Read El buda de los suburbios Online

Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (8 page)

—Oh, Helen, Helen —murmuré.

La ternura de mis palabras debió de afectarle, porque, de pronto, oí cierto revuelo y noté algo extraño encima de los hombros. Pues sí, eran las patas del gran danés. Notaba su aliento caliente en el cogote. Di otro paso y el perro dio otro paso. Ahora ya sabía lo que pretendía. El perro estaba enamorado de mí: los movimientos rítmicos que notaba contra el culo así me lo indicaba. Tenía las orejas calientes. No creí que fuera a morderme, porque el ritmo de sus movimientos se aceleraba; así que decidí salir por piernas. El perro se estremeció contra mi espalda.

Me fui corriendo hasta la cerca, la salté y me enganché la camisa rosa con un clavo. Una vez a salvo, al otro lado, cogí unas cuantas piedras y le arrojé un par. Una le dio en la cabeza, pero no pareció importarle demasiado. Cuando monté en la bicicleta, me quité la chaqueta y vi que estaba manchada de semen de perro.

Al coger el sendero que conducía a la casa de Jean, estaba de un humor fatal. Y, por si fuera poco, Jean hacía que todo el mundo se quitara los zapatos antes de entrar, por si le estropeaban la alfombra al pisarla dos veces. Recuerdo que una vez papá, al entrar en aquella casa, le dijo: «Pero ¿qué es esto, Jean, un templo hindú? ¿Los descalzos se encuentran con los tullidos?» Eran tan quisquillosos con sus nuevas adquisiciones que el coche que se habían comprado hacía tres años todavía llevaba puesto el plástico en los asientos. A papá le encantaba hacer comentarios del tipo: «¿No te sientes en la gloria en este coche, Karim?» Papá realmente me hacía reír.

Aquella mañana había salido de casa con la intención de mostrarme correcto pero firme, como un auténtico Dick Diver, pero con una mancha de semen de perro en la espalda de la chaqueta, sin zapatos y muriéndome de ganas de mear, encontré que la imitación de Fitzgerald suponía un esfuerzo sobrehumano. Jean me hizo pasar directamente al salón, me obligó a sentarme, recurriendo a la innovadora táctica de apoyarse con fuerza sobre mis hombros, y fue a buscar a Ted.

Yo me acerqué a la ventana y miré hacia el jardín. Allí, en verano, en la mejor época de Calentadores Peter, Ted y Jean solían dar magníficas fiestas o «guateques», como las llamaba Ted. Mi hermano Allie, Ted y yo colocábamos una gran marquesina en el césped del jardín y esperábamos casi sin aliento a que llegara toda la buena sociedad del sur de Londres y Kent. Los constructores más importantes, directores de banco, contables, políticos locales y hombres de negocios acudían con sus esposas y fulanas. A Allie y a mí nos encantaba correr entre aquella pandilla apestosa, que dejaba el aire irrespirable con sus lociones para después del afeitado y sus perfumes. Servíamos cócteles y les ofrecíamos fresas con nata y pasteles, queso y bombones, y a veces, a cambio, las mujeres nos pellizcaban las mejillas y nosotros intentábamos meter la mano por debajo de las faldas de sus hijas.

En estas solemnes ocasiones en las que las vidas se medían únicamente en función del dinero, mamá y papá siempre se sentían tratados con condescendencia, fuera de lugar. No eran de ninguna utilidad para nadie y ellos tampoco esperaban nada de los invitados. No sé cómo se las arreglaban, pero siempre parecían llevar la ropa menos indicada para la ocasión y ofrecían un aspecto un tanto desastrado. Después de unos cuantos vasos de ginebra, papá solía intentar hablar del verdadero sentido del materialismo y de por qué se consideraba que vivíamos en una era materialista. Según él, lo que ocurría era que no sabíamos apreciar el valor de los objetos en sí mismos, ni su belleza intrínseca. Lo que nuestro materialismo ensalzaba era la codicia, la codicia y la posición social, en lugar del ser y la naturaleza de las cosas. Ese tipo de ideas no era especialmente bienvenido en las fiestas de Jean, así que mamá tenía que andar siempre disimulando y haciendo señas a papá o decirle directamente que se callara: él quedaba abatido en el acto. La gran ambición de mamá era pasar inadvertida, ser como todo el mundo; mientras que papá quería destacar, como un malabarista en un funeral.

