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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen

 

"Me acuerdo de la ceremonia. De haberme arrodillado ante Bayard, sir Robert y mi padre, que apoyaron sus grandes manos en el pomo de mi espada, y de las solemnes palabras que debo mantener en secreto... Luego, el Voto de la Espada, la Corona y la Rosa: el voto que me obligaba a defender, a comprometerme y, sobre todo, a entender. Luego, las manos de Bayard se posaron en mis hombros para hacerme volver hacia las personas reunidos en el salón... No había quien no me mirase". El haber sido armado caballero apenas había cambiado a "Comadreja".

Galen Pathwarden Brightblade sigue mostrándose reacio a correr aventuras, siempre dispuesto a salvar la propia piel a cualquier precio. Pero cuando su hermano Brithelm desaparece misteriosamente, Galen deja de lado sus reservas y emprende una búsqueda que lo conduce a las profundidades de la tierra, donde se ve envuelto en una infernal conspiración.

Michael Williams

El caballero Galen

Héroes de la Dragonlance - 6

ePUB v1.1

OZN
30.05.12

Título original:
The Galen Beknighted

Michael Williams, enero de 1990.

Traducción: Herminia Dauer

Ilustraciones: Duane O. Myer

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

PRÓLOGO

`

—Eran seis —comenzó el namer, inclinándose para rascar al perro que dormía a sus pies.

Sentado a su alrededor junto a un centenar de fuegos de campamento, el Pueblo lo miró expectante. Su voz flotó por encima de todos y llegó nítida hasta los más apartados rincones, sumergiendo a los oyentes en su historia.

* * *

Eran seis, que avanzaban en silencio entre las sombras de los vallenwoods, doblados por el vendaval.

Hasta los más atentos y expertos exploradores se habrían sorprendido de encontrar una banda de Hombres de las Llanuras tan al norte. Eran nómadas, capaces de enorme resistencia y viajes todavía más agotadores, pero su hogar se hallaba en Abanasinia, en los montes situados al sur de Solamnia y de las montañas Vingaard.

Ahora que anochecía, llevaban los hombros caídos y sus pasos eran arrastrados y lentos. A gran altura encima de ellos, entre las montañas Vingaard que se alzaban al oeste, unos negros nubarrones se acumulaban cual siniestros cuervos, y los relámpagos zigzagueaban entre los picachos. Cansados, los Hombres de las Llanuras se ciñeron más al cuerpo las mantas y las pieles, como si en sus huesos y sus recuerdos sintiesen ya la lluvia que se aproximaba.

Uno de ellos, un hombre de estatura casi anormal y trenzados cabellos negros que las sombras moteaban, señaló sin hablar un calvero que asomaba entre los árboles. Al unísono, con un suspiro apenas audible en medio del susurro del viento a través de la fronda, los demás Hombres de las Llanuras se dejaron caer sentados o de rodillas..., casi todos en el mismo sitio donde se hallaban.

Mientras sus compañeros aguardaban, inmóviles y en silencio, el tipo corpulento se agachó en el centro del calvero, ocupadas sus manos en alguna tarea secreta. De repente, una luz estalló entre sus largos y delgados dedos. Inmediatamente, el hombre apoyó las manos en el suelo, delante de él, y, acuclillado, contempló el fuego, que no humeaba y sólo era alimentado por el aire.

Las rojas llamas se elevaron, y la luz se extendió hasta iluminar las caras de todo el grupo. Como si lo hubieran practicado durante años, los cinco se levantaron entre crujidos de cuero y un tintineo de cuentas para colocarse en semicírculo detrás de su jefe, sin apartar los ojos de aquel fuego de color escarlata.

Si aspiraban el aire, la luminosidad aumentaba. Si lo exhalaban, se reducía. Al ritmo de su respiración, el fuego pulsaba y vacilaba. El jefe se llevó la mano a la parte alta del brazo izquierdo, el que sostenía el arco, donde reposaba una tira de cuero adornada con cinco piedras negras.

—Ahora —anunció fascinado el voluminoso hombre cuando la colorada luz bañó las grietas y arrugas de su rostro, se reflejó en las cuentas prendidas de sus cabellos y brilló en la oscura pintura que le rodeaba los ojos.

Eran unos ojos verdes, extraños y, a veces, incluso ominosos para un pueblo de ojos infaliblemente castaños. Pero no se trataba de un accidente de la naturaleza. Para los Hombres de las Llanuras no existían tales accidentes. Sus ojos habían marcado a aquel hombre desde su nacimiento. Era un vidente.

—Ahora es el momento de penetrar, de tejer el agua y el viento —continuó el hombre, retirando la tira de cuero de su brazo.

El grupo respiraba con mesura, y el rojo fuego latió como un corazón.

—Porque el viento y el agua se han levantado en estas montañas, y pronto volverán a unirse los Pueblos Separados, como afirman la leyenda y la profecía.

—¿De veras ha llegado el momento, Caminador Incansable? —pió una vocecilla.

Era la de una muchacha, a quien al punto mandó callar con un siseo un hombre ya mayor sentado a su lado. Los demás seguían con su acompasada respiración, la vista siempre fija en el fuego.

El jefe, a quien llamaban Caminador Incansable, hizo un gesto afirmativo, y la sombra de una sonrisa surcó su atezada y fea cara.

—Es la hora,
Marmota —
contestó, ya que aún no había llegado la noche en que la joven recibiría nombre, y todos le ponían apodos cariñosos.

»
O quizá sea la próxima, u otra que llegue después... Hasta el momento que esperamos. La Gran Reunión está cerca, a menos de un año de distancia. Los viejos dioses no permitirán que se repita el dolor de la última Gran Reunión, cuando las historias se interrumpieron y las tribus quedaron sin hogar.

