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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (26 page)

* * *

Todos los pensamientos y las energías de Bayard eran para su pierna. Pesadamente apoyado en el hombro de Brandon, permanecía ojeroso al frente del grupo, fija la mirada en la nada mientras el joven lo guiaba por el dentado y silencioso interior de la caverna.

Bayard Brightblade se sentía impulsado por algo que no podía expresar con palabras. Era un viaje a través de la noche, por un inseguro camino cuyos indicadores, viejos y deteriorados por la acción del tiempo, de nada servían.

Aquello le recordaba las calles de la antigua Palanthas, por las que había andado de pequeño, huérfano y abandonado.

Los edificios eran de piedra en Palanthas, a partir del punto en que la gran Calle del Sur se estrechaba para penetrar hacia el norte en el corazón de la ciudad. Claro que en los abandonados callejones también había construcciones de ladrillo y de zarzo, así como algunos cobertizos de madera, pero predominaba la piedra, y Bayard Brightblade, a sus catorce años, recién llegado de un derrumbado castillo donde había tenido que presenciar el asesinato de padres y siervos, halló unos momentos de paz en medio de aquella pétrea quietud.

No obstante, para un muchacho del campo, las calles de una ciudad resultaban tan poco familiares como la cara de la luna. Tan extrañas como la luna negra que aún no había visto nadie, pero que, según las leyendas, las odas y la metafísica, tenía que existir para que las cosas tuvieran sentido.

Había seguido la calle hacia el norte, donde las casas se arrimaban más al bordillo. Siempre avanzaba en la misma dirección, y los olores a basura, especias y sudor se habían fundido con el lejano soplo de agua salada que percibió cuando, delante de él, los rayos de luna recorrieron el mármol de los edificios públicos y la rielante bahía de Eranchala.

Al oeste de allí se había alzado una torre... Ahora, Bayard ya no recordaba si había pasado por delante de ella, o si sólo estaba cerca cuando se dio cuenta de su existencia. Lo único que había quedado en su memoria era que, de repente, la torre se incendió, viéndose lamida por unas blancas llamas como si la hubiesen rociado con petróleo para pegarle fuego después. Tan reciente todavía la devastación de las tierras y la casa familiar, el muchacho se detuvo extasiado. Esperaba oír voces de alarma y notar el olor del humo.

La torre ardía, pero sin consumirse. Ardió brevemente, y luego se apagó hasta ser casi invisible: sólo una negra silueta contra una grisácea oscuridad.

Fuego de San Telmo, lo llamaban. El fuego de Branchala. Pero él no sabía esas cosas cuando vio la luz, la extraña y maravillosa incandescencia en el cielo del oeste.

Creyó, por el contrario, que el sol se había puesto en la torre. Y lo interpretó como una señal. Aunque aún no sabía qué se esperaba de él, tuvo la impresión de que le habían concedido algo. De que la torre incendiada daba a Palanthas un carácter extraordinario, distinto del de las anónimas llanuras, colinas y montañas por las que había pasado para llegar hasta allí. Al menos, aquello significaba algo. Y, si bien durante los meses siguientes se preguntaría de qué «algo» se trataba y si, en realidad, tenía un sentido, había decidido que sí, pese a que fuera de un modo misterioso. Porque al vivir en Palanthas, debajo de carros abandonados o de puentes y pasando a veces la noche en algún cobertizo y el día en la red de túneles que constituía la Gran Biblioteca de Palanthas, pronto descubrió el libro que habría de revelarle la maldición del Castillo Di Caela y el papel que él haría en su eliminación.

Todo ello, por un mero accidente del tiempo.

* * *

Imposible saber lo que pensaban los demás. Lo que pasaba por la mente de sir Andrew, de Marigold o del muchacho llamado Raphael, resultaba tan misterioso como una escritura antigua. En una hora, y contra el parecer de Enid y pese a las recomendaciones de los caballeros ya entrados en años, Bayard había hecho descender al grupo hasta todavía más abajo, donde la obra de albañilería daba paso a la tierra y la roca ígnea. Ni siquiera las raíces más profundas llegaban hasta allí, aunque abundaba el agua, que silbaba a su alrededor y goteaba de cada grieta y afloramiento, como si todo aquel mundo fuese una esponja empapada.

Gileandos se apoyó en la pared, que estaba fría, musgosa y desagradablemente húmeda.

—En erecto —afirmó, deseoso de dar la razón a su señor—, y, si puedo dar mi humilde opinión como físico y alquimista que soy, debo insistir en que nada de lo que he visto, oído u observado por aquí, tiene por qué ser nada más que la acción natural de los elementos.

Bayard, Robert y Brandon miraron al tutor con desprecio. De pronto, Gileandos abrió desmesuradamente los ojos. Su delgada mano, de dedos paliduchos, se deslizó por la pared que tenía detrás y al instante se apartó con un gesto de asco de su dueño.

—¿Qué ocurre ahora, cargante preceptor? —le soltó sir Robert.

Pero Gileandos había perdido el habla y avanzó tambaleante hasta el centro de la galería. Brandon ayudó a Bayard a mantener solo el equilibrio, corrió detrás del anciano y apoyó una mano en la pared.

