Esa noche, el Pez se mostró tan educado y caballeroso como de costumbre. Tranquilizó a Eva diciéndole que tanto él como Charlie sabían perfectamente lo que estaban haciendo. Pero ella estaba nerviosa. Eva dio un beso al Pez, le agarró del brazo con fuerza y le suplicó sin ambages:
—¡Por favor, te lo ruego, no permitas que mi hijo se convierta en un heroinómano! ¡No tienes ni idea de lo débil que es!
El Pez nos consiguió un sitio detrás del escenario del club y nos subimos a unas cajas de madera de cerveza, apoyándonos el uno en el otro, mientras el suelo amenazaba con hundirse debido al calor y a los saltos de la gente. Al poco rato ya me sentía como si el público entero me estuviera aplastando… y el grupo seguía en los camerinos.
Salieron al escenario. La gente se volvió loca. The Condemned se habían deshecho de todos los elementos de su vida anterior: pelo, ropa y música. Estaban irreconocibles.
Se les adivinaba nerviosos, como si no se sintieran cómodos todavía con aquella ropa acabada de estrenar. Pasaron revista a su repertorio a toda pastilla, como si estuvieran compitiendo por averiguar quién lograba tocar el mayor número de canciones en menos tiempo, y sonaron como una versión poco ensayada del grupo que Charlie y yo habíamos visto en el Nashville. Charlie ya no tocaba la guitarra eléctrica y se limitaba a agarrarse al micro al borde del escenario, gritando a los chavales del público, que hacían «pogos» como taladradoras, y escupían y lanzaban botellas hasta que el escenario entero quedó sembrado de cristales rotos. Charlie se hizo un corte en la mano y Eva, que estaba a mi lado, se sobresaltó y se tapó el rostro con las manos. Pero Charlie se embadurnó la cara de sangre y luego se limpió en el bajo. El resto de los Condemned eran prescindibles, oficinistas y funcionarios del negocio de la música. Sin embargo, Charlie estaba magnífico en su papel de malo, con su rabia artificial, su agresividad y sus modales desafiantes. ¡Qué poder tenía! ¡Qué admiración despertaba! ¡Y la expresión en la cara de las chicas! Era un genio: había conseguido combinar los elementos apropiados. Tanto su habilidad como su disfraz eran maravillosos. El único defecto que le encontraba, y me reía para mis adentros, eran aquellos dientes blancos y sanos de niño que, a mi parecer, lo delataban todo.
De pronto estalló un tumulto. Empezaron a volar botellas, la gente empezó a darse de puñetazos y hasta un diente se coló por el escote de Eva. Yo estaba cubierto de sangre. Las chicas caían al suelo desmayadas y llegaron las ambulancias. El Pez consiguió sacarnos de allí con mucha destreza.
Mientras atravesábamos el Soho a pie, yo estaba pensativo. A mi lado, Eva, con sus tejanos y sus zapatillas de tenis, caminaba con paso ligero tarareando una de las canciones de Charlie y haciendo esfuerzos por no quedarse rezagada. Finalmente, me cogió del brazo. Nos sentíamos tan bien juntos que hasta habríamos podido formar pareja. Caminábamos sin hablar, pero supongo que Eva estaría haciendo especulaciones sobre el futuro de Charlie. Con todo, la envidia me reconcomía menos de lo que me había imaginado, porque ya me dominaba un sentimiento más fuerte: la ambición. Bien es verdad que no tenía una meta precisa, pero aquel gran truco de prestidigitador de Charlie me tenía maravillado. Había llamado a la puerta de la fortuna y, al abrirse, había dejado al descubierto todos sus tesoros. Charlie ya podría coger cuanto quisiera. Hasta ese momento me había sentido incapaz de encauzar mi vida, no sabía cómo hacerlo, y siempre me sentía a merced de los acontecimientos. En ese momento empezaba a caer en la cuenta de que no tenía por qué ser siempre de esta manera. Mi felicidad, mis progresos y mi educación podían muy bien depender de mis propios esfuerzos… siempre que fueran los esfuerzos adecuados en el momento adecuado. Mi inminente debut en
El libro de la selva
era una nimiedad en comparación con el triunfo de Charlie, pero las miradas iban a posarse en mí muy pronto. Se trataba sólo de un principio, y me sentía fuerte y decidido. Aquello me iba a llevar hacia arriba.