En aquella época Ted y Jean eran un poco como el rey y la reina: ricos, poderosos y con influencias. Jean se crecía en todo lo que fueran presentaciones, tanto de negocios como románticas. Era la delegada local del amor: actuaba de mediadora en múltiples asuntos, advertía, aconsejaba, propiciaba y apuntalaba algunos matrimonios mientras hacía añicos romances poco recomendables. Estaba al corriente de cuanto ocurría en todas partes, en las cuentas bancarias y entre las sábanas.

Jean resistió como un acorazado hasta que persiguió y empezó un romance con un concejal conservador paliducho de veintiocho años, de una familia de clase media muy bien considerada de Sevenoaks. Era prácticamente virgen, ingenuo y sin experiencia y hasta tenía acné, pero su posición social estaba muy por encima de la de Jean. Oh, sí, los padres del chico pusieron fin al asunto en menos de seis meses y él nunca volvió a verla. Ella le lloró durante dos años y Ted le resultaba cada día más detestable en comparación con su chiquillo conservador ya perdido. Las fiestas cesaron y la gente desapareció.

Tía Jean regresó al salón acompañada de tío Ted. Era un cobarde nato y un manojo de nervios. Se cagaba de miedo ante los enfrentamientos o discusiones de cualquier tipo.

—Hola, tío Ted.

—Hola, hijo —dijo, apesadumbrado.

Tía Jean fue derecha al grano.

—Escúchame, Karim…

—¿Cómo va el fútbol? —pregunté, atropellando sus palabras y sonriendo a Ted.

—¿Qué? —soltó, meneando la cabeza.

—El Spurs va bien, ¿no?

Me miró como si me hubiera vuelto loco. Tía Jean no tenía ni la menor idea de lo que nos traíamos entre manos. Se lo aclaré.

—Ya sería hora de que fuéramos a ver otro partido, ¿no te parece, tío Ted?

Palabras de lo más normal, eso es verdad, pero con el tío Ted surtieron efecto. Tuvo que sentarse. Sabía que después de haber mencionado el fútbol cuando menos sería neutral en aquella discusión que se avecinaba, eso si no se ponía totalmente de mi parte. Y estaba seguro porque sabía una cosa sobre él que Ted no hubiera querido que llegara a oídos de la tía Jean, del mismo modo que guardaba a buen recaudo en mi memoria el incidente del banco del jardín contra papá.

Empecé a sentirme mejor.

Esta es la información confidencial.

Durante un tiempo realmente quise ser el primer delantero centro indio que jugara para Inglaterra y la escuela me mandó al Millwall y al Crystal Palace para que me pusieran a prueba. Con todo, nuestro equipo era el Spurs y como el campo estaba muy lejos de casa, en el norte de Londres, Ted y yo no íbamos a verlos muy a menudo. Sin embargo, una vez que jugaron cerca de casa, en Chelsea, convencí a Ted de que me llevara. Mamá trató de impedírmelo, porque estaba segura de que los ultras me iban a incrustar un penique bien afilado en el cráneo. Y no es que me encantaran los partidos en vivo. Había que estar ahí de pie, con ese frío y carámbanos en los huevos, y cada vez que un jugador estaba a punto de marcar un gol, el estadio entero daba un brinco al aire y lo único que se alcanzaba a ver eran gorros de lana. Ted, yo y nuestros emparedados cruzamos en tren los suburbios hasta llegar a Londres. Era el mismo trayecto que papá hacía todos los días, con
keema
,
roti
y guisantes al curry envueltos en papel grasiento dentro de su maletín. Antes de cruzar el río, pasamos por encima de las barriadas pobres de Herne Hill y Brixton, lugares tan interesantes y tan distintos de los que yo estaba acostumbrado a ver que me ponía de pie de un salto, bajaba la ventanilla medio atascada y me asomaba a las hileras de casas victorianas medio desmoronadas. Los jardines estaban atestados de chatarra oxidada y de abrigos empapados, con los hilos de tender la ropa que sobrevolaban los escombros en todas direcciones. «Aquí es donde viven los negros», me explicó Ted.

