—Haz lo que quieras, pero si vas a venir todos los días, tendrás que convencer a tu tío de que no salga a la calle con el bastón.
—¿Y eso por qué, tía Jeeta?
—No hace mucho se presentaron unos maleantes y rompieron el escaparate con una cabeza de cerdo mientras yo estaba aquí sentada.
Jamila no me había contado aquel asunto.
—¿Te hicieron daño?
—Un pequeño corte, nada más; pero había sangre por todas partes, Karim.
—¿Y qué dijo la policía?
—Que eran los de otra tienda. Un asunto de competencia.
—Y una mierda.
—No seas maleducado; no digas palabrotas.
—Lo siento, tía.
—Y, desde entonces, tu tío está muy raro. Todos los días sale a pasear con el bastón y va gritando a esos chicos blancos: «¡Pégame, blanco, pégame si te apetece!» —Y tía Jeeta se sonrojó de vergüenza y bochorno—. Ve a verle —me pidió, apretándome la mano.
Encontré al tío Anwar en el piso de arriba, en pijama. Tenía el aspecto de haber encogido a lo largo de los últimos meses: tenía la carne de las piernas y del cuerpo pegada a los huesos, pero la cabeza no se le había empequeñecido y parecía pegada al cuerpo como la empuñadura de un bastón.
—¡Eres tú, cabrón! —dijo, a modo de saludo—. ¿Dónde te habías metido?
—A partir de ahora, voy a estar aquí contigo todos los días.
Anwar soltó un gruñido de aprobación y siguió mirando la televisión. Le encantaba tenerme a su lado, pero apenas hablaba y nunca se interesaba por mí. Durante las últimas semanas, había ido a la mezquita con regularidad, así que a veces iba con él. La mezquita era un edificio en estado ruinoso que estaba bastante cerca y olía siempre a
bhuna gost
. El suelo estaba sembrado de piel de cebolla y Moulvi Qamar-Uddin estaba sentado detrás de su escritorio, rodeado de libros sobre el islam encuadernados en piel y de un teléfono rojo, mesándose una barba que le llegaba hasta el ombligo. Anwar se lamentaba ante Moulvi y se quejaba de que Alá le había abandonado, a pesar de sus constantes oraciones y de su voto de castidad. ¿Acaso no había amado a su esposa? ¿No le había regalado una tienda? Y ahora resultaba que se negaba a regresar a Bombay con él.
Mientras estábamos sentados en la tienda, como un par de chavales que hacen novillos, escuchaba las lamentaciones de Anwar.
—Quiero regresar a casa —me decía—. Estoy harto de esta porquería de país.
Pero, a medida que fueron pasando los días, me convertí en testigo de los progresos de Jeeta. Saltaba a la vista que no quería regresar a casa. Era como si Jamila le hubiera abierto los ojos ante un abanico de posibilidades, como si la hija hubiera sentado ejemplo para la madre. La princesa quería conseguir una licencia para poder vender bebidas alcohólicas, quería vender periódicos y aumentar la oferta. Sabía cómo hacerlo, pero Anwar estaba imposible, no se podía hablar con él. Al igual que tantos otros hombres musulmanes —empezando por el propio Mahoma el profeta, cuyos dictados absolutistas, todavía calientes y recién salidos del horno de Dios, dieron inevitablemente lugar al despotismo—, Anwar estaba convencido de que tenía razón en todo. No albergaba ni una sombra de duda respecto a ningún tema.
—¿Por qué no pones en práctica las ideas de Jeeta? —le pregunté.
—¿Para qué? ¿Qué haría con los beneficios? ¿Cuántos pares de zapatos puedo llevar? ¿Cuántos pares de calcetines? ¿Acaso comería mejor? ¿Treinta desayunos en lugar de uno? —Y, al final siempre decía lo mismo—: Todo es perfecto.
—¿De verdad lo crees así, tío? —le pregunté un día.
