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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (5 page)

Aunque a mamá le fastidiaba la inutilidad aristocrática de papá, hay que reconocer que se sentía orgullosa de su familia. «Son más importantes que los Churchill —decía a la gente—. Le llevaban a la escuela en un carruaje de caballos.» Con eso sabía que ya no había confusión posible entre papá y la oleada de campesinos indios que desembarcaron en Gran Bretaña en los años cincuenta y sesenta, y de los cuales se decía que no estaban demasiado familiarizados con los cubiertos y nada en absoluto con los wateres, pues solían sentarse en cuclillas encima de la taza y cagaban desde lo alto.

A papá, en cambio, su familia le había mandado a Inglaterra a que recibiera una educación. Su madre les tejió a él y a Anwar varias camisetas de lana que picaban muchísimo y, al despedirse de ellos cuando zarpaban de Bombay, les hizo prometer que nunca comerían cerdo. Al igual que Gandhi, y Jinnah antes que él, papá iba a regresar a la India convertido en un perfecto caballero inglés y experimentado abogado, además de consumado bailarín de salón. Sin embargo, al partir, papá no tenía ni la menor idea de que ya nunca más vería a su madre. Esta era indiscutiblemente la gran tragedia de su vida y tengo la impresión de que explica aquel apego incurable que sentía por las mujeres que podían cuidar de él, mujeres a las que podía amar como tendría que haber amado a aquella madre a la que nunca mandó una carta.

Londres, Old Kent Road, supuso para ellos un shock helado. La ciudad era húmeda y neblinosa, la gente les llamaba «morenitos», nunca tenían suficiente que comer y papá no conseguía acostumbrarse a las tostadas remojadas. «Parecen mocos —solía decir, apartando de sí la dieta básica de la clase trabajadora—. Iluso de mí que pensaba que iba a comer rosbif y pudin de Yorkshire todos los días.» Sin embargo, las cartillas de racionamiento estaban todavía en vigor, y el barrio se encontraba sumido en el abandono desde que los bombardeos de la guerra lo habían reducido a escombros. Con todo, papá se quedó sorprendido y animado al ver a los británicos en Inglaterra. Nunca había visto a los ingleses vivir en la indigencia y trabajar de barrenderos, basureros, dependientes o camareros. Nunca había visto a un inglés llenarse la boca de pan con los dedos y nadie le había contado que los ingleses no se lavaban muy a menudo porque el agua estaba demasiado fría… y eso si tenían agua. Y cuando papá trató de hablar sobre Byron en los pubs del barrio, nadie le había avisado de que no todos los ingleses sabían leer y que lo último que querían aguantar era a un indio que les diera lecciones de poesía y encima de un loco pervertido.

Por suerte, Anwar y papá tenían un lugar donde vivir, en casa del doctor Lal, un amigo del abuelo. El doctor Lal era un monstruoso dentista indio que aseguraba haber sido amigo de Bertrand Russell. En Cambridge, durante la guerra, un Russell solitario había informado al doctor Lal de que la masturbación era la respuesta a la frustración sexual. Ese gran descubrimiento de Russell fue toda una revelación para el doctor Lal, que se jactaba de haber sido feliz desde entonces. ¿Cabría considerar, pues, esta liberación uno de los logros más impresionantes de Russell? Probablemente, si el doctor Lal no se hubiera expresado con tanta franqueza delante de aquel par de jóvenes huéspedes atacados de voracidad sexual, mi padre no habría conocido a mi madre y yo no me habría enamorado de Charlie.