En el viaje de regreso, después del partido, íbamos apretujados en un rincón del vagón con docenas de seguidores de los Spurs, que habían ganado, todos con sus bufandas negras y blancas. Yo llevaba una matraca que me había fabricado en la escuela. «¡Tottenham, Tottenham!», canturreábamos a coro.

Cuando volví a mirar a Ted, tenía un cuchillo en la mano. Se subió de un salto a su asiento y destrozó todas las bombillas del vagón. Pedazos de cristal volaron hasta mi cabello. Todos lo observamos mientras destornillaba con mucho esmero los espejos de las divisiones del vagón —como si estuviera quitando un radiador— y los tiraba del tren. Nos hicimos todos a un lado para dejarle vía libre —nadie se le unió— y Ted despanzurró los asientos y les sacó el relleno. Luego me pasó una bombilla todavía intacta y me señaló la ventanilla abierta.

—¡Venga, diviértete! ¡Es sábado!

Yo me puse de pie y la lancé todo lo lejos que pude, sin darme cuenta de que estábamos entrando en la estación de Penge. La bombilla fue a estrellarse contra una pared donde estaba sentado un anciano indio. El viejo chilló, se puso de pie y se alejó renqueando. Los demás se burlaron de él y escupieron un montón de insultos racistas. Cuando Ted me acompañó a casa, mamá le preguntó si me había portado bien.

Tía Jean me miraba fijamente con aquellos ojos escrutadores.

—Tu padre siempre nos ha gustado y, además, nunca hemos puesto reparos a que se casara con Margaret, y eso que a otra gente no le hacía ninguna gracia que se casara con alguien de color…

—Tía Jean…

—No me interrumpas, cielo. Tu madre me ha contado todo lo de ese circo que tu padre ha organizado en Beckenham. Se ha hecho pasar por budista…

—Es que es budista…

—Y se ha liado con una loca, cuando todo el mundo sabe, porque lo cuenta ella misma, que está contrahecha.

—¿Contrahecha, tía Jean?

—Y ayer precisamente no dábamos crédito a nuestros ojos, ¿no es cierto, Ted? ¡Ted!

Ted asintió para dar a entender que no daba crédito a sus ojos.

—Claro que suponemos que todas esas tonterías se van a acabar inmediatamente.

Tía Jean se apoyó contra el respaldo en espera de mi respuesta. Tía Jean sabía echar aterradoras miradas, hasta tal punto que hice un esfuerzo sobrehumano por contener un pedo que pedía a gritos que lo soltaran. Me crucé de piernas y pegué el culo al sofá con tanta fuerza como pude. Sin embargo, de nada sirvió. El pedo travieso se despidió de mí a borbotones. Unos segundos más tarde, el gas fétido había levantado el vuelo y avanzaba hacia tía Jean, que todavía estaba esperando a que le respondiera.

—A mí no me lo preguntes, tía Jean. Lo que haga papá no es asunto nuestro, ¿no te parece?

—Me temo muy mucho que no es sólo asunto suyo, ¿no? ¡Nos afecta a todos! ¡Nos van a tomar por chiflados! ¡Piensa en Calentadores Peter! —dijo, y se volvió hacia el tío Ted, que escondía la cara detrás de un cojín—. Ted, ¿qué estás haciendo?

—¿Y cómo va a afectar a tu vida el comportamiento de papá, tía Jean? —le pregunté, con toda la inocencia de que fui capaz.

Tía Jean se rascó la nariz.

—Tu madre ya no puede más —dijo—. Tendrás que acabar con esas sandeces inmediatamente. Si lo haces, no habrá más comentarios. Te lo prometo.

—Salvo por Navidad —añadió Ted.

