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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (27 page)

En cosa de pocos días, se había convencido totalmente de la necesidad de estudiar los tenebrales que había visto balancearse colgados de los techos de las cuevas y los corredores. Estaba seguro de que aquellas criaturas pertenecían a una extinguida especie de animales de presa.

Firebrand se agachó para entrar en su cubículo. Brithelm ni siquiera se movió, absorto como estaba en el libro, con sus extrañas gafas triangulares apoyadas en el caballete de la nariz.

Firebrand carraspeó.

—¿De manera que era una abadía lo que construíais allá arriba, en las montañas Vingaard? —preguntó, receloso de aquel excéntrico joven que tenía delante.

El individuo continuó atento al texto, que tenía extendido sobre su regazo, inclinada la espesa maraña roja de su pelo para leerlo mejor mientras sus ásperas manos recorrían rápidamente las líneas. Las garrapateadas letras de los Hombres de las Llanuras se reflejaban en los brillantes triángulos de sus lentes.

—Dice el libro, padre Firebrand, que esos...
tenebrales,
como vos los llamáis, no soportan la luz del sol. ¿De veras es así? —quiso saber, levantando al fin la vista del volumen.

—La cosa es bastante peor, hermano Brithelm —explicó Firebrand, a la vez que, con un susurro de sus ropas y pieles, tomaba asiento en la única silla de la escasamente amueblada pieza. Se apoyó en el duro respaldo y agregó—: La luz del sol los mata, sí; los encoge en el acto y quema sus alas. Me figuro que ha de ser una muerte horrible. Pero yo os preguntaba por vuestra abadía. Habladme de ella.

—¿Y de qué viven?

—¿Cómo?

—Me refiero a los tenebrales.

El hermano Brithelm tenía el rostro encendido. Era tal su interés por el tema, que no estaba dispuesto a abandonarlo.

La memoria de Firebrand se agitó y retrocedió a la imagen de un frágil muchacho atento a su primera caza. El namer frunció el entrecejo, obligando a su mente a volver al momento actual y al desaliñado joven sentado en el suelo delante de él.

—¿Qué comen los tenebrales? —inquirió Brithelm.

Firebrand se corrió incómodo en la silla. Por lo visto, el cautivo no estaría satisfecho hasta que lo supiera todo acerca de los dichosos tenebrales. Pero tampoco él se consideraría satisfecho mientras no obtuviese información sobre el misterioso santuario de las montañas y el caballero que se acercaba con los ópalos en cuestión.

Añoraba la banqueta que utilizaba para ciertas ceremonias, la suave adaptación del tejido de juncos.

Parecían haber llegado a un callejón sin salida.

—No tengo ni idea de lo que comen, hermano Brithelm. En cuanto a vuestra...

—¿Creéis que los tenebrales podrían vivir en la superficie, una vez anochecido? —lo interrumpió Brithelm—. Por eso pregunté de qué se alimentan. Porque, si lo que comen puede encontrarse fuera, entonces...

* * *

Firebrand no le oyó.

Recordaba otra cosa: el desafortunado asalto de la noche anterior. Había intentado arrebatarle por sorpresa las piedras al que las traía. Habría sido mejor de esa forma, antes de que el joven caballero y sus acompañantes se acercaran lo suficiente a la entrada para descubrir el camino que los conduciría donde se encontraban los que-tana.

Firebrand había ordenado a los guerreros de esa tribu que, si era preciso, mataran al caballero o a cualquiera de los que cabalgaban con él. No se presentaría otra ocasión tan propicia como el momento de su ataque, cuando una cuchillada en plenas estribaciones de las montañas Vingaard habría puesto un rápido y fácil fin al asunto. De haber sucedido así, él tendría ahora los ópalos.

Y el joven sentado delante de él habría podido ser eliminado.

Pero hasta la luna constituía una luz traidora para los subterráneos que-tana. Escondidos en los oscuros bosques, habían preparado una emboscada contra sir Galen y su gente, pero la luz nocturna resultaba desconcertante, amenazadora, y los que-tana habían fracasado en su misión.

Los responsables del fallo habían pagado un alto precio. Ahora pendían de sus trenzas en la Cámara de la Noche, la profunda y enorme caverna situada debajo del Pórtico del Recuerdo. Allí los condenados aguardaban la llegada de los vespertilios, aquellos gigantescos murciélagos que, incapacitados para volar, rondaban por los oscuros rincones del reino de Firebrand.

Y los vespertilios siempre estaban hambrientos.

«Yo mismo soy un vespertilio —pensó Firebrand con una torcida sonrisa—. No, mejor todavía. Soy una araña oscura y subterránea, que teje complicadas redes en estos aposentos, sin más compañero que un chiflado clérigo prisionero, cebo y hermano a la vez para el grupo que se acerca. Para sir Galen Brightblade, que lleva los ópalos.»

—Habladme de vuestro santuario, hermano Brithelm —repitió Firebrand, ya de mejor humor.