Anwar siempre había sido más llenito que papá, con su barriga regordeta y su cara redonda. Nunca terminaba una frase sin sazonarla con unas cuantas palabrotas, y le encantaban las prostitutas que rondaban por Hyde Park. Ellas le llamaban Cara de Niño. Además, Anwar no iba tan acicalado como papá, que, nada más recibir su asignación mensual de la India, se iba derecho a la calle Bond a comprarse pajaritas, chalecos verde botella y calcetines escoceses, lo cual le obligaba siempre a pedir dinero prestado a Cara de Niño. Durante el día, Anwar estudiaba ingeniería aeronáutica en el norte de Londres, mientras papá se esforzaba por mantener los ojos pegados a los libros de derecho. Por la noche dormían en el consultorio del doctor Lal, rodeados del instrumental del dentista; Anwar se instalaba en el sillón. Una noche, enfurecido por los ratones que merodeaban por el consultorio y acuciado también por la frustración sexual y el escozor que le producían las camisetas de lana que le había tejido su madre, papá se puso la bata azul cielo del doctor Lal, cogió la fresa de aspecto más siniestro que encontró y se abalanzó sobre Anwar mientras dormía. Al despertarse y descubrir que el futuro gurú de Chislehurst le atacaba con una fresa de dentista, Anwar soltó un alarido tremendo. Ese talante juguetón, ese negarse a tomar las cosas en serio, como si la vida no importara, caracterizó la actitud de papá frente a los estudios. No había trabajado en su vida y no iba a empezar entonces. Anwar solía decir: «Haroon acude al bar
[1]
todos los días: a las doce y a las cinco y media.»

Pero papá se justificaba:

—Voy al pub a reflexionar.

—A reflexionar no… a pimplar —rectificaba Anwar.

Los viernes y los sábados iban a los bailes y besuqueaban con alegría al compás de Glenn Miller, Count Basie y Louis Armstrong. Esa fue la primera vez que papá puso los ojos y las manos encima de una bonita chica de clase trabajadora llamada Margaret. Mi madre me contó que quiso a aquel hombrecito desde el primer momento en que lo vio. Papá era dulce, amable y tenía el aspecto de estar totalmente desorientado, lo cual inducía invariablemente a las mujeres a tratar de orientarlo.

Mamá tenía una amiga con la que Cara de Niño solía salir y, al parecer, también entrar, pero Anwar ya estaba casado con Jeeta, una princesa, cuya familia había acudido a caballo a la boda, celebrada en el antiguo puesto de montaña británico de Murree, al norte de Pakistán. Los hermanos de Jeeta tenían la costumbre de ir armados hasta los dientes, y ese hábito causaba a Anwar tal desazón que muy pronto empezó a pensar en marcharse a Inglaterra.

Al poco tiempo, la princesa Jeeta fue a reunirse con Anwar a Inglaterra y se convirtió en la tía Jeeta para mí. La tía Jeeta no se parecía en nada a una princesa y yo siempre me burlaba de ella porque no sabía hablar bien el inglés. Era muy tímida. Vivían en un cuchitril cochambroso en Brixton. No era un palacio precisamente y la parte de atrás daba a la vía del ferrocarril. Un día, Anwar cometió un error tremendo en las apuestas y ganó un montón de dinero. Entonces decidió arrendar por un tiempo una tienda de juguetes del sur de Londres, que fue un fracaso total hasta que Jeeta le convenció de que la convirtiera en una tienda de ultramarinos. Fue todo un acierto, pues los clientes acudieron en rebaño.

Papá, en cambio, no iba a ninguna parte. Su familia le suspendió la asignación al enterarse por un espía —el doctor Lal— de que el único estrado con el que estaba familiarizado era el del bar en que solía alternar las jarras de cerveza negra con las de rubia ataviado con su pajarita de seda y su chaleco verde, y terminó trabajando como empleado del cuerpo de funcionarios del Estado por tres libras semanales. Su vida dejó de ser un continuo sucederse de agradables distracciones, playas y criquet, de burlas a los británicos y de sillones de dentista, para convertirse en una prisión de paraguas y férrea disciplina. Todo quedó reducido a trenes y a hijos cagones, a reventones de tuberías heladas en enero y a fuegos de carbón a las siete de la mañana: la organización del amor en la vida de una familia suburbana del sur de Londres con una casa adosada de dos plantas y cuatro habitaciones. La vida le daba de bofetadas por ser como un chiquillo, un pobre inocente que nunca había tenido que hacer nada por sí mismo. Una vez que me dejaron solo con él todo el día y me cagué encima, papá se quedó perplejo. Me dejó desnudo en la bañera como si fuera un apestado y se fue a buscar una taza, con la que se dedicó a echarme agua a las piernas con una mano mientras con la otra se tapaba la nariz.