A Ted le encantaba hacer el comentario equivocado en el momento equivocado, como si aquel acto de rebeldía le ayudara a recuperar la autoestima.

Jean se puso de pie y pisó la alfombra con sus tacones altos. Abrió una ventana y dejó que el aire fresco del jardín le llenara los pulmones. Aquel tonificante pareció desviar sus pensamientos hacia la realeza.

—Además, tu padre es funcionario. ¿Qué diría la reina si supiera lo que se trae entre manos?

—¿Qué reina?
[3]
—dije en un susurro, para luego añadir en voz alta—: No respondo a preguntas retóricas. —Y me levanté y me encaminé a la puerta.

Hasta que me detuve junto a la entrada no me di cuenta de que estaba temblando. Sin embargo, Jean sonreía, como si yo acabara de aceptar todo cuanto me había pedido.

—Eres un buen chico, tesoro. Y ahora ven y dame un beso. Oye, ¿qué es esa mancha que llevas en la espalda de la chaqueta?

Me pasé unas cuantas semanas sin tener noticias de Gin ni de Tonic y, durante ese tiempo, me abstuve de suplicar de rodillas a papá que abandonara las prácticas budistas sólo porque a Jean no le hacían gracia.

En cuanto a Eva, no sabía nada de ella y empecé a pensar que todo había terminado, cosa que me apenaba, porque significaba que nuestras vidas volverían a su aburrida normalidad. Sin embargo, una noche sonó el teléfono y mamá contestó. Colgó enseguida.

—¿Quién era? —preguntó papá, que estaba de pie en el umbral de la puerta de su dormitorio.

—Nadie —repuso mamá, con una mirada desafiante.

4

Con todo, muchas cosas me decían que Eva no iba a desaparecer de nuestras vidas así como así. Estaba presente cuando papá se mostraba preocupado y taciturno —en realidad, todas las noches—; estaba ahí cada vez que papá y mamá veían
Panorama
juntos; estaba ahí cada vez que escuchaba un disco tristón o alguien mencionaba el amor. Y ya nadie era feliz. No tenía ni la menor idea de si papá se veía con Eva a escondidas. ¿Cómo iba a poder? Para la gente que tenía que ir en tren a Londres todos los días, la vida estaba medida al minuto: aunque un tren se retrasara o no parara, siempre pasaba otro enseguida. Por las tardes no había excusa posible: nadie salía, no había adonde ir y papá no confraternizaba con sus compañeros de la oficina. Ellos también desaparecían de Londres tan pronto como salían del trabajo. Mis padres iban al cine quizá una vez al año y, además, papá se dormía invariablemente; una vez fueron al teatro a ver
West Side Story
. No conocíamos a nadie que frecuentara los pubs, aparte de tío Ted: ir a los pubs era algo vulgar, y donde vivíamos nosotros sólo los desvergonzados y los desdentados solían canturrear cosas como «Ven, ven a mirarme con ojos tiernos al viejo Bull and Bush» acompañados de pianos desafinados.

Así que el único momento que papá podía tener libre para ver a Eva era la hora de comer y quizá Eva fuera a esperarle delante de la oficina y luego se marcharan a comer a St. James Park cogiditos del brazo, como solían hacer papá y mamá antes de casarse. Si hacían o no el amor, eso ya no lo sabía, pero había encontrado un libro en el maletín de papá con ilustraciones de posturas eróticas chinas, que incluían: patos mandarines entrelazados, el complicado pino enano, gato y ratón comparten madriguera y la deliciosa cigarra oscura colgada de una rama.

Other books

Sweet Spot by Lucy Felthouse
Wedgieman and the Big Bunny Trouble by Charise Mericle Harper
Escape From Zulaire by Veronica Scott
The Man Who Murdered God by John Lawrence Reynolds
Back to You by Annie Brewer
9781618856173FiredUpHolt by Desiree Holt
All for Maddie by Woodruff, Jettie
Cuentos completos by Mario Benedetti
BACK IN HER HUSBAND'S BED by ANDREA LAURENCE,


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024