Extendió delante de él aquel brazal, de forma que las negras piedras mirasen hacia la nublada noche solámnica. Algo resplandeció en la gema central, como una lejana hoguera en una oscuridad comparable a la boca de un lobo. Tranquilo y con gran fijeza, mientras la respiración de sus compañeros, detrás de él, era tan regular como los latidos de un solo corazón, Caminador Incansable contempló de manera penetrante la piedra. Sus verdes ojos buscaban algo en su interior.

De momento no distinguió nada, nada más que un tejido de luces y sombras. Luego, la luz adquirió unas formas y movimiento...

Y se transformó en tres pálidos hombres que avanzaban por un paisaje rocoso, con un pesado saco a cuestas.

Caminador Incansable entrecerró los ojos en un esfuerzo por ver alguna combadura en una rama, la curiosa forma de una roca o cualquier hito que le sirviera para saber adónde se dirigía aquella gente. De todos modos, le constaba que nada —ni siquiera las piedras del brazal— revelaría la negra abertura por la que ellos penetrarían en las profundidades. La visión del paso del Namer le sería denegada. Eso lo sabía desde hacía años.

El saco se movía y retorcía en las manos de quienes lo transportaban. En su interior había algo vivo, que se debatía contra el yute y las cuerdas y los fornidos brazos que lo sostenían.

Era lo que Caminador Incansable se imaginaba. El hombre alzó la vista y se volvió hacia los compañeros con unos ojos que llameaban exultantes en sus cuencas rodeadas de umbrosa pintura.

—Sí,
Marmota.
Ha llegado el momento.

Los Hombres de las Llanuras miraron esperanzados a su jefe. Llevadas por un instinto tan antiguo como sus peregrinajes, las manos de los componentes masculinos del grupo se posaron en los cuchillos sujetos a los cinturones, mientras que las de las mujeres buscaron sus amuletos y talismanes.

—Pero hay algo más —añadió Caminador Incansable, desplazando su peso de una pierna a otra antes de contemplar nuevamente las piedras y el fuego—. Algo más que necesitamos saber.

Las piedras volvieron a oscurecerse entre centelleos hasta que el hombre tuvo la impresión de que se habían abierto para engullir el cielo. Las estrellas y las raudas nubes se deslizaron sobre la lisa y endrina superficie de las gemas hasta que una de ellas, la de menor tamaño y más cercana al extremo izquierdo de la tira, se encendió cuando otra visión surgió de su interior.

Una habitación. No se trataba de una tienda ni de un refugio de invierno. ¡No! Las paredes eran de piedra, y el fuego que se veía era el de una chimenea.

¡Un castillo! Un edificio como los de las montañas del norte.

Caminador Incansable pensó en las paredes de esa habitación, esperando que la visión se moviera y le permitiese distinguir más cosas.

Escudos. Tres de ellos.

El jefe de los Hombres de las Llanuras estrechó los ojos para concentrarse mejor en lo que la piedra le mostraba.

Escudos. En uno había una roja flor de luz sobre una nube blanca en campo azul. En otro, una espada roja contra un ardiente sol amarillo. El tercero... no se veía bien. Los blasones quedaban perdidos entre las sombras de la estancia y de las piedras.

Caminador Incansable hizo un resignado gesto de afirmación. Tal era la naturaleza de las esparcidas piedras. Esta vez no le enseñarían rostros. Sabía que aquel a quien buscaba era varón, y joven, y que estaba a punto de ingresar en lo que los norteños llamaban la Orden.

Y que en ese joven guerrero había algo que nada tenía que ver con el orden. Aún era demasiado revoltoso y desequilibrado.

El corpulento Hombre de las Llanuras abandonó su posición en cuclillas para sentarse en el duro y rocoso suelo. La lluvia comenzó como una fina niebla, pero se hizo más intensa cuando Caminador Incansable cerró los ojos y pensó en el tórrido sol de las Llanuras del Polvo, secos recuerdos que compensaron un poco el frío y la humedad que lo rodeaban.

Todavía tenía que ver al muchacho buscado, pero por lo menos le constaba que el esfuerzo no había sido en vano. Caminador sonrió, abrió los ojos y observó cómo la lluvia caía con más fuerza y bajaba de las estribaciones de las montañas a lomos del viento, cada vez más veloz al barrer en dirección oeste las Llanuras de Solamnia, inundadas por el sol..., un viento de destino tan incierto como la profecía.

1

En el Castillo Di Caela, una noche de antorchas y gemas...

Fuera, los centinelas procuraban protegerse del viento. Permanecían pegados a los muros con la vista fija en las montañas Vingaard, que se extendían al norte y al oeste, y en cuyas estribaciones cubiertas de maleza habían comenzado de nuevo los incendios, igual que en las noches precedentes.

Ardían los fuegos con fuerza, como si constituyeran una señal de profunda inquietud.

Los centinelas se agarraban fuertemente al borde de las murallas durante sus guardias, porque el viento arreciaba. Los álamos que crecían al pie de esos muros se tornaron plateados y luego de un verde muy oscuro, para volver a ser plateados cuando el vendaval zarandeó e hizo girar sus hojas.

Pero no era un viento veraniego normal, que soplara balsámico y templado a las horas del sol, fresco cuando atardecía y quedo, muy quedo, a medida que la noche avanzaba. Porque el día anterior, cuando todavía era oscura madrugada, una poderosa tempestad descendida de las colinas —que arrastraba con ella polvo y hierba seca y el débil olor de la noche— había azotado el castillo con terrible violencia, hasta el punto de arrancar a un centinela de su puesto en las almenas y lanzarlo al patio interior.

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