No sé cómo debió de empezar, pero cuando yo tenía unos diez u once años le dio por Lieh Tzu, Lao-Tzu y Chuang-Tzu, como si nadie los hubiese leído nunca, como si ellos hubieran escrito sólo para él.

Seguíamos visitando a Cara de Niño y a la princesa Jeeta todos los domingos por la tarde, el único día en que la tienda estaba cerrada. La amistad que unía a papá con Anwar continuaba basándose fundamentalmente en la diversión, era una amistad criquet-boxeo-atletismo-partidos de tenis. Cuando papá se le presentó una vez con un ejemplar de
El secreto de la flor dorada
, que había pedido prestado en la biblioteca, Anwar se lo arrebató, lo enseñó a todo el mundo y se echó a reír.

—¿Con qué tonterías te dedicas a jugar ahora?

—Anwar,
yaar
—dijo vivamente papá—, ¿no te das cuenta de los grandes secretos que estoy desvelando? ¡Por fin me siento feliz porque entiendo la vida!

Anwar le hizo callar apuntándole con su cigarrillo liado.

—¡Vaya puñetero chino chiflado estás hecho! ¿Cómo puedes perder el tiempo leyendo mientras yo hago dinero? ¡Por fin he terminado de pagar la jodida hipoteca!

Papá tenía tantas ganas de que Anwar le comprendiera que le temblaban las rodillas.

—El dinero no me importa. Dinero siempre habrá, pero yo tengo que comprender estos secretos.

Anwar alzó los ojos al cielo y miró a mamá, que estaba sentada con cara de aburrimiento. Los dos simpatizaban con sus ideas y le querían, pero en su actitud el amor se mezclaba con la lástima, como si papá hubiese cometido un error imperdonable, por ejemplo, el de hacerse testigo de Jehová. Cuanto más hablaba del yin y el yang, de la conciencia cósmica, de filosofía china y de seguir el Camino, más perdida se sentía mamá. Papá parecía alejarse por el espacio sideral y dejar atrás a mamá, una mujer de clase media, tranquila y agradable, que ya encontraba la vida con papá y dos hijos lo bastante complicada tal como era. Sin embargo, en los descubrimientos orientales de papá había cierto orgullo que le llevaba a despreciar la vida de Anwar.

—A ti sólo te interesan los rollos de papel higiénico, las sardinas en lata, las compresas y los nabos —le decía a Anwar—. Pero en el cielo y en la tierra,
yaar
, hay muchas cosas que ni siquiera has visto en sueños en Penge.

—¡Pero si yo no tengo tiempo para sueños! —le interrumpió Anwar—, ni tú tampoco deberías tenerlo. ¡Despierta! ¿Qué me dices de conseguir un ascenso para que Margaret pueda llevar vestidos bonitos? Ya sabes cómo son las mujeres,
yaar
.

—Los blancos jamás nos darán un ascenso —sentenció papá—. No a un indio mientras quede un blanco en la faz de la tierra. Tú no tienes que tratar con ellos, pero siguen creyendo que tienen un imperio, cuando en realidad no les queda ni un cochino penique.

—Lo que pasa es que no te ascienden porque eres un gandul, Haroon. Tienes más abulia encima que un percebe. ¡Sólo piensas en cosas chinas y no en la reina!

—¡Al cuerno con la reina! Mira, Anwar, ¿no te entran ganas a veces de conocerte a ti mismo? ¿No tienes la sensación de que eres un completo enigma para ti?

—Yo no le intereso a nadie, ¿por qué iba a interesarme a mí? ¡Hay que seguir viviendo! —exclamó Anwar.