Cuando subimos al coche, miré a Eva y me sonrió. Entonces supe que no había estado pensando en Charlie —salvo a modo de inspiración—, sino que, al igual que yo, había estado dando vueltas a lo que iba a hacer en el mundo. Mientras conducía, aporreaba el volante y cantaba a voz en cuello por la ventanilla.
—¿No te han parecido fantásticos? ¡Es una estrella, Karim!
—Pues claro.
—Van a ser algo grande, Karim, enorme de verdad. Pero Charlie tendrá que librarse de este grupo. Lo puede conseguir solito, ¿no crees?
—Desde luego, ¿pero qué harían los otros?
—¿Esos chicos? —Les dijo adiós con la mano—. Lo importante es que nuestro chico está subiendo, ¡arriba y arriba! —Se inclinó hacia mí y me dio un beso en la mejilla—. Y tú también, ¿eh?
El ensayo general de
El libro de la selva
fue bien. Todos nos quedamos sorprendidos ante lo perfecto que salió: nadie olvidó ni una palabra del texto y técnicamente no hubo ningún problema. De modo que nos presentamos ante el público del primer preestreno muy confiados. El vestuario era divertido y el público aplaudió mucho. Los traviesos monos soltaban sus chillidos agudos mientras un consejo de la manada de lobos se reunía para discutir acerca del futuro del cachorro de hombre. Pero cuando Shere Khan hizo retumbar a lo lejos su voz fantasmal de Hamlet: «Ese cachorro es mío. Entregádmelo. ¿Qué va a hacer el Pueblo Libre con un cachorro de hombre?», oí un crujido por encima de mi cabeza. Sin el más mínimo sentido de la profesionalidad, miré hacia arriba y vi que la red metálica del andamiaje estaba cediendo, balanceándose, hasta que se abatió sobre mí, al mismo tiempo que los pernos se partían y los focos se estrellaban contra el escenario. Se oyeron gritos de advertencia del público, que en su mayoría abandonó la primera fila y se precipitó al pasillo huyendo del peligro. Al igual que los demás actores que se encontraban en escena, abandoné el espectáculo, salté sobre el público y fui a aterrizar encima de Shadwell, que ya se había puesto de pie y la había emprendido a gritos contra los técnicos. Esa noche no hubo representación y el público tuvo que marcharse a sus casas. Hubo unas peleas tremendas y Shadwell se comportó como un verdadero monstruo. Se anularon un par de preestrenos más, así que sólo habría uno antes del estreno oficial.
Como es natural, quería que tanto mamá como papá estuvieran presentes, pero como no se habían visto desde el día en que los dos se habían marchado de casa, pensé que el estreno de
El libro de la selva
no era precisamente la mejor ocasión para un reencuentro. Así que sólo invité a mamá, a tío Ted y a tía Jean. Esa vez todo fue como una seda y, al final del espectáculo, tío Ted, trajeado y con brillantina, nos anunció que había que celebrarlo: estábamos todos invitados al Trader Vics del Hotel Hilton. Mamá se había acicalado para la ocasión y estaba encantadora con su vestido azul con lazo en el escote. Además, se la veía muy animada. De hecho, había olvidado lo alegre que podía ser. En un arrebato de audacia, había dejado el empleo de la zapatería y trabajaba como recepcionista en el consultorio de un médico. Ya empezaba a hablar de enfermedades con autoridad.
Mi Mowgli hizo llorar de orgullo a mamá. Y hasta Jean, que no había soltado ni una sola lágrima desde la muerte de Humphrey Bogart, rió de buena gana, se emborrachó y estuvo de buen humor toda la noche.