En el acto notó una superficie elástica, mojada y coriácea que latía bajo sus dedos. Con voz queda e insegura se volvió hacia los compañeros, luchando por no perder la compostura.

—No..., no puede ser, Bayard —jadeó, aunque sus palabras apenas pasaron de ser un tembloroso murmullo—. Esta pared... ¡esta pared vive!

—¿Cómo? ¡En tal caso, yo soy el Príncipe de los Sacerdotes de Istar! —replicó con un bufido sir Robert, al mismo tiempo que daba un paso adelante para desmentir semejantes tonterías.

Pero la mano de Bayard lo detuvo, y el herido cojeó en dirección a Brandon al mismo tiempo que se quitaba los guantes.

La pared era flexible, efectivamente, y estaba húmeda. Desde lejos parecía de piedra y, sin duda alguna, en algún momento otros se habían confundido también, ya que, fuera lo que fuese aquello que los apiñados caballeros tenían delante, aparecía cubierto de dibujos, arañazos y misteriosos signos. Sólo desde muy cerca podían distinguirse los poros y el coriáceo perfil de lo que, según su aspecto, era piel.

—¡Gileandos! —susurró Bayard—. ¡Rápido! ¿Qué leyendas hay respecto de grandes criaturas subterráneas?

—Eeeh... —contestó el tutor—. Eeeh...

Toda su sabiduría fallaba ante la perspectiva de semejante peligro.

Sir Andrew lo abofeteó con un guante, pero el viejo preceptor no pasó de gorgotear y balbucir algo ininteligible.

—Si puedo tomarme la libertad... —dijo entonces sir Brandon Rus, examinando con detención la ondulante superficie.

Bayard se volvió hacia él y oyó cómo los demás se arracimaban todavía más.

—En algunos libros donde habían compilado tradiciones —comenzó Brandon— hallé mención del daergryn, como los elfos lo llaman. Es el gusano gigante que sostiene sobre su espalda todo Ansalon. En tiempos de Huma recibía el nombre de Tellus, y en lenguaje vulgar es, simplemente, el «gusano del valle».

—¿Habíais oído hablar de eso, Gileandos? —preguntó Bayard.

Él anciano tragó saliva e hizo un gesto afirmativo.

—Es la forma mitopoética en que, en épocas menos científicas, la gente se explicaba los ruidos y temblores de la tierra. «Ya se mueve el gusano del valle», murmuraban en las aldeas. De ahí procede la expresión de «el gusano se ha vuelto», cuando se producía algún gran cambio o cualquier perturbación.

Alentado por esos conocimientos, el erudito cruzó los brazos con aire triunfante, pero, al recordar que el gusano en cuestión no era un mito ni fruto de la poesía, empezó a tartajear de nuevo.

—Gileandos —dijo Bayard, calmando al hombre con sólo posar una de sus manazas en el hombre de éste—, supongo que, en este momento, todos podemos decir que el gusano se ha vuelto. Y temo que los movimientos se repitan. Es hora de que sepáis todos lo que yo leí en los documentos del Castillo Di Caela. Quizá, con suerte y si los dioses nos amparan, logremos apartar de nosotros las promesas y las amenazas que un día heredamos.

Agachado junto al enorme gusano, sir Bayard Brightblade reveló cuanto sabía: que las violentas «desgarraduras de la tierra» formaban parte del plan de un hombre ya muerto, que se había valido de una venganza cuatrocientos años antes; que, de algún modo, un ingenio —sin duda un invento de los gnomos, o un antiguo e incomprensible mecanismo— había sido puesto en marcha por la ira y el odio del mismísimo Escorpión destruido por Bayard poco tiempo atrás; y que, según parecía, ahora estaba a punto para despertar a la monstruosa criatura y destrozarlo todo, «desde las montañas Vingaard hasta las Llanuras de Solamnia, incluso los cimientos de esta mortífera casa».

Lo que eso significaba, y cómo se produciría semejante desastre, era algo que ni siquiera Bayard Brightblade sabía.

15

Siete piedras eran las engarzadas en su corona. Siete ojos de los dioses: uno traído de arriba, y los otros seis extraídos de las oscuras minas de las montañas Vingaard.

Para Firebrand, no eran suficientes.

¿Acaso la corona no había sido creada para contener trece piedras?

Sí, los timoratos le habían advertido en contra, amenazándolo con los dedos: «El poder sobre la vida y la muerte no le corresponde al hombre, y nadie debiera intentar poseerlo. Porque ¿qué derecho tiene el hombre a gobernar las llanuras y las cavernas, los lugares que le dan vida, lo alimentan y reciben su cuerpo cuando ha dejado de existir?».

¡Bah! ¡El argumento de personas débiles, sin carácter, cuyo falso misticismo no servía más que para esconder el miedo! Uno podría preguntarse, igualmente, qué derecho tenía un hombre a gobernarse a sí mismo.

