la silueta oscura de Margaret, cada vez más pequeña entre los farolillos de los dos coches de caballos, acabó perdiéndose por completo en la oscuridad.

Marge, que la había acompañado desde su nacimiento, de modo que Helena creía de pequeña que tenía dos madres; Marge, que había llenado el vacío atroz tras la muerte de Celia, auxiliadora y consoladora, sin que saliera nunca de sus labios una queja, pese a estar acostumbrada a una vida mejor de criada en la distinguida casa de los Chadwick; Marge, que lavaba la ropa con agua helada y sacaba dos veces provecho a cada penique para las cosas más elementales de la vida. Cada milla que la proa cortaba y cada respiración alejaban a Helena más de ella.

«No sé si la volveré a ver alguna vez...» El dolor de la repentina despedida y el carácter irrevocable de la separación habían sido para Helena como un golpe en el estómago. Se sentía pequeña y perdida, como un indefenso juguete de las olas. Dio libre curso a sus lágrimas, que le arrasaron las mejillas.

—Toma. —De pronto Ian apareció a su lado y le ofreció un pañuelo blanco doblado con meticulosidad, con sus iniciales bordadas con hilo de seda del mismo color.

Helena luchó un segundo consigo misma. Recordó ese mismo gesto de él en aquel primer encuentro en los acantilados, que había tenido consecuencias tan enormes como inesperadas. Sin embargo, se lo agradeció en aquel momento y no se avergonzó de sus lágrimas, porque, por primera vez, no sentía en su presencia desasosiego ni enojo, sino consuelo. Tenía la impresión de no estar completamente sola. Ian parecía relajado, como liberado de una tensión agresiva, y consiguió que su presencia le resultara agradable.

—¿Jason se encuentra mejor?

Helena se enjugó las lágrimas y se sonó ruidosamente la nariz antes de asentir.

—Duerme como un tronco.

—Bien. Procuraremos que reciba los mejores cuidados para que se restablezca en los próximos días. —La miró escrutador—. Y tú también. Estás demasiado delgada.

No supo qué responder y apartó confundida la mirada. Él se recostó en la borda y encendió un cigarrillo protegiendo la llama de la cerilla del viento con la mano ahuecada.

—Allá enfrente está Grecia —dijo, indicando con un breve movimiento de cabeza la costa, apenas una línea fina y desdibujada en tonos terracota y verde aceituna.

Helena achicó los ojos, como si pudiera aproximar de esa manera la lejana orilla rocosa.

—¿Ya? —preguntó en voz baja, sintiendo una contracción ansiosa en la zona del estómago.

Con orgullo, casi con ternura, Ian pasó la mano por la barandilla de la borda. Era negra, al igual que el casco externo de metal, la cubierta y los remates. El negro era el color predominante, tanto fuera como dentro. Todos los camarotes estaban revestidos de la madera más oscura. Los muebles tenían apenas un ligero matiz rojizo que encontraba su eco en los tonos cálidos de los gruesos cojines y alfombras: escarlata, púrpura, coral y algún que otro naranja y amarillo vivo, con complicados motivos recamados y cuentas de colores.

—El
Kalika
es el buque de vapor más rápido que se ha construido en estos últimos dos años. Detesto las pérdidas de tiempo.

—¿
Kalika
?

—El nombre Kalika, comúnmente Kali, significa «la negra». Es la esposa de Shiva, un aspecto de la gran diosa Durga. Personifica la muerte y la destrucción. Los escalones del sureste que descienden al río Ganges, los
ghats
, se llaman
Kali ghats
a causa de las frecuentes epidemias de cólera. De Kalika se deriva el nombre de Calcuta.

Helena no pudo reprimir un escalofrío y se ciñó aún más el abrigo.

—¡Qué horrible llamar así un barco! Suena a mal presagio —murmuró contra el viento.

—Los hindúes piensan de otra manera. Al final, todas las cosas acaban siendo engullidas por el gran destructor, tal como se relata en uno de sus escritos sagrados. La muerte y la destrucción son parte inherente de la vida. Donde no hay destrucción tampoco puede haber nueva vida. Negar la muerte significaría no reconocer la realidad. Tú más que nadie tendrías que comprenderlo. El destino te ha permitido comenzar una nueva vida después de cada fallecimiento, en Cornualles en aquel entonces, y ahora a mi lado.

—Sí —respondió Helena con amargura—, a mi pesar.

—Ese es el carácter del karma. Se puede obrar con él, pero no contra él.