—Y yo que creía que iba a ser una obra de aficionados… —repetía constantemente, sin lugar a dudas sorprendida de verme participar en algo que no fuera un fracaso total—. ¡Pero ha sido un espectáculo de profesionales de verdad! ¡Y cuánto me ha gustado conocer a todos esos actores de televisión!
La clave para impresionar a mamá y a tía Jean, y la mejor manera de mantener sus comentarios alejados de la ridícula cuestión de mi taparrabos —que, como era de esperar, las hizo reír a carcajadas—, consistía en presentarles a los actores después de la representación y en explicarles en qué serie de televisión cómica o de policías les habían visto. Después de cenar, nos fuimos a bailar a un club nocturno del West End. Era la primera vez que veía bailar a mamá, que se quitó las sandalias y se lanzó al son de los Jackson Five con tía Jean. Fue una velada memorable.
De todos modos, como me imaginaba que los halagos que había recibido aquella noche iban a ser como una especie de aperitivo comparados con la lluvia de alabanzas que me iban a caer después del estreno, la segunda noche me fui corriendo al camerino, donde papá, con su chaleco rojo, me estaba esperando con los demás. Ninguno de ellos parecía particularmente animado. Salimos a la calle y nos dirigimos a un restaurante cercano, pero seguían sin decir palabra.
—¿Y bien, papá? —le pregunté—, ¿te ha gustado? ¿No estás contento de que no sea médico?
Como un perfecto idiota, había olvidado que papá consideraba la sinceridad una virtud. Era un hombre magnánimo, pero nunca a costa de tener que callarse su opinión.
—¡Una asquerosa lectura precipitada! —dijo—. ¡Y, encima ese cabrón de Kipling fingiendo ante los blancos que sabía algo de la India! ¡Y vaya una actuación penosa la de mi hijo, embadurnado como uno de esos cómicos blancos en papeles de negros!
Eva refrenó a papá.
—Karim se ha mostrado seguro de sí —dijo con convencimiento, dándome golpecitos cariñosos en el brazo.
Afortunadamente, Changez se había estado riendo a mandíbula batiente todo el rato.
—Muy divertido —dijo—. Me volverás a invitar, ¿eh?
Antes de sentarnos a la mesa del restaurante, Jamila me llevó aparte y me besó en los labios. De pronto sentí el peso de la mirada de Changez.
—¡Has estado fantástico! —me dijo Jamila, como si estuviera felicitando a un crío de diez años después de una representación escolar—. Con ese aspecto tan joven, tan inocente, mostrando tu precioso cuerpo esbelto y de formas perfectas. Pero no cabe la menor duda: esta obra es totalmente neofascista.
—Pero Jammie…
—Y todo eso del acento y la mierda que llevabas embadurnada por todo el cuerpo me ha parecido repugnante. No has hecho más que corroborar todos los prejuicios…
—¡Jammie…!
—…y los tópicos sobre los indios. Y ese acento… ¡Dios mío!, ¿cómo has podido hacer una cosa así? Espero que estés avergonzado.
—Y lo estoy.
Pero, en lugar dé compadecerse de mí, se limitó a parodiar mi acento en la obra.
—De todos modos, no tienes moral. Pero ya la tendrás cuando te lo puedas permitir, o eso espero.
—Vas demasiado lejos, Jamila —le dije y le di la espalda para ir a sentarme al lado de Changez.
El único incidente memorable de esa noche fue algo que ocurrió entre Eva y Shadwell, que estaban al fondo del restaurante, junto a los lavabos. Shadwell se hallaba apoyado contra la pared y Eva estaba furiosa con él y hablaba alzando los puños con violencia. En el rostro de Shadwell se trazaron muchas muecas de hastío, pena y abatimiento. En un momento dado, Eva se volvió y me señaló con un ademán, como si le estuviera acusando de haberme hecho algo. Sí, Shadwell la había decepcionado. Sin embargo, yo sabía que nunca iba a desanimarse, que seguiría queriendo ser director y que nunca haría algo bueno.