—No —repuso—. Todo va de mal en peor.
Ese fatalismo musulmán suyo —Alá era el responsable de todo— me deprimía. Cuando llegaba la hora de marcharme siempre me alegraba. En realidad, tenía un proyecto mucho más emocionante entre manos al otro lado del río: había decidido enamorarme de Eleanor y empezaba a hacer progresos.
Casi todos los días, después de los ensayos, Eleanor me preguntaba, tal y como yo esperaba que hiciera: «¿Vas a venir luego a casa a hacerme compañía?» Y, entonces, se me quedaba mirando ansiosa, mordiéndose las uñas hasta arrancarse la piel y enrollando largos mechones de su cabellera pelirroja alrededor de los dedos.
Desde que empezaran los ensayos, había reparado en mi falta de seguridad y de experiencia y me había ofrecido su apoyo. Eleanor ya había trabajado en algunas películas, en televisión y hasta en el West End. A su lado me sentía como un chiquillo, pero algo en ella delataba que también me necesitaba, una especie de debilidad, más que cariño o pasión, como si yo fuera a aliviarle alguna enfermedad, alguien que tocar, quizá. Tan pronto como advertí esa debilidad suya me lancé. Nunca me había paseado con una mujer tan madura y bonita, así que siempre la animaba a que saliéramos juntos para que la gente se creyera que éramos una pareja.
Empecé a ir con frecuencia a su piso de Ladbroke Grove, un barrio que poco a poco iba recuperando su antiguo esplendor gracias a los ricos, pero por el que todavía rondaban rastafaris vendiendo chocolate a la entrada de los pubs, que luego cortaban en las mesas del interior con sus navajas. También se veía a muchos punks que, al igual que Charlie, se vestían con harapos negros. Era la última moda. Si uno se compraba ropa, tenía que rajarla con hojas de afeitar tan pronto como llegaba a casa. Abundaban también chicos que estaban preparando tesis, gentes de editoriales y tipos de ese estilo: habían estudiado juntos en Oxford y acudían en manada a las bodegas de vinos, sentados al volante de sus flamantes deportivos italianos rojos y azules, y siempre tenían miedo de que las bandas de chavales negros les forzaran la puerta, aunque políticamente eran demasiado educados para reconocerlo.
Y, sin embargo, yo era tan estúpido… tan ingenuo. Por culpa de mi desconocimiento de Londres, llegué a creer que mi Eleanor era menos de clase media de lo que luego resultó ser en realidad. Se vestía de cualquier manera y llevaba siempre un montón de bufandas, vivía en Notting Hill y —a veces— hablaba con acento de Catford. Mi madre se habría quedado pasmada ante su ropa y sus modales, y aquella manía suya de soltar «mierda» y «joder» a cada paso. En cambio, Eva ni siquiera se habría inmutado, aunque el empeño de Eleanor por disimular su verdadero origen social y por dar sus «contactos» por sentados la habría decepcionado y dejado perpleja a la vez. Eva lo hubiera dado todo por poder introducirse en las casas en las que Eleanor había jugado de niña.
El padre de Eleanor era norteamericano y banquero, su madre una respetable retratista inglesa y uno de sus hermanos catedrático en la universidad. Eleanor estaba acostumbrada a las casas de campo, las escuelas privadas y a los viajes a Italia, y conocía a muchas familias liberales y a gente que había sido famosa en los sesenta: pintores, novelistas, conferenciantes, jóvenes que se llamaban Candia, Emma, Jasper, Lucy, India, y adultos con nombres como Edward, Caroline, Francis, Douglas y Lady Luckham. Su madre era amiga de la reina madre y cuando su alteza se presentaba en su Bentley los chiquillos se arremolinaban alrededor del coche y la vitoreaban. Un día, Eleanor tuvo que marcharse a todo correr en pleno ensayo porque su madre la necesitaba para llenar el cupo de invitados en un almuerzo en honor de la reina madre. Las voces y el lenguaje de esa gente me traían a la memoria a Enid Blyton, a Bunter y a Jennings, cuartos de niños, nodrizas y escuelas primarias, todo un mundo de una seguridad arraigadísima que hasta entonces sólo creía posible en los libros. No tenían ni la más remota conciencia de lo mucho que tenían en comparación con los demás. Me asustaba su seguridad, su educación, su status, su dinero y empezaba a comprender lo importante que era todo eso.
Para mi sorpresa, las gentes a cuyas destartaladas casas iba noche tras noche pegado a Eleanor, «cuidando de ella», eran educadas, amables y muy atentas conmigo, mucho más agradables que la pandilla de arrogantes que Eva reunía en su casa. Los amigos de Eleanor, con su combinación de clase, cultura y dinero y su indiferencia por los tres, eran precisamente el cóctel que embriagaba a Eva, pero nunca iba a conseguir parecérseles siquiera. Aquélla era una bohemia natural, exactamente lo que andaba buscando: el no va más. Aun así, decidí mantener en secreto la faceta de mi ascenso social y pensé en guardarla para la ocasión ideal de ataque o defensa; a pesar de que tanto Eva como papá ya estaban enterados de que tenía los ojos puestos en Eleanor. Aquello fue todo un alivio para mi padre, lo sé, pues le aterrorizaba tanto que le saliera un hijo homosexual que ni siquiera se atrevía a hablar del asunto. Para su mentalidad de musulmán, ser mujer ya era bastante horrible; pero ser hombre y negar su sexo masculino era una actitud depravada y autodestructiva, por no decir algo peor. Cada vez que me asaltaba el presentimiento de que papá estaba dándole vueltas al asunto, me aseguraba de hablar de mamá —de cómo estaba, qué hacía—, pues sabía que aquel tormento más poderoso era capaz de barrer de sus pensamientos la cuestión de mi orientación sexual.
Eleanor tenía sus manías. No quería salir si no estaba segura de antemano de que las visitas iban a ser cortas y que podría llegar y marcharse cuando le apeteciera. Le resultaba imposible permanecer sentada a lo largo de toda una cena, así que llegaba cuando ya había empezado y se paseaba por la habitación comiendo bombones y preguntando por la historia de los objetos que le llamaban la atención, antes de llevarme a rastras a la media hora porque, de repente, le habían entrado ganas de ir a otra fiesta no sé dónde para hablar con alguien que se conocía al dedillo el escándalo Profumo.
A menudo nos quedábamos en casa y entonces cocinaba. Nunca fui un amante ni de la educación ni de las verduras —en la escuela me habían vacunado contra las dos cosas— y, sin embargo, la mayoría de las noches Eleanor preparaba repollo, brócoli o coles de Bruselas, que primero hervía y luego pasaba un poquitín por la sartén con mantequilla y ajo. Otras veces comíamos un pescado; que tenía un sabor un poco correoso, como a tiburón, en volovanes rellenos cubiertos de crema agria y perejil. Normalmente lo acompañábamos con una botella de Chablis. ¡Y pensar que en mi vida había probado nada de todo aquello! Eleanor sólo conseguía conciliar el sueño si estaba borracha, así que nunca regresaba a casa en bicicleta hasta que mi dulce criatura estaba bien arropadita en la cama, medio frita y con un libro de Jean Rhys o de Antonia White para hacerle compañía. Claro que habría preferido ser yo su última copa de la noche, eso seguro.
Se notaba a la legua que Eleanor se había acostado con una gran cantidad de gente de lo más variado, pero cada vez que le proponía que se acostara conmigo me decía: «No deberíamos, por lo menos de momento, ¿no crees?» Como hombre, lo encontraba de un insultante puñetero y mayúsculo. Intercambiábamos caricias cariñosas constantemente, pero cuando las cosas iban demasiado lejos (cada dos o tres horas), Eleanor me abrazaba y se echaba a llorar, pero ni hablar de la caricia de las caricias.
Enseguida me di cuenta de que el perro guardián y mi principal rival en el cariño de Eleanor era un hombre llamado Heater. Era el barrendero de la zona, un escocés que era una mole, gordo y feo, con una chaqueta de piel de borrego, que Eleanor había rescatado para su causa hacía tres años. Se presentaba todas las noches que no iba al teatro, se sentaba en el piso a leer las obras traducidas de Balzac y nos daba la opinión mordaz e insolente que le merecían los últimos estrenos de
Lear
o del
Ring
. Conocía a montones de actores, especialmente a los de izquierdas, que precisamente eran moneda corriente en aquellos tiempos. Heater era el único miembro de la clase trabajadora al que la mayoría de ellos había conocido, así que llegó a convertirse en una especie de símbolo de las masas y, como tal, recibía invitaciones a estrenos y fiestas que le suponían una vida social más ajetreada que la de Cecil Beaton. Llegaba al extremo de asistir a los ensayos generales para dar su opinión como «hombre de la calle». Si uno no adoraba a Heater —y yo odiaba con todas mis fuerzas cada repugnante centímetro de su carne— y no le prestaba atención como a la auténtica voz del proletariado que era, se arriesgaba —sobre todo si era de clase media (lo cual equivalía a ser una especie de delincuente que había perdido la honra ya de nacimiento)— a que los camaradas y sus acólitos le tacharan de esnob, elitista, hipócrita y proto-Goebbels.
De pronto me encontré compitiendo con Heater por el amor de Eleanor. Si me sentaba demasiado cerca de ella, me dejaba fulminado con la mirada; si la rozaba como quien no quiere la cosa, sus ojos se abrían como platos y echaban chispas hasta parecer quemadores. Su ambición en la vida era velar por la felicidad de Eleanor, lo cual, teniendo en cuenta lo mucho que se desagradaba a sí misma, era más trabajoso que barrer las calles. Sí, Eleanor se detestaba, pero necesitaba halagos que, por lo demás, se tomaba enseguida como mentiras. Sin embargo, me los comunicaba sin falta diciendo: «¿Sabes lo que me ha dicho fulanito de tal esta mañana? Pues mientras me abrazaba me ha dicho que adoraba mi olor, mi piel y el modo que tenía de hacerle reír.»
Cuando comenté esta faceta de Eleanor a mi consejera, Jamila, no me decepcionó.
—¡Por el amor de Dios, Dulzura Comefuego, eres un memo redomado! Toda esa gente es así, todas esas actrices y toda esa calaña de gentuza vanidosa. El mundo arde en llamas y lo único que saben hacer es arreglarse las cejas. Lo máximo que se les ocurre es llevar al escenario ese mundo en llamas. Ni siquiera se les pasa por la cabeza sofocar el incendio. ¿En qué lío te estás metiendo?
—Es el amor. La quiero.
—¡Ah!
—Pero ni tan sólo quiere besarme. ¿Qué puedo hacer?
—¿Es que ahora soy tu paño de lágrimas?
—Sí.
—De acuerdo —aceptó—. En ese caso no trates de besarla hasta que yo te lo diga. Espera.
Es muy posible que Eleanor fuera vanidosa y egocéntrica, como decía Jamila, pero no tenía ni la menor idea de cómo cuidar de sí misma. Sólo se mostraba dulce con los demás. Me regalaba flores y camisas, y hasta me llevaba al barbero; era capaz de pasarse el día entero ensayando para luego dar de comer a Heater y estarse la noche entera escuchando sus lamentaciones por haber desperdiciado su vida.
—A las mujeres se las educa para que piensen en los demás —me dijo cuando le aconsejé que tratara de protegerse más, de pensar en sus propios intereses—. Cuando pienso en mí me pongo enferma —dijo.