—¿De mi santuario? —exclamó Brithelm, aunque sus relucientes ojos volvieron al libro—. La verdad es que nunca lo consideré mío.

Y, mientras el joven respondía sin apartar la vista de la lectura, Firebrand contempló el laberinto de estalactitas del abovedado techo y se perdió en la red de las palabras de Brithelm.

Habló éste de una serie de casas de madera sobre pilotes, igualmente de madera, un montón de tiendas y cobertizos más parecido a un albergue para vagabundos que a un lugar sagrado. Aquel conjunto tenía el aspecto frágil y casi melancólico de una fortaleza de juguete, vulnerable a la invasión y al fuego. Expuesta a los defectos de una mala arquitectura y al derrumbamiento de las vigas, por ejemplo.

En todo aquel lugar, los pájaros se elevaban en el aire entre unos gritos semejantes a los que emiten las palomas al emprender el vuelo. Las aves hacían eses en el cielo y planeaban en dirección sur hasta desaparecer, con el frío viento de las montañas silbando detrás de ellas.

Una persona tras otra acudían a Brithelm, procedentes de las estribaciones de la cordillera y de las llanuras de Solamnia y Coastlund. Arrostrando las inclemencias del tiempo, los rocosos senderos y el constante peligro de goblins, trolls y bandidos, la gente acudía a su destartalado santuario de las montañas. Y Brithelm tenía palabras afectuosas para todo el mundo.

De Palanthas habían llegado dos mujeres ya algo mayores, que sólo llevaban consigo un juego de fina porcelana y un loro disecado que, según ellas, predecía el tiempo. En su tercer día de permanencia en el campamento, quedaron empapadas a causa de un inesperado aguacero, y el resultante resfriado las tuvo confinadas allí durante una semana entera.

Hubo también un capitán pirata de Kalaman, cuyas pesadillas de naufragios lo martirizaban tanto que, finalmente, lo habían forzado a retirarse. En la quietud de las montañas, y ayudado por la tranquilizadora presencia de Brithelm, aquel hombre conseguía dormir aunque sus sueños no fuesen precisamente dulces. Se acostaba en un bote salvavidas colgado de las estacas de una de las improvisadas chozas de Brithelm, mientras que su grumete permanecía arriba en la cabaña. Cada hora, durante la noche, el chico tenía que tocar una campana a través de una trampilla en el suelo, directamente encima de la cabeza del capitán, con objeto de despertarlo para que no se ahogara en sus alucinaciones.

Había allí, asimismo, una hermosa joven rubia, más o menos de la edad de Brithelm. Se llamaba Evalinde y parecía albergar ciertas intenciones con respecto al metafísico hermano. No la descorazonaba el hecho de que él no le hiciese caso, ocupado como estaba en convocar a los pájaros y con otras extrañas formas de meditación como, por ejemplo, la de colgar un lagarto encima de un complicado dibujo realizado sobre pergamino y buscar una iluminación de su mente.

Cuesta creer que una mujer inteligente como Evalinde creyera en esas historias y se interesara en serio por Brithelm. No obstante, lo visitaba por la noche, deslizándose desde su propia tienda hasta el cobertizo del hombre cuando las dos lunas, la roja y la plateada, lucían al mismo tiempo.

Las dos viejas de Palanthas consultaban a su loro respecto de esas citas y, por lo visto, él les hacía saber que Evalinde proporcionaba visiones al hermano Brithelm. El capitán pirata, como es lógico, tenía unas teorías distintas.

En el campamento había unas cuantas almas desplazadas más, quizás una docena en total, incluyendo a un extraño enano, que había llegado de los dioses sabían dónde para venderle pergamino y lagartos a Brithelm.

Pero el personaje más original de todos era el juglar ciego. Brithelm se mostró peculiarmente reservado respecto a él, pese a que Firebrand lo acribilló a preguntas. De modo superficial, primero, pero más intenso cuando el misterio pareció envolver la figura de ese Shardos. Mas no logró averiguar nada.

—¿Cuánta gente —preguntó— hubo en vuestro santuario en el momento de mayor afluencia?

—¿De mayor afluencia? —repitió Brithelm, echándose hacia atrás en el frío suelo del cubículo, con las manos en el cogote.

—Sí. ¿Cuándo hubo más gente? —insistió Firebrand, inclinado en su dura silla.

—¡Oh! Tanto podía haber una persona como siete. Depende de cómo se cuente... U ocho, si añadimos los perros. ¿Contáis también los perros, padre Firebrand?

No. Firebrand no los contaba. Brithelm se explicó.

—Veréis... Si me contáis a mí, sólo había una persona que realmente estuviera allí de manera constante. Los demás eran visitantes que permanecían durante cierto tiempo. Evalinde y el enano, el capitán y el grumete, el juglar y su perro... Pero vos no contáis a los perros... Ah, y las dos ancianas de Palanthas. ¿Contáis a los loros disecados? Aquellas mujeres tenían uno. Contándolo, pues, en su momento fuimos nueve.

Firebrand tampoco contaba los loros.