Lágrimas calientes acudieron a los ojos de Helena cuando recordó su infancia en Grecia. Se vio a sí misma de pequeña, riendo y chillando de alegría al bajar por una colina bañada por el sol, sentada delante de casa en la tierra caliente y jugando con los grillos que tenía de mascotas tal como había observado hacer a otros niños de la ciudad. Los días eran ligeros y estaban libres de preocupaciones, llenos del amor que llenaba cada rincón de la casa y de la calidez que sentía tanto en la piel como en el corazón. Después le sobrevino la frialdad, una frialdad gélida, tanto externa como interna, cuando Celia se marchó de su lado. Todos los golpes del destino habidos a partir de entonces parecían una pálida sombra de esa primera pérdida, que nada ni nadie había sido capaz de subsanar. Que tres años después de abandonar la isla un terremoto la asolara en buena parte, reduciendo a escombros calles y edificios, le pareció una señal de que aquella época de su vida se había perdido irremediablemente.

—Créeme, sé lo que significa perder tu tierra y a tu familia. —Ian parecía haber adivinado sus pensamientos.

Ella lo interrogó con la mirada.

—Nací y me crie entre montañas, en un valle solitario y recóndito, muy arriba, en el Himalaya. Algunos dicen que es el valle más hermoso del mundo. Tuvimos que irnos de allí cuando yo tenía doce años. Durante semanas enteras estuvimos huyendo, y esa huida acabó ocasionando la muerte de mi familia.

—Eso... eso no lo sabía. —A Helena le ardían de vergüenza las mejillas.

—Tampoco me has preguntado nunca nada al respecto. —Con un movimiento indolente de la mano, Ian arrojó el pitillo a las olas coronadas de espuma y se apartó de la borda. Sin una palabra más, sin mirarla, desapareció bajo cubierta, dejando a Helena, una vez más, desconcertada.

El tiempo se fue volviendo más cálido cuanto más al sur los llevaba el
Kalika
por mar. Al principio, Helena disfrutaba del sol en cubierta envuelta en su abrigo, hasta que pudo ponerse los vestidos ligeros de colores claros que Jane sacó de las cajas, cosidos por los sastres más solicitados de Savile Row, cada cual más hermoso y más primorosamente trabajado. A comienzos de diciembre alcanzaron la costa de Egipto. Apoyada en la barandilla de la borda observó el abigarrado trajín del puerto de Bur Sa’id, asombrada del colorido de los vestidos, de la gente y las mercancías, del barullo babilónico de sonidos extranjeros que era incapaz de identificar. Le habría gustado desembarcar, pero Ian instaba a la tripulación a darse prisa cargando en el barco las mercancías necesarias, como si no pudiera desperdiciar ni una hora.

El
Kalika
navegó luego plácidamente por el estrecho canal de Suez. El canal, inaugurado hacía siete años y una maravilla de la ingeniería moderna, reducía la duración de la travesía marítima a la India a tres semanas escasas, es decir, a casi la mitad. El barco se deslizó junto a campesinos que llevaban sus vacas esqueléticas al abrevadero y junto a zonas yermas de arena y bosquecillos de palmeras en dirección al mar Rojo, un mar sagrado para la cristiandad; pasó por un paisaje rocoso y arenoso en tonos ocre antes de navegar por la amplia superficie azul del Índico, aparentemente sin fin, sin costas ni orillas. Una calma inquietante los recibió allí, y el oleaje en la quilla y el siseo de la espuma formaban parte de esa calma.

Helena se quedaba con frecuencia adormilada al sol o, al mediodía, a la sombra en una tumbona; jugaba al corre que te pillo con Jason o ambos se pasaban el balón de parte a parte de la cubierta, y más de uno desapareció para siempre en el mar al caer por la borda entre gritos y risas. Eran días alegres, apenas enturbiados por las cavilaciones acerca de por qué se encontraban en aquel barco o lo que los esperaba al final del viaje, días de alivio también para Helena por el hecho de que apenas se encontraba cara a cara con Ian. El débil aroma a tabaco cerca de la puerta de la cabina situada al final de la cubierta inferior delataba que se ocultaba allí, pero no era capaz de imaginar qué lo retenía tantas horas, a veces incluso días, de modo que apenas aparecía por el salón para las comidas, y prefería no hacer cavilaciones al respecto. En su ausencia respiraba con mayor tranquilidad y agradecía esa circunstancia encarecidamente.

Era Mohan Tajid quien siempre estaba en todas partes, quien seguía enseñando a Helena el hindi y controlando el montón de deberes que el señor Bryce le había entregado a Jason y con los cuales se pasaba varias horas al día entre sudores y quejas. Y, poco a poco, de una manera casi vacilante, fueron colándose las primeras preguntas por el país que era su futuro y del cual Helena apenas sabía nada. Mohan Tajid, solícito, le daba la información pertinente por las tardes, en el salón, donde el brillo de las velas en los sólidos candelabros de latón hacía resplandecer la madera oscura como si tuviera luz interior.