Y estas discusiones en el piso de arriba de la tienda de Anwar y Jeeta se prolongaban y prolongaban, hasta que se quedaban tan absortos y enfadados que su hija Jamila y yo podíamos escabullimos al jardín a jugar al criquet con un palo de escoba y una pelota de tenis.

Detrás de toda la palabrería chinesca de papá se escondía su soledad y su deseo de progreso individual. Necesitaba compartir aquellas cosas chinas que estaba aprendiendo. A menudo, por las mañanas le acompañaba hasta la estación, donde cogía el tren de las ocho treinta y cinco hasta Victoria. A lo largo de ese trayecto de veinte minutos solíamos encontrarnos a otras personas, generalmente mujeres, secretarias, oficinistas y empleadas que también trabajaban en el centro. Él deseaba hablarles de conseguir la placidez mental, de ser sinceros con uno mismo, de comprender la propia esencia, y, a cambio, yo las oía hablar a ellas de sus vidas, novios, pensamientos inquietantes y de su yo de un modo en el que, estoy seguro, no hablaban con nadie más. Ni siquiera reparaban en mi presencia ni en el transistor, que llevaba para no perderme el programa de Tony Blackburn en Radio Uno. Cuanto menos trataba de seducirlas, más las seducía, hasta el punto de que con frecuencia no salían de casa hasta que lo veían pasar. Si papá cambiaba de ruta por temor a que los colegiales de secundaria le tiraran piedras y bolsitas llenas de pis, ellas también cambiaban de itinerario. Una vez en el tren, papá se sumía en la lectura de sus libros místicos o se concentraba en la punta de su nariz, un objetivo de dimensiones considerables. Siempre llevaba a cuestas un diccionario azul diminuto, del tamaño de una caja de cerillas, porque quería aprender una palabra nueva cada día. Los fines de semana le sometía a un examen y le preguntaba el significado de analéptico, frutescente, policéfalo y petulante. Entonces se me quedaba mirando y decía: «Nunca se sabe cuándo te va a hacer falta una de estas palabrejas para dejar boquiabierto a un inglés.»

No tuvo con quien compartir su interés por lo chino hasta que conoció a Eva, y el hecho de que fuera posible tener un interés común como aquél le dejó sorprendidísimo.

Yo tenía el presentimiento de que aquella noche de sábado Dios iba a visitar a Eva de nuevo. Me dio la dirección en un pedacito de papel y cogimos el autobús, esta vez en dirección a lo que yo consideraba que era el campo. Estaba oscuro y hacía un frío glacial cuando llegamos a Chislehurst. Primero guié a papá en una dirección y luego, hablando con mucha autoridad, le hice ir en dirección contraria. Tenía tantas ganas de llegar que durante veinte minutos no se quejó, pero al final se enfurruñó.

—¿Dónde estamos, pedazo de idiota?

—No lo sé.

—¡Pues usa ese cerebro que has heredado de mí, imbécil! —se lamentó temblando—. Hace un frío espantoso y llegamos tarde.

—Si tienes frío, papá, es por tu culpa —le dije.

—¿Por mi culpa?

Y era culpa suya, naturalmente, porque debajo de su corto abrigo mi padre no llevaba más que lo que tenía todo el aspecto de ser un pijama enorme. La parte de arriba era una camisa de seda con dragones bordados en el cuello, que le bajaba por el pecho y se ensanchaba unos tres kilómetros a la altura de su estómago antes de caer hasta sus rodillas. Debajo llevaba un par de bombachos y sandalias. Con todo, el verdadero delito, la razón por la cual se ocultaba bajo aquel abrigo peludo, era el chaleco carmesí con estampados dorados y plateados que llevaba encima de la camisa. Si mamá le hubiese pescado saliendo a la calle así, habría llamado a la policía. Al fin y al cabo, Dios era funcionario, con su maletín y su paraguas, de modo que no tenía por qué andar por ahí disfrazado de torero enano.

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