—¿Quién se ocupaba de vos mientras vivisteis allí, hermano Brithelm?

—¿Quién se ocupaba de qué?

—De proporcionaros comida, protección...

—Una vez vino Bayard Brightblade, sir. Con mi hermano Galen. Creo recordar que trajeron hogazas de pan y huevos. Y quizá también patatas y queso.

«Ah, conque Galen Pathwarden. Sir Galen Pathwarden, que merodea por la superficie de estas tierras y ha liquidado a más de un explorador y un tirador... y muchos mercenarios. Si nos invade y se atreve a descender a estas profundidades, no le van a gustar estas tinieblas.»

—¿Y hay alguna... historia que haga referencia a esos tenebrales? —preguntó Brithelm.

—Perdón... ¿Cómo decís?

—¿Existe alguna tradición? —añadió el joven clérigo con la vista fija en el techo—. Ya sabéis que me interesa mucho la tradición.

Firebrand suspiró.

—Si hay algo, estará en el libro que tenéis delante. La fauna no constituye el fuerte de nuestra biblioteca.

El namer carraspeó, y Brithelm lo miró con expresión de inocencia.

—En cambio, los minerales sí. Rocas, tanto ígneas como sedimentarias. Yeso y piedra caliza. Y gemas como... éstas.

Firebrand se quitó cuidadosamente la corona y se la mostró a Brithelm. Actuó llevado por un impulso. Algo en su interior le decía que era justo que el hombre viese las piedras que le costarían la vida.

Tal vez.

Aún no había decidido lo útiles que podían resultar los Moradores de la Luz, en cuanto los ópalos estuviesen engarzados en la corona.

Sin embargo, lo que guió la mano del namer fue algo más que cierto sentido de la justicia. Anhelaba encontrar un espíritu similar, otro visionario que pudiese contemplar las piedras y saber que el namer de los que-tana se hallaba en el borde de la profecía, a punto de conseguir el máximo poder imaginable: el poder sobre la vida y la muerte.

Brithelm se apoyó en un codo y examinó los ópalos. Una vez devuelta la corona a Firebrand, se echó de nuevo y apoyó la mejilla izquierda contra el frío suelo de roca de la cámara.

—¿Tenéis algo para comer, sir? —preguntó al fin—. Por lo visto, estar secuestrado abre el apetito. Cualquier cosa me vendrá bien. No hace falta que sea nada especial ni fino, pero, por favor, que no lleve nabos, padre Firebrand. Los nabos son lo único que me trastorna las entrañas. Si por error como nabo, tengo que permanecer echado del lado derecho por espacio de una hora con el brazo izquierdo por encima de la cabeza. Es la manera de que mis órganos vuelvan a su debido orden.

—Ya entiendo —contestó Firebrand, de mal humor, porque veía desvanecerse sus esperanzas.

Aquel muchacho parecía más chiflado que clarividente, con sus manías referentes a los tenebrales y a los nabos. Pero, aun así, Firebrand albergaba cierta confianza.

—Os enseño las piedras, hermano Brithelm —anunció, balanceando la corona en su mano izquierda—, porque un dios me habla a través de ellas.

Brithelm alzó la cara del suelo y arqueó una ceja. Y, en su aislamiento, el namer le habló de las órdenes del dios Sargonnas, de la profecía que le habían asegurado y de los poderes que el dios le prometía.

Explicó que necesitaría seguidores. Hombres enteros y valientes y, sobre todo, con intuición.

Cuando Firebrand hubo terminado, la pieza quedó en silencio durante largo rato. Ambos hombres estaban sorprendidos del curso que había tomado la conversación.

—¡Vaya empresa, la vuestra, padre Firebrand! —exclamó al cabo Brithelm—. ¿O no?

El namer dio la callada por respuesta. No sabía qué decir.

—Pero yo quisiera saber una cosa —continuó el joven clérigo, de nuevo con la cara pegada al suelo y ahogada su voz por la piedra—. ¿Qué pasará si ese Sargonnas miente?

* * *

Firebrand se levantó y, después de una fría despedida, abandonó el cubículo. Avanzó a grandes zancadas sala abajo, golpeando el pétreo suelo de la caverna con el largo báculo de madera que era símbolo de su poder. Maldiciendo al clérigo por su blasfemia y su tozudez, el namer se detuvo al pie de una antorcha que chisporroteaba en su soporte y, a aquella luz tan pronto amarillenta como verdosa, examinó el cayado con detención.

Llevaba éste unos grabados en forma de animales de las llanuras, cuyos nombres Firebrand ya no recordaba. Sorprendido por su propio fallo, el namer se apoyó en la pared y rompió a llorar.

Estaba olvidando las Tierras Luminosas.

Había tenido razón desde un principio. El tiempo apremiaba, y pocas eran las personas honestas. Y él estaba solo y aún no había alcanzado el poder.

Pero los ojos de dioses estaban a menos de kilómetro y medio, y se aproximaban con la velocidad de una amenazadora tormenta.

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