—La India se extiende desde las alturas heladas, las montañas boscosas y los valles verdes del Himalaya, en el norte, pasando por los desiertos del oeste, las estepas, las tierras de matorral y los campos fértiles a lo largo de los ríos, hasta los bosques tropicales y las playas del suroeste y las llanuras y los arrozales del delta del Ganges en el sureste. Es un país muy antiguo, inconmensurablemente rico y, al mismo tiempo, inimaginablemente pobre; su historia, agitada e inestable, se remonta a casi tres mil años antes del nacimiento de Cristo. La India ha sufrido muchas invasiones y, a menudo, pueblos extranjeros han dominado su territorio. Sin embargo, de ese dominio foráneo el país ha resurgido más rico y diverso; apenas puede contarse el número de sus pueblos, sus idiomas y sus religiones. Los soberanos mogoles trajeron el islam al país, pero yo solo puedo hablar de mi India, de mi lugar de origen y de lo que he visto.

»Nosotros, los hindúes, nacemos perteneciendo a una de las cuatro castas o
varnas
, “colores”. En lo más alto están los brahmanes o sacerdotes, por debajo los
kshatriyas
, soberanos y guerreros cuyo deber es proteger el país. Esto de aquí es el símbolo de las dos castas superiores —dijo señalando el cordón dorado que le recorría el tronco desde el hombro izquierdo hasta la cadera derecha—. Por debajo de ellas están los
vaishyas
, campesinos y comerciantes, y a estos los siguen los
shudras
, que son los sirvientes de todos los demás. Aparte de estas cuatro
varnas
están los
harijan
s o parias, los intocables. Quien los toca se vuelve impuro, pues no conocen ninguno de los tabúes de nuestra fe. La
varna
en la que uno nace es el karma, el destino, y determina la misión que debe llevar a cabo en esta vida.

»No sé cómo se vive como brahmán o como
vaishya
. Yo solo puedo hablar de mí mismo. Yo nací
kshatriya
en una antigua familia de
rajputs
. El nombre procede de
rajputras
y significa “hijos de príncipes”. Y eso es lo que somos, hijos de príncipes, soberanos y guerreros. En nuestras tierras se dice que el
rajput
venera su caballo, su espada y el sol, y que presta más atención al canto guerrero del
vate
que a la letanía del brahmán.

»El honor y lo sagrado de la palabra dada en su día están por encima de todo, incluso por encima de nuestra propia vida y la de nuestra familia. Aquel que menosprecia o rompe los ritos de los antepasados acaba en el infierno. Para un
kshatriya
no hay nada más meritorio que hacer la guerra que su karma le ordena. Nuestros antepasados fueron héroes, y esa es nuestra herencia, nuestro
dharma
.

—¿
Dharma
? —Helena lo miró desconcertada.

Mohan Tajid sonrió.

—El
dharma
es el principio básico del universo, el fundamento de todas las cosas. Se expresa en el ordenamiento del cosmos y en la actuación correcta, es una ley moral que uno debe seguir en consonancia con su karma. El karma determina el destino de cada uno de nosotros, nuestro karma en esta vida está determinado por nuestras acciones en la vida precedente. Quien se rebela contra su karma, o quien actúa en su contra, vuelve a nacer una vida tras otra en el ciclo eterno de la reencarnación, del
samsara
. Pero quien acepta su karma, quien actúa conforme a él en lugar de en su contra, caminará por la senda que conduce al
brahman
, a lo divino que todo lo abarca, y podrá alcanzar por consiguiente la liberación del ciclo de la reencarnación, la
moksha
. Solo el conocimiento del karma, la comprensión verdadera, puede significar la redención. En las antiguas escrituras, los Vedas, se dice: «Y aunque fueras el peor de los pecadores, ese conocimiento por sí solo te sacaría como en una balsa del río de tus pecados.» El fuego del conocimiento convierte el karma en cenizas.

A Helena le zumbaba la cabeza. Le ardían las mejillas y se rebelaba interiormente contra lo que había escuchado, contra el destino que la había llevado hasta allí. El relato de Mohan Tajid había avivado los pensamientos sobre su suerte, que había conseguido mantener a raya hasta entonces. No quería pensar, como tampoco quería muchas otras cosas. Lo que quería era recuperar su antigua vida y, al igual que se daba cuenta de que se estaba rebelando contra su destino impuesto, se daba igualmente cuenta de que esa lucha sería en vano. Se puso en pie con rapidez y empezó a dar vueltas de un lado para otro por el salón. Luego se detuvo delante de una estatua de bronce que, desde el primer momento, la había repugnado y fascinado: una gran figura de mujer de ocho brazos bailando, con los ojos desorbitados, la lengua fuera y un collar de calaveras en torno al cuello. Al resplandor parpadeante de las llamas tenía un aspecto vivo y temible; sin embargo, Helena no podía apartar los ojos de ella.

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