Pero había algo más. Mucho más, en realidad. Firebrand lo había sentido al hacerse más intensas y agotadoras las visiones, cuando las historias de quienes lo rodeaban adquirieron dolorosa y cruda vida en su mente. Había momentos en que Firebrand creía volverse transparente, cuando la luz de las antorchas brillaba a través de sus manos extendidas, cuando él miraba a través de sus palmas y veía los trabajos de talla en las paredes de piedra del corredor. Era sólo cuestión de tiempo, se dijo, que por fin se elevara por encima de sí mismo.

Razón de más para conseguir la piedra decimotercera y, con ella, el poder sobre la vida y la muerte. Porque, cuando la profecía se cumpliera y él, Firebrand, devolviese a la superficie a los que-tana, gobernaría a todos los Hombres de las Llanuras cuando la historia siguiera su curso.

Firebrand se alzó despacio de su trono. Abajo, los que-tana proseguían con su trabajo, explorando incansables la piedra en busca de ojos de los dioses. El namer apartó la vista de ellos, y su túnica de piel de oso agitó el estancado aire del Pórtico del Recuerdo, haciendo oscilar las llamas de las velas. Luego subió los peldaños esculpidos en las estalactitas que se elevaban por encima del trono y se adentró en el pasillo que lo condujo hasta más allá del Salón de los Cantos, donde las mujeres recitaban sin descanso la Canción de Firebrand.

En el corredor le salieron al encuentro dos mineros que transportaban el cuerpo de un niño, aplastado por un desprendimiento de rocas. Ambos se pararon para arrodillarse ante el namer. Firebrand se llevó la mano al parche que le cubría el ojo quemado, con gesto ausente, y pasó por encima del destrozado cuerpecillo.

Uno de los mineros tuvo un reniego en la punta de la lengua, al ver el comportamiento del namer, pero se acobardó y las palabras se le ahogaron en la garganta.

Firebrand dejó también atrás la biblioteca donde, por orden suya, los niños habían retirado y destruido los últimos libros, ya que toda la historia, todos los pensamientos y toda la ciencia y la poesía, todo aquello que valiese la pena saber, residiría pronto en las piedras de la corona de plata.

El namer hizo un alto y tocó la escritura grabada en una pared iluminada por antorchas. Era un poema en la antigua lengua que-nara: un poema de amor dedicado a una mujer de cabellos oscuros.

Una luz azul parpadeó en la mano de Firebrand. Sus dedos recorrieron las palabras de la poesía, y la piedra humeó bajo su tacto. Desaparecieron las frases escritas y, en su lugar, la pared apareció vidriosa y negra como la obsidiana.

El namer se admiró a sí mismo en la espejeante superficie.

Penetró más en las cavernas, porque el deber lo llamaba a su propio cubículo, adonde los guerreros habían llevado al clérigo secuestrado. Llegó a las Puertas Llameantes, la amarilla fila de estalactitas y estalagmitas que marcaba la línea divisoria de sus aposentos privados. Eran concreciones largas, afiladas e irregulares como grandes dientes de fuego.

Firebrand entró en la alargada y estrecha parte de la cueva subterránea donde residía. Ya no lo sorprendía el extraño calor reinante en ese sitio, donde el viento soplaba con la regularidad del latido de un corazón, acariciando el rostro de quien se aproximara; un viento que arrastraba consigo el empalagoso olor de la descomposición, de los suelos y las paredes del corredor, empapado todo de un sedimento de siglos.

«La voz de la piedra me ha dicho cómo ocurrirá —pensó Firebrand cuando los ópalos se pusieron a brillar con más fuerza, conduciéndolo delicadamente hacia el cubículo—. Apareceré en la Gran Reunión, al mando de los que-tana, y no sólo poseeré la corona completa, con los doce ópalos que contienen la historia del Pueblo, sino también la piedra decimotercera, la prohibida, según la voz, porque roba los recuerdos de otros...

»
Y allí, en los terrenos de la Gran Reunión, arrebataré al Pueblo los años que él me arrebató a mí. Con toda nuestra historia en mis pensamientos, yo la comenzaré de nuevo. Recordaré lo que necesite ser recordado, olvidaré lo que convenga olvidar, y la historia empezará y acabará en Firebrand.

»
Sin duda me convertiré en dios. Confío en que ahora haya un hueco sin estrellas en los cielos de las Tierras Luminosas, en espera de mi constelación. Y, una vez que esas estrellas estén situadas allí, centelleando como ópalos en el negro corazón de los cielos, ni siquiera Sargonnas será capaz de gobernarme.»

* * *

Dos de los guerreros más jóvenes ayudaron al cautivo a caminar por el cambiante pasadizo desde el Pórtico del Recuerdo hasta la biblioteca, donde lo sentaron entre estantes vacíos y viejas mesas cubiertas de antiguos manuscritos. Le habían limpiado los cabellos de briznas de paja y polvo, zurciéndole además la rasgada túnica roja, y por último lo llevaron a los aposentos del namer para que allí lo recibiera Firebrand. Convencido finalmente de que no se hallaba en el Más Allá, Brithelm había vuelto a sus ocupaciones favoritas: comer, dormir y estudiar cosas raras. Incluso ahora estaba embebecido con un tratado de zoología descubierto entre los restos de la biblioteca.

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