Y así se quedaron las cosas. Nadie volvió a mencionar
El libro de la selva
, como si no quisieran verme como actor y les gustara más en mi antiguo papel de chico inútil. Con todo, las representaciones iban viento en popa, especialmente en las escuelas, y poco a poco fui aprendiendo a relajarme en el escenario y a disfrutar de la obra. Arrinconé el asunto del acento y conseguí arrancar carcajadas al público con frases en
cockney
en los momentos más inesperados. «Déjalo ya, Bangheera», decía. Me encantaba que luego me reconocieran en el pub y siempre procuraba hacerme notar, por si alguien quería pedirme un autógrafo.
A veces, Shadwell asistía a la representación y un buen día empezó a mostrarse amable conmigo. Pregunté a Terry si sabía la razón.
—Me tiene tan pasmado como a ti —me confesó.
Shadwell me llevó a Joe Alien y me ofreció un papel en su próxima obra,
El burgués gentilhombre
de Molière. Terry, cuya bondad de corazón me tenía tan embelesado que hasta le ayudaba a vender periódicos a la entrada de las fábricas, entre piquetes, y en las bocas de las entradas de metro del East End a las siete y media de la mañana, se mostró alentador.
—Acéptalo, hombre —me animó—. Te irá bien. Claro que no deja de ser tragar mierda, pero ganarás experiencia.
A diferencia del resto de los actores —que llevaban mucho más tiempo en ese mundillo que yo— no tenía ni la menor idea de qué tipo de trabajos me podían salir. Por eso acepté. Shadwell y yo nos abrazamos y Eva no hizo comentarios sobre el asunto.
—¿Y qué me dices de ti, Terry? —le pregunté una noche—. ¿Tienes algún trabajo en perspectiva?
—Desde luego.
—¿Cuál?
—Nada en concreto —me dijo—. Pero estoy esperando la llamada.
—¿Qué llamada?
—Todavía no puedo decirte nada, Karim. Pero lo que sí te puedo asegurar con toda confianza es que llegará.
A partir de entonces, cada vez que iba al teatro y nos cambiábamos juntos, me divertía preguntándole: «¿Qué, Terry? ¿Ya te han llamado? ¿Te ha telefoneado ya Peter Brook?»
A veces, justo antes de subir el telón, alguno de nosotros se presentaba corriendo en el camerino y le decía que acababa de llamar alguien que quería hablar urgentemente con él. Picó un par de veces y salió del camerino corriendo a medio vestir, suplicándonos que esperáramos unos minutos para subir el telón. Con todo, Terry no se tomaba a mal nuestras bromas maliciosas. «Esos jueguecitos infantiles que os traéis no me afectan en absoluto, porque sé que me llamarán. No estoy nervioso y voy a esperar con paciencia», nos decía.
Una noche, cuando llevábamos ya muchas funciones, el empresario del teatro nos llamó muy emocionado al camerino para decirnos que Matthew Pyke, el director teatral, acababa de reservar una entrada para
El libro de la selva
. Al cabo de un cuarto de hora, todos los actores del reparto, salvo yo, estaban hablando de lo mismo. Nunca había visto tanto parloteo, nervios y alegría en el camerino, pero sabía lo importantes que llegaban a ser las visitas de directores famosos para los actores, que andaban siempre preocupados por su siguiente contrato. En realidad, se habían olvidado por completo de
El libro de la selva
; ya pertenecía al pasado y se pasaban el día sentados en el minúsculo camerino, con la ropa puesta a secar encima de los radiadores, alimentándose a base de comida sana y mandando incansablemente currículos y retratos favorecedores a directores, teatros, agentes, compañías de televisión y productores. Así que, cuando algún agente o responsable de reparto se dignaba a asistir a la función y se quedaba hasta el final —lo cual ocurría rara vez—, luego los actores casi se abalanzaban sobre él, le invitaban a copas y se echaban a reír a carcajadas cada vez que abría la boca. Se morían porque les recordaran, pues la vida de todo actor depende de esta clase